Hay vacas que contemplan indiferentes la lucha en el fango de vetustos vehículos soviéticos; hay perros atados que ladran junto a bañeras llenas de agua de lluvia, o esos gatos que retozan en libertad, en esta aldea de Armenia, un Estado de tres millones de habitantes enclavado en la región montañosa del Cáucaso, entre Asia y Europa.
A 30 kilómetros al oeste de Ereván, la capital armenia, Ardashar podría ser una aldea cualquiera de no ser porque la mayoría de sus 700 habitantes pertenecen a la comunidad yezidí, su principal minoría, y que busca su espacio en un país sacudido por una inestabilidad endémica y una guerra aún latente.
Jundi Jundoyan, líder espiritual local, espera a IPS a la entrada de una casa hecha de ladrillo, madera y plástico a partes iguales. A sus 68 años, presume de que son muchos los armenios que le han preguntado por su culto ancestral. Jundoyan siempre está dispuesto a explicarlo, solo pide paciencia.
Según dice, Dios, que también es el sol, tiene 3000 nombres y siete arcángeles. Creó el mundo a partir de una perla, pero luego se desentendió de él. También dio vida a Adan y Eva a su imagen semejanza, y obligó a Malak Tawus, el pavo real sagrado (el arcángel principal) a servirlos.
Pero Tawus se negó: ¿por qué habría que plegarse a los caprichos de aquella pareja de simples mortales? Al final, aquella disputa entre él y Dios se arregló, y el arcángel caído quedó finalmente redimido.
Es un culto ancestral que ha incorporado elementos del mazdeísmo, el zoroastrismo, el cristianismo o el islam con el paso de los siglos, y que cuenta con en torno a medio millón de fieles en Medio Oriente y otro medio en la diáspora.
Los yezidíes no son originales del sur del Cáucaso sino de algún punto del norte de Mesopotamia. De hecho, Jundoyan lo cuenta todo en kurmanyi, variante del kurdo hablada en Turquía y Siria.
Fue principios del siglo XX cuando muchos huyeron hacia el Cáucaso -junto a armenios y siríacos- del genocidio en Anatolia. Jundoyan lo explica justo antes de entrar en una habitación donde se apilan docenas de mantas que, asegura, conservan “tesoros traídos desde Lalish (su templo más sagrado, en el norte de Iraq) y muchas otras reliquias”.
Precisamente, el templo yezidí más grande del mundo se levanta a pocos kilómetros de aquí, en la localidad de Aknalich. Se construyó en 2019 gracias a aportaciones privadas y, en el parque anexo, hay una hilera de estatuas de prohombres yezidíes armenios entre las que se incluye la de una kurda iraquí.
Es Nadia Murad, una de esas jóvenes esclavizadas por el Estado Islámico (ISIS) en 2014 durante al genocidio perpetrado contra los yezidíes de Sinjar (Shengal), en el norte de Iraq. A Murad se le concedió el Premio Nobel de la Paz 2021.
“¿Hicieron algo Francia, América, etcétera, cuando el Estado Islámico acabó con miles de los nuestros en Iraq y esclavizó a todas aquellas mujeres?”, suelta Jundoyan, poco antes de pedir un brindis por los “mártires”, tanto los de Anatolia de hace ya más de cien años como los de Iraq de hace ocho.
Y luego están los que se fueron. Los yezidíes armenios rozaron las 100.000 personas en tiempos de la extinta Unión Soviética (URSS), pero el último censo (de 2011) los situaba en apenas 35 000. Los que se quedan intentan sobrevivir de la agricultura o el pastoreo.
“Todos se van a Rusia”, lamenta el anfitrión, en esta aldea de Armenia.
“Incitación al odio”
El Centro Yezidí para los Derechos Humanos es una organización no gubernamental fundada en 2018 y centrada en la protección de los derechos de esta comunidad.
Uno de sus miembros más activos es Sashik Sultanyan, un abogado de 27 años que se enfrenta a seis años de prisión por presunta “incitación al odio”.
Fue una entrevista que dio en junio de 2020 en un canal de radio yezidí de Iraq la que le valió una denuncia de Veto Armenia, una organización de ultraderecha. Alguien se preocupó de traducir del kurdo al armenio una conversación en la que Sultanyan habló de “discriminación” hacia su gente, de que se expropian las tierras de los yezidíes bajo pretextos legales y de que se vulneran sus derechos lingüísticos y culturales.
La fiscalía armenia habla de un proceso “acorde con la legislación nacional e internacional”.
Por su parte, Amnistía Internacional (AI) denuncia un atentando contra la libertad de expresión y la alta comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos pide a Armenia que retire unos cargos criminales que califica de “intimidatorios”, mientras que aún se espera por el comienzo del juicio contra el abogado.
En su despacho en Ereván, Sultanyan insiste a IPS en que la discriminación es tan real como esos clichés sobre su comunidad que la televisión y los demás medios repiten sin descanso: siempre los retratan como campesinos o pastores analfabetos, sucios y desorganizados.
En cuanto al tema de las tierras, Sultanyan aclara que “son los oligarcas y los ladrones, y no los armenios, como decía la traducción de la entrevista”. Y luego está el tema de la lengua. Si bien hay clases de kurmanyi en las escuelas de los niños yezidíes, la asignatura no forma parte del currículo oficial.
Por otra parte, los libros están en cirílico cuando lo lógico, insiste Sultanyan, sería utilizar el alfabeto latino, que es el que usan los kurdos de Turquía y Siria.
De hecho, el primer periódico en lengua kurda, Riya Taze (Camino nuevo), fue fundado en Armenia en 1930, pero todo vínculo entre esta minoría y un pueblo vecino, el kurdo, con una población mucho mayor que la del país, es algo que Ereván no ve hoy con buenos ojos.
“Cuando hablamos de derechos humanos insistimos en que hay que estar alerta a diario. Desgraciadamente, muchos no lo entienden así. Niegan ser una minoría porque tienen miedo de que un estatus especial pueda dañar su hermandad con los armenios. Pero la hermandad no puede existir sin igualdad”, zanja Sultanyan.
Transmigración
La guerra de Nagorno Karabaj de 2020 ha dado cierta visibilidad a la comunidad. En aquel conflicto de 44 días, que se saldó con una victoria aplastante de Azerbaiyán, murieron más de 20 jóvenes yezidíes integrados en el Ejército armenio.
Uno de ellos era Samad Saloyan. Sus padres, Yuri y Nina, siguen viviendo en la aldea de Zartonk, muy cerca del templo yezidí. Han convertido la sala de estar en una especie de mausoleo erigido a la memoria del hijo perdido: hay fotos suyas de niño, o vestido de militar; también una bandera yezidí (blanca y roja con un sol en el centro), medallas del ejército y otras de sus victorias deportivas.
“No hay nada peor que hablar de un hijo en pasado”, dice Yuri a IPS. A Nina le cuesta empezar, hasta que un mar de lágrimas rompe el dique y le desbordan las palabras.
A su hijo lo reclutaron con 18 años y estaba a punto de licenciarse cuando estalló la guerra, pero lo movilizaron. Sobrevivió a 42 días de infierno, hasta que una bomba lanzada desde un dron acabó con su vida y la de otros tres.
“Fue justo dos días antes de que acabara la guerra”, repite Nina, atrapada en un monólogo entrecortado que discurre en bucle, pero que acaba siempre en un callejón sin salida: Samad ya no está en este mundo.
Los yezidíes creen en la transmigración, una cadena de reencarnaciones que sirve para purificar el espíritu hasta que este se hace uno con Dios.
No parece que sirva de consuelo a los Saloyan. Solo cuando las lágrimas dan la primera tregua se consigue cambiar de tema. ¿Acuden al templo? ¿Guardan las fiestas yezidíes? “Sí, más o menos”. ¿Y cómo ha sido la cosecha este año?
Yuri dice que el problema es que no llueve, que no hay agua y que la tierra no da. Sobrevivir es cada día más difícil y, además, ¿quién les asegura que no estallará otra guerra con Azerbaiyán? Los incidentes armados no paran de repetirse a lo largo de la frontera.
Nina levanta la cabeza y busca a Yuri con la mirada. Tienen familiares en Rusia. Probablemente, adelanta, ellos también se irán.
FUENTE: Karlos Zurutuza / IPS / Fecha de publicación original: 22 de agosto de 2022
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