Si hace una década Turquía era aplaudida en las cancillerías occidentales por su política de “cero problemas con los vecinos”, en los últimos años el país euroasiático ha comenzado a traerles de cabeza. Choques con Francia en las aguas de Libia; despliegue de fragatas en aguas de Grecia y Chipre; intervenciones militares contra los aliados de Estados Unidos y Rusia en Siria; ocupación de montañas y desfiladeros en el norte de Irak; implicación en la contienda por el Alto Karabaj; conflictos con Egipto, Israel, Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí. ¿Qué hacer con un país que es uno de los miembros más antiguos de la OTAN, pero parece haberse transformado en el chico malo del vecindario? Desde luego, los discursos del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, no ayudan a calmar los ánimos. “La nuestra es una civilización de conquista. Estamos dispuestos a lo que haga falta desde el punto de vista político, económico y militar. Así que invitamos a nuestros interlocutores a mantenerse apartados y no cometer errores que puedan significar su destrucción”, dijo a finales del pasado agosto.
Los intentos de Turquía de influir en su vecindario a través de la economía, la cultura y la diplomacia, chocaron con los métodos más expeditivos que utilizaron los regímenes de Oriente Próximo para evitar cambios durante la Primavera Árabe, en muchos casos con la aquiescencia de Estados Unidos y la Unión Europea (UE). Aaron Stein, director de investigación del Foreign Policy Research Institute de Estados Unidos, señala que “las elites militares y políticas turcas han llegado a la conclusión de que las anteriores políticas de soft-power (poder blando) supusieron un fracaso, y han optado por una política exterior más dura”.
El manejo de la invasión estadounidense y la posguerra en Irak, el apoyo occidental a grupos armados kurdos que atentan en Turquía, o el golpe de Estado contra Mohamed Morsi en Egipto, han convencido al Ejecutivo de Erdogan de que no hará valer sus intereses por las buenas, así que -aliado con militares de tendencia nacionalista- se ha embarcado en una política exterior cada vez más coercitiva, que implica intervenir en diversos escenarios. “Turcos de todo el espectro político han visto con frustración cómo sus aliados occidentales han creado un orden regional ignorando sus intereses y eso ha dado alas a una corriente revisionista”, escribe Bill Park, investigador sobre Defensa en el King’s College.
Son constantes los llamamientos del presidente turco a revisar algunos tratados internacionales como el de Lausana -que dio carta de nacimiento a la República de Turquía y fijó sus fronteras con Grecia-; o a reformar el derecho a veto en el Consejo de Seguridad de la ONU (“El mundo es mayor que cinco”, es uno de sus lemas preferidos en referencia a los cinco miembros permanentes de ese foro). “Erdogan lleva tiempo intentando ampliar su área de influencia, poner a Turquía en el mapa y que se le tenga en cuenta en política internacional”, sostiene Bruno Lété, experto en Seguridad del German Marshall Fund. En ello entra en juego un componente ideológico: “extender la influencia a los antiguos territorios otomanos”, explica el columnista turco Burak Bekdil, pero también hay un componente pragmático: “Turquía tiene empresas muy competitivas en diferentes países. En África, por ejemplo, Turquía intenta imitar a China. Hace inversiones políticas, militares y estratégicas esperando que un día le den rendimiento”.
No en vano, el profesor Michaël Tanchum, de la Universidad de Navarra, compara esta política con la estrategia china “Collar de Perlas”, basada en una cadena de puertos comerciales y militares en el exterior. Para eludir el bloque de adversarios que la rodean, Turquía ha establecido bases militares y firmado acuerdos de cooperación estratégicos desde el Magreb y el Sahel -por ejemplo con Níger y Malí, a cuya nueva Junta Militar se ha apresurado a visitar el ministro de Exteriores turco-, hasta el océano Índico: ejercicios con Pakistán, bases en Qatar y Somalia, maniobras en el estrecho de Bab el Mandeb… Todo esto le ha llevado a chocar con los intereses de Francia y de Emiratos Árabes Unidos (EAU), un pequeño Estado que se ha convertido en poder regional con sus bases en el Mar Rojo y su intervención en las guerras de Yemen y Libia. Tanto París como Abu Dabi han enviado buques y aviones de guerra al Mediterráneo Oriental para ayudar a griegos, chipriotas y egipcios a contener a los turcos.
Ankara teme que se le intenten cerrar los accesos marítimos: si Grecia declara, como le permite la Convención del Mar, que todas sus islas poseen 12 millas de aguas territoriales, el Egeo se convertiría en un mar totalmente griego, lo que imposibilitaría el paso a los buques militares turcos. Por ello, el gobierno de Erdogan ha asumido la doctrina Mavi Vatan (Patria Azul), que consiste en reclamar para su uso exclusivo casi la mitad de las aguas del Egeo y del Mediterráneo Oriental, donde además se han descubierto importantes reservas de gas.
Tensión sin precedentes
El despliegue de fuerzas navales en la zona ha llevado a una tensión sin precedentes desde los años noventa, cuando Grecia y Turquía se enfrentaron por unos islotes. Entonces, la guerra se evitó por la mediación estadounidense, pero ahora Washington ni está ni se le espera. Es más, la carrera armamentística se ha disparado: la Casa Blanca acaba de levantar el embargo de armas a Chipre (vigente desde la guerra de 1974 y división de la isla) y Atenas ha anunciado que adquirirá 18 cazas, cuatro fragatas, cuatro helicópteros y armas antitanque, en su mayoría a Francia, para hacer frente a una Turquía, que casi ha doblado su gasto militar en el último lustro, ha modernizado sus fuerzas armadas y ha creado un importante complejo militar-industrial.
La industria nacional suministra ya el 70% de las necesidades de defensa de Turquía, tres veces más que hace dos décadas, y el objetivo es ser autosuficientes en la próxima década, lo que le permitiría ser inmune a los embargos de armas decretados en el pasado por países como Alemania y Estados Unidos, así como convertirse en un país exportador, algo que incrementaría la influencia sobre sus clientes.
Turquía tampoco ha temido enfrentarse a países más poderosos, y no le ha salido mal: ha dado la vuelta al tablero de la guerra en Libia pese al apoyo ruso, egipcio, francés y emiratí al bando contrario; ha conseguido que Moscú contuviese al régimen sirio en su ofensiva contra la localidad de Idlib y que Trump retirase el apoyo a los kurdos de Siria y replegase la mayor parte de sus tropas; ha salvado a Qatar del bloqueo saudí-emiratí con un puente aéreo y el despliegue de militares. “La diplomacia coercitiva se basa en que el iniciador sienta que manda sobre la escalada. Pero si el adversario cree que responder le sale más a cuenta que plegarse a la amenaza, el iniciador se enfrentará a un dilema: o retirarse, lo que implica dañar su reputación; o subir la apuesta, lo que podría llevar a un choque militar”, escribe el profesor turco Saban Kardas. Hasta ahora, la ventaja de Turquía era que sí estaba dispuesta a arriesgar sus tropas, mientras sus rivales no. El problema es que, en el Mediterráneo Oriental, Ankara se enfrenta a una coalición cada vez mayor de adversarios y, aunque todos los analistas consultados desechan la posibilidad de una guerra, también señalan que siempre existe la posibilidad de un “accidente” que prenda la mecha, más ahora que los contactos informales con niveles medios de la burocracia turca no funcionan, pues todo pasa por las manos de Erdogan.
En este incremento de la conflictividad de la política exterior turca juega un papel indiscutible la política interna. “La economía está en caída libre y el apoyo de Erdogan se está reduciendo, especialmente entre los jóvenes. Turquía es un país muy nacionalista y Erdogan ha entendido que con una política exterior agresiva y que presenta como defensa de los intereses nacionales, el resto de partidos no se le puede oponer”, opina Gareth Jenkins, del Institute for Security & Development Policy. Pero sería erróneo identificar todo lo que ocurre exclusivamente con Erdogan. De hecho, Ünal Çevikoz, ex embajador y asesor del CHP, el principal partido opositor, reconoce que aunque la política exterior del presidente turco “está plagada de errores estratégicos” y es “hipócrita”, su formación comparte el fondo de las exigencias del Gobierno en el Egeo y el Mediterráneo.
Concesiones
Lété admite que en Bruselas preocupa que Turquía busque el control de las fuentes de energía del Mediterráneo Oriental -tiene también una importancia creciente en la distribución de gas y petróleo hacia Europa- y utilice este tema, junto a la inmigración, como palanca para obtener concesiones. “Turquía ya no se siente completamente anclada a Occidente y cada vez le preocupan menos las reacciones de Bruselas y Washington. No significa que haya que dejar de hablar con los turcos, pero no se debe confiar en que vayan a compartir los intereses estadounidenses o europeos”, cree Aaron Stein.
Entonces, ¿qué hacer? En París, abogan por dar una respuesta dura. “Tenemos que escuchar lo que dice Erdogan, tomárnoslo seriamente y estar preparados para actuar con todos los medios. Si nuestros antepasados se hubiesen tomado en serio los discursos del Führer entre 1933 y 1936, podrían haber evitado que este monstruo acumulase los medios para hacer lo que había anunciado”, ha advertido el pensador Jacques Attali, ex consejero de varios gobiernos franceses. No en vano, el presidente galo, Emmanuel Macron, ha sido uno de los líderes más vociferantes contra las ambiciones turcas.
Pero Jenkins cree que se equivoca: “Si te enfrentas a Erdogan en público, él hará lo mismo y lo utilizará en beneficio propio. (La canciller alemana, Angela) Merkel lo ha entendido mejor. En público, la UE tiene que ser firme -no agresiva-. En privado, se les debe dejar claro a las autoridades turcas que si prosiguen por este camino, se impondrán duras sanciones”.
FUENTE: Andrés Mourenza / El País