En Raqa han quedado aún fuerzas para hacer chistes sobre los casi cuatro años que estuvieron bajo control del autodenominado Estado Islámico (EI). Una de las bromas que corren: un hombre sube a un edificio y al mirar hacia abajo se asusta porque sólo ve manchas negras, moscas volando sobre el asfalto. “Esas éramos nosotras, teníamos que ir vestidas de negro y además usar abayas que no se pegaran al cuerpo”, cuenta sonriendo Om Yusuf, secretaria de Leila Mustafa, la mujer al frente de Raqa, la alcaldesa de facto de la ciudad.
Es toda una ironía, porque como explica el chiste, en Raqa hasta hace poco las mujeres estaban bajo el control absoluto de los hombres. Leila Mustafa no ha cumplido aún los 30 años, es ingeniera industrial y codirige el Consejo Civil que administra Raqa. En la práctica es la persona al mando de la ciudad. “No podemos negar –dice– que esa ideología tuvo un efecto en la ciudad, todavía la podemos ver en las calles, pero esperamos poder erradicarla pronto porque nunca perteneció a Raqa. Es impuesta”. En cualquier caso, reconoce que más allá de la reconstrucción, el restablecimiento de los servicios básicos o el desminado, el trabajo más difícil será el de eliminar la mentalidad islamista.
“El EI ha dejado de existir como fuerza militar pero no como ideología. Y ese es nuestro reto”, añade Leila, que no se cubre el cabello, igual que muchas de las mujeres que trabajan en el Consejo Civil. Otras llevan velos de colores y faldas estrechas, como Om Yusuf, de 25 años. “El EI fue creado mayoritariamente por extranjeros, los sirios de Raqa no tuvieron prácticamente nada que ver”, explica Leila, que dice que antes de la guerra era mucho más común ver mujeres con niqab (el velo integral) en Hama o Alepo, donde estudió.
Pero cuatro años de presencia del EI en Raqa ha logrado que su manera de pensar quedara grabada en la mente de muchas personas. Hay mujeres que siguen llevando el niqab, y muchos hombres evitan la mirada femenina, un comportamiento que antes no era habitual en la ciudad.
En esta construcción de cinco pisos ubicada frente al río Éufrates, la única que queda en pie en la zona, hay un gran dinamismo. Hombres y mujeres suben y bajan las escaleras con papeles en la mano. La sala de espera de la oficina de Leila siempre está atiborrada de gente que quiere hablar con ella, obtener una firma. La mayoría son trabajadores de oenegés que colaboran para que la vida regrese a la ciudad.
“Todavía hay muchas minas y mucha gente no puede volver porque sus casas están destruidas y no tienen donde vivir, pero estamos trabajando lo más rápido que podemos”, asegura Leila. Sus palabras son confirmadas por varios testigos que han visitado Raqa en los últimos meses y que reconocen que hay menos escombros en las calles y mucha más vida. El nivel de destrucción, sin embargo, es desolador.
Días después de que el EI tomara el control definitivo de la ciudad, en el 2014, Leila pagó a un grupo de contrabandistas para huir y buscó refugio en la zona de mayoría kurda, etnia a la que pertenece. Cuando se acercaba el comienzo de la batalla por la liberación, pasó a formar parte del Consejo de Raqa, integrado por personas de distintas comunidades, que tenía como misión prepararse para tomar el control administrativo.
A diferencia de Mosul, la capital del califato en Irak, en Raqa no hay un Estado que esté apoyando la reconstrucción. Esa labor está aquí a cargo de un comité que trabaja en coordinación con la ayuda internacional. “Raqa se ha sacrificado muchísimo en esta lucha, miles de civiles y militares de las Fuerzas Democráticas de Siria murieron en la lucha por liberarla. Por eso necesitamos el apoyo de la comunidad internacional”, asegura Leila, testigo del riesgo que conlleva liderar una ciudad donde la guerra sigue agazapada en la cabeza de muchos.
Algunos miembros del Consejo Civil han muerto en los últimos meses, algunos de ellos asesinados, como Omar Aloush. El que muchos señalaban como el gran líder del Consejo Civil de Raqa, el hombre (también kurdo) que coordinó la salida de decenas de combatientes del EI de la ciudad en los momentos finales de la batalla, fue asesinado en su casa de Tal Abiad, una población fronteriza con Turquía, hace unos meses. Desde entonces Leila se ha convertido en la persona más relevante de esta administración.
“No me gusta sentarme en este escritorio”, dice sobre la mesa en la que trabaja, en la que hay banderas y otros objetos que pertenecieron a Aloush, además de una fotografía de ellos dos juntos. Todavía va vestida de negro, y sus ojos se humedecen cuando habla de lo que pasó.
“Una personalidad así era una barrera para los planes de Turquía”, dice Leila, que destaca la amenaza del país vecino. “Si los turcos entran o no, como hicieron en Afrin, es algo que se debe preguntar a la comunidad internacional”, sentencia. También destaca el reto de tejer redes de confianza entre las distintas etnias presentes en la ciudad.
“Perdone cuando sienta que puede” es el lema que han creado para promover la reconciliación. “Usamos estas palabras porque sabemos que no todos pueden perdonar al mismo tiempo. Mucha gente ha muerto”, dice Leila, que cada día tiene que transitar la ruta que la lleva de vuelta a las áreas de mayoría kurda, donde es más fácil protegerla. Para ella eso es parte de su trabajo.
FUENTE: Catalina Gómez Ángel / La Vanguardia