Hace 50 años, el gobierno de Hafez Al Asad, padre del actual presidente de Siria, puso en marcha en llamado “Cinturón Árabe”, un proyecto para desplazar en masa a la población kurda que habita junto a la frontera turca y sustituirla por población árabe.
La idea fue planteada por el Muhabarat, los servicios secretos del Baath (Partido Árabe Socialista del Renacimiento), para resolver la cada vez más apremiante cuestión kurda. El plan consistía en crear una franja de seguridad de 280 kilómetros de largo y 10 de ancho, paralela a la línea divisoria, desde la frontera con Irak hasta aproximadamente la ciudad de Tel Abyad. En este territorio se establecerían una serie de nuevos asentamientos urbanos y cooperativas agrarias “socialistas”.
En total, se pensaba desplazar a 140.000 personas y fundar 300 nuevos pueblos con colonos provenientes de otras zonas del país. Tras haber forzado el éxodo de 4.000 familias kurdas y establecido medio centenar de “granjas-modelo”, el presidente Hafez Al Asad decidió paralizar el proyecto a mediados de 1970.
Medio siglo después, el “Cinturón Árabe” ha resucitado de la mano del presidente turco, Recep Tayip Erdogan, que interviene en Siria en coordinación con sus aliados rusos, iraníes y el propio gobierno de Damasco.
Pero ahora el plan es mucho más ambicioso. En vez de 280 kilómetros, la franja propuesta por Turquía se prolonga a lo largo de 450 kilómetros a partir de las zonas que el Ejército turco ya controla al norte de Alepo, además de tener una anchura tres veces mayor.
Este sería el lugar para reasentar a dos millones de refugiados sirios, en su inmensa mayoría de etnia árabe, actualmente acogidos en Turquía, aunque en una primera fase el asentamiento afectaría a la mitad.
El proyecto divide la franja en tres zonas. La primera iría desde Manbij y Kobane hasta Tel Abyad, formando un solo distrito con siete nuevas localidades y 65.000 residentes. La segunda iría desde Tel Abyad hasta Serekaniye (Ras Al Ayn, en árabe) y comprendería tres distritos, 63 nuevos pueblos y 405.000 refugiados. Finalmente, la tercera zona llegaría hasta la frontera con Irak y tendría seis distritos, 70 pueblos y, en esta primera fase, 530.000 refugiados reasentados.
Cada nuevo asentamiento tendría clínica, varias mezquitas, centro juvenil, campo de deportes y escuelas, y en su conjunto dos hospitales y polígonos industriales. Se trata, por lo tanto, de una situación idílica para quienes vienen sufriendo las consecuencias de la guerra en el exilio, si no fuera de que el gobierno turco utiliza de nuevo a los refugiados como arma política para conseguir su principal objetivo en Siria: destruir la autonomía que están levantando en el norte del país las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS).
Esta alianza integrada por grupos kurdos, árabes y cristianos, y liderada por el Partido de la Unidad Democráticas (PYD), no se niega al reasentamiento de refugiados, pero siempre que vuelvan realmente a sus hogares, a las localidades donde vivían y de donde tuvieron que escapar cuando se vieron amenazados por la guerra. Por el contrario, rechazan que se utilice a millones de refugiados como instrumento para conseguir objetivos políticos, reasentándolos en zonas distintas a su lugar de origen.
Pero el verdadero problema del proyecto no es tanto el reasentamiento de los refugiados sino que, como ya ha ocurrido en la región de Afrin, vaya acompañado con la ocupación militar por parte del Ejército turco y, sobre todo, de las milicias islamistas que respalda; milicias que, como ya ocurre en Afrin, se convertirían en los verdaderos amos de la región.
De hecho, el Ejército turco ya ha desplegado unidades blindadas a lo largo de la frontera y ha amenazado a las potencias occidentales presentes en la zona con iniciar una operación militar si no se acepta su proyecto de actuación en el norte de Siria.
Tal y como afirma repetidamente el gobierno turco, lo que realmente se busca es llevar “la paz” a la región acabando con la presencia de los terroristas kurdos del PYD, organización aliada de Estados Unidos, Francia, Alemania y Reino Unido en la lucha contra el Estado Islámico y que nadie, salvo Ankara, califica de grupo terrorista.
Este es el principal argumento que Ankara ya utilizó a comienzos de 2018 para invadir la región de Afrin, al noroeste de Alepo y también mayoritariamente kurda. Desde entonces, esa zona de gran riqueza olivarera ha quedado sumida en un clima de caos con enfrentamientos sectarios entre las distintas milicias y continuas denuncias de secuestros, robos, pillaje, torturas, asesinatos, persecución de las religiones no musulmanas, e imposición de la indumentaria islámica a la mujer, además de provocar el éxodo de casi 300.000 personas.
Teniendo en cuenta estos precedentes, no cabe ninguna duda de que, de llevarse a cabo este resucitado proyecto de “Cinturón Árabe”, buena parte de la actual población mayoritariamente kurda se vería obligada a exiliarse, como ha ocurrido en Afrin, teniendo, seguramente que cruzar la frontera con Irak para ser acogidos en las regiones kurdas del país vecino. Algo semejante ocurriría con la población cristiana, que fundamentalmente se concentra en la ciudad de Hasaka, la capital de provincia con mayor porcentaje de esta comunidad religiosa.
En definitiva, la puesta en marcha del proyecto, anunciado públicamente el pasado 24 de septiembre por Erdogan durante su intervención ante la Asamblea General de la ONU, supondría un total vuelco en la situación demográfica de esta parte de Siria, ya que pasaría de la actual diversidad religiosa y étnica, a un dominio absoluto del componente árabe y musulmán, con el agravante de que quedaría bajo la administración de las milicias islamistas, lo que, a la postre, significaría la desaparición del Kurdistán sirio.
FUENTE: Manuel Martorell / Cuarto Poder