Viajar por Rojava es ser testigo de una revolución que experimenta con una forma de democracia directa, sin Estado, con la liberación de las mujeres y la igualdad de razas y clases en el corazón de la misma.
Primera parte
Cuando la “Primavera Árabe” se extendió a Siria en 2011, Bashar Al Assad retiró la mayor parte de sus fuerzas de las zonas predominantemente kurdas del norte de Siria para concentrar su potencia de fuego sobre las fuerzas rebeldes del sur. Las libertades políticas de los kurdos habían sido fuertemente restringidas por Assad, las expresiones de la identidad kurda estaban criminalizadas y su densidad demográfica diluida por la política de “arabización” del régimen, por la que los árabes eran reasentados en las zonas kurdas. Los kurdos aprovecharon la distracción de Assad. Bajo la dirección del PYD (Partido de la Unión Democrática), influenciado por la ideología del “Confederalismo democrático” postulada por Abdullah Öcalan, el líder encarcelado del PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán), los kurdos sirios han establecido en la zona fronteriza con Turquía un sistema organizativo laico, genuinamente democrático de abajo hacia arriba y étnicamente inclusivo. Este sistema es valientemente defendido por hombres y mujeres soldados (YPG/YPJ) contra el ISIS, que está tratando, sin éxito, de erosionar su frontera sur.
Esta es la primera parte del diario que he escrito durante mi reciente visita a Rojava:
Estoy haciendo los preparativos para ir a Rojava, el enclave kurdo en el norte de Siria, ante la opinión contraria de familia y amigos, preocupados sobre todo por las bombas y la metralla, aunque a algunos les preocupa que no haya informado al Ministerio de Asuntos Exteriores británico y pudiera ser detenida como potencial terrorista. Confío en mi pase de prensa y en la historia del periodismo en el Reino Unido para acceder a mi tarjeta de “salir de la cárcel”. Mientras tanto, estoy más preocupada por la información sobre la escasez de electricidad y agua. Voy allí para preparar mi próximo libro “¿Por qué muere el patriarcado?”, escrito en colaboración con Beatrix Campbell. He descubierto que hay una revolución en marcha (¡¿en medio de la guerra?!) que, tanto ideológicamente como en la práctica, pone a las mujeres en el asiento del conductor.
Tengo que viajar a Erbil, en el Kurdistán iraquí (Gobierno Regional Kurdo, KRG) y luego realizar un viaje de cuatro horas hasta la frontera de Peshabur por un camino que bordea Mosul, la fortaleza del ISIS en Irak. Esta es la única parte del viaje que me preocupa. Pero el desplazamiento resulta ser peligroso por razones muy diferentes: el conductor fuma al menos 20 cigarrillos; se balancea y canta al tiempo que visiona una película hindú en DVD en una pequeña pantalla en el salpicadero, por lo que sus ojos rara vez están pendientes de la carretera, incluso en los adelantamientos; al mismo tiempo, hace malabares con un móvil y mastica los anacardos que le ofrezco, dejando sólo su dedo meñique sobre el volante. Cuando veo una columna de humo en la distancia y le hago un gesto de explosión al tiempo que digo “¿bomba?”, un término universal, el conductor me responde “Naaah”.
La siguiente cuestión preocupante es la frontera. Casi todo el mundo relacionado con Rojava me había dicho que el KRG está poniendo muy difícil a todo el mundo el cruce porque se opone a la revolución. He escrito tantas veces como puede resultar educado al control de fronteras. El primer correo electrónico dice que puedo cruzar si tengo un pase de prensa, pero sólo por una vez. El segundo correo electrónico dice en inglés que las reglas han cambiado y que ahora no se permite el paso a un profesional independiente (freelancer), pero “que la nueva norma se ha emitido después del acuerdo (de entrada)”, por lo que respetarán el permiso de paso. La frontera está “gestionada” por una mujer joven, que me pregunta por qué voy a Rojava. Cuando le digo que voy para preparar un libro sobre por qué el patriarcado está muriendo, me pregunta qué significa patriarcado. Cuando se lo explico, me responde “bueno, espero que muera y no regrese nunca”. Esto es lo que deben llamar “poder blando”: es dulce y encantadora, pero no mostraría ninguna duda en aplicar las normas.
Seguidamente me acompaña hasta la frontera. La frontera es el río Tigris. Por alguna razón, se me hace un nudo en la garganta. Nunca había estado en una frontera internacional física, a menos que consideremos a los aeropuertos como tales. Se puede ver Siria al otro lado del río; un pequeño ferry lleva a la gente a uno y otro lado gratuitamente. No todo se mercantiliza aquí; uno de los muchos correctivos a mi modo de pensar occidental. Esperamos a que unos diez sirios carguen alrededor de sesenta bultos de equipaje. Hay más personas regresando a Rojava que saliendo, una indicación de que tiene su propio problema de refugiados, lo cual es poco conocido en Occidente. Cuando llegamos al otro lado, el contraste no podría ser más acusado: un altozano en la orilla del río, cubierto por piedras resbaladizas y pequeñas rocas, con familias sentadas esperando junto a su equipaje, a diferencia del correcto hormigonado del embarcadero en el lado iraquí.
A duras penas me arreglo para trepar con mis dos mochilas, preguntándome cómo voy a cargarlas hasta la parte superior, mientras escaneo con ansiedad los rostros de los hombres que se muestran alrededor, buscando si alguno parece estar esperándome. Como el inglés de mis anfitriones en el KRG es escaso, he venido equipada con sólo un nombre: el Sr. Karawan. No tengo ni idea de lo que voy a hacer si Karawan no se materializa. Mis anfitriones, Peace for Kurdistan, que me han ayudado a organizar el viaje, me aseguraron que cuidarían de mí en Rojava. Pero nadie muestra el más mínimo interés por mi persona, aparte de un joven muy amable que, al verme luchar con mi equipaje, se apresura a cargarlo en mi lugar. Lo que no sé en este momento es que Karawan es el jefe del servicio de fronteras y es poco probable que venga hasta la orilla del río a recogerme.
Esto iba a ser una constante en mi viaje. Alguien, con escasa información, me acompañaría hasta la siguiente escala de mi viaje, lo que se volvía más precario por la falta de un lenguaje común; entonces yo aguardaría, musitando un nombre a cualquier persona que quisiera escucharme, esperando lo mejor. Así que me acerco a esta cabaña de aspecto inconsistente y lanzo la palabra “Karawan” al hombre que encuentro en su interior; me mira como si supiera y siento un alivio inmediato. Me indica que ponga mi equipaje en una furgoneta. Mirando a mi alrededor, veo lo poco desarrollado que está este lugar; los trabajos de reconstrucción de la revolución ya se notan. A lo lejos veo un puente improvisado que soporta camiones viajando en ambas direcciones, la evidencia de que hay algo de comercio fronterizo, aunque más tarde me dicen que el KRG ha impuesto un embargo comercial.
Tan pronto me introduzco en la furgoneta, una mujer se acerca, me estrecha la mano y me da un beso en ambas mejillas, al tiempo que repite un cálido “bienvenida a Rojava”, un saludo que también repite de forma estridente el conductor de la furgoneta y la familia que transporta.
De inmediato estoy en un alto. El camino es irregular y pedregoso; pero en menos de un cuarto de milla, vuelvo a bajarme de nuevo ante un edificio nuevo a medio terminar y me dicen que espere allí y que alguien me llevará más adelante. Aquí me encuentro con Daham Basha, que habla un poco de inglés, que va mejorando a medida que avanza el día. Está allí para solucionar mi permiso de entrada. Cuando menciono el nombre de “Karawan”, es como decir “ábrete sésamo”: de repente paso de ser una visitante cualquiera a convertirme en una invitada.
Me indican que entre para ver al mandamás, al hombre a cargo del control de la frontera. El siguiente par de horas las dedica a discutir la política mundial conmigo, por mediación de la traducción de Daham. ¿En qué lugar del mundo el jefe de control de fronteras me dedicaría su tiempo? Le expongo mi teoría de que una vez que los kurdos hayan destruido el ISIS, los estadounidenses, que han estado aportando cobertura aérea desde la batalla de Kobani, se volverán contra ellos porque sus ideas son peligrosas para el capitalismo occidental. O bien algunas cosas se han perdido en la traducción o sus gafas son de un rosa aún más oscuro que las mías. Dice que la alianza con los EE.UU. es estratégica, que necesitan a los kurdos, que sin el apoyo de EE.UU. perderían aún más gente en el conflicto. Le digo que no estoy criticando su alianza, sino simplemente señalando los peligros. Me responde que la revolución de Rojava tiene el potencial de influir en los EE.UU., en Rusia e incluso en el resto del mundo. Le pregunto cómo es que Rojava ha puesto a los EE.UU. y Rusia en el mismo lado cuando son enconados enemigos. Arruga los ojos y se ríe con ganas. Dice que quieren vivir en paz con todos sus vecinos, que no tienen nada contra nadie, ni siquiera contra Israel. Habla de los peligros del sectarismo, de sunitas contra chiítas, de cómo los EE.UU. han alentado y promovido el Islam político y entonces escucho un análisis sorprendente: lo que los EE.UU. etiquetan como “primavera árabe” en Siria es sobre todo una oposición organizada por los Hermanos Musulmanes, armada por los EE.UU. Objeto que hay secularistas amantes de la democracia en el FSA (Ejército Libre de Siria). Pero tengo la sensación de una cierta deferencia en Daham, una renuencia a discutir con su jefe, a pesar de que sólo está transmitiendo mis argumentos. Así que no insisto en mi punto de vista.
Pregunto a Karawan por su contraparte femenina. Daham cree que le estoy preguntando si está casado. No, estoy hablando de la tan cacareada igualdad de género en el co-liderazgo entre hombres y mujeres. Karawan dice que no han podido encontrar una mujer para este puesto aquí en la frontera. Pregunto si se trata de una cuestión de dinero -quizás no hay suficiente trabajo para dos personas-. Se quita la pregunta de encima con ligereza, diciendo que el dinero no es importante cuando se trata de principios, pero yo insisto en que una economía tiene que ser viable. Cuando se ve presionado, dice que la frontera aporta dinero –tasas de entrada e impuestos sobre las mercancías-. Sin embargo, más tarde Daham me dice que no tienen wi-fi, porque han agotado su cuota de 40 GB mensuales.
Entonces Daham me lleva a almorzar al comedor del personal, donde un par de guerrilleras de las YPJ (Unidades de Protección de la Mujer), célebres por su valiente liberación de las mujeres y los niños yazidis atrapados por el ISIS en el monte Sinjar, entran vistiendo su uniforme militar y luciendo cintas de colores en el pelo. Hay un puesto de avanzada YPG/YPJ cerca de aquí. Descubro que Karawan es un ex-YPG (Unidades de Protección del Pueblo), un soldado con una pierna ortopédica, de lo que no me había dado cuenta. También me entero de que gana lo mismo que Daham y Mohammad, el chaval de 16 años que nos sirve el té (menos de 100 dólares al mes).
Estoy en presencia de una revolución. Me he criado en un hogar comunista, donde las conversaciones de los adultos elevaban su tono con aspiraciones por otro mundo, a pesar de que, lo que era desconocido para mí, el experimento de la Unión Soviética había comenzado a deteriorarse por entonces con la invasión de Hungría. Nunca pensé que tendría la oportunidad de ver el desarrollo de una revolución en mi vida, sobre todo no después de que el consumismo y el individualismo sin fondo de la vida neoliberal occidental hagan que la igualdad de remuneración suene a fantasía. Me siento privilegiada. Y ni siquiera he pasado de la frontera.
*Este es el primer artículo de Rahila Gupta de una serie sobre Rojava, compuesta por seis partes,que se publicará a lo largo de abril y mayo de 2016. / Fuente: Open Democracy / Traducido por Rojava Azadi