Eran las 6 de la mañana del 9 de octubre de 2019. La noche anterior había llegado a Erbil, en el lado iraquí de Kurdistán. El sol brillaba, proyectando sus rayos sobre las ventanas de las casas prefabricadas en el campo de refugiados de Qostapa, donde viven más de 2.000 familias kurdas.
Me preparé, el coche iba a llegar en cualquier momento. Estaba entusiasmada por volver a casa, era solo la segunda vez en 14 años. Me despedí de mi prima que llevaba cuatro años viviendo en el campamento con su familia. El viaje hasta la frontera con el Kurdistán sirio tardó unas cuatro horas. El paisaje era montañoso, seco y salvaje, a diferencia del recuerdo que llevaba de mi primer viaje cuando era primavera y todas las cosas parecían abundantes.
A las 11 de la mañana llegué a Fishkhabur, donde se encuentran las fronteras entre los dos Kurdistán. Crucé el río Tigris. Dos horas después, cogí el autobús hacia Rojava. El viaje no nos llevó ni cinco minutos: eran las mismas personas, el mismo idioma, las mismas comidas y tradiciones. Si no fuera por todas las molestias por las que pasamos al cruzar de un lado a otro, uno no se daría cuenta que estaba en otro país diferente.
Mi hermana me estaba esperando al otro lado. Ella siempre ha vivido aquí, pasó los nueve años de guerra. Nos abrazamos, nos besamos y lloramos. Nos quedaban dos horas más de viaje. Llegamos a su casa sobre las cuatro de la tarde. El viaje fue agotador. Cuando mi hermana iba a la cocina, intenté conectar mi teléfono a internet.
Titulares: “Turquía ha comenzado su operación militar contra el norte y el este de Siria”. No era la primera vez que Ankara atacaba la zona. En 2018, hubo una ofensiva similar liderada por Turquía. Tomaron Afrin, una ciudad mayoritariamente kurda en el norte del país. Como resultado de aquella invasión, medio millón de personas huyeron de sus casas.
De repente, escuchamos explosiones cercanas, todo tembló en casa, mis sobrinos empezaron a gritar y llorar. Salimos: tres bombas, una tras otra. La noche fue larga; las horas se prolongaban eternamente, pero todavía teníamos luz e internet. Algunos familiares aparecieron después de escapar de su propia ciudad. No sabíamos cómo iba a terminar. ¿Volveríamos a ver el sol? ¿Íbamos a vivir?
Las primeras víctimas eran niños, Sara y Muhammed, de 8 y 10, son hermanos, estaban jugando cuando atacaron su calle, él murió y ella perdió una pierna. Otra familia de cinco cristianos, con todos sus miembros heridos, a excepción de la madre que murió en el acto.
El ejército turco, junto con la ayuda de grupos de la oposición siria respaldados por Ankara como Faileq Al Sharqiye o Ahrar Al Sham, atacaron todos los pueblos cercanos a la frontera turca. La gente no sabía dónde esconderse, los hospitales estaban desbordados. Las mezquitas pedían donaciones de sangre. Era un caos, era la guerra. Cuando cesaba el bombardeo por la mañana, la gente aprovechaba el intermedio para enterrar a los muertos.
Mi propio pueblo estaba a 500 metros de la frontera turca, viajé allí en un vehículo blindado, los taxis regulares no circulaban.
El pueblo estaba vacío. Pensé cómo se vivía en esas plazas donde jugaba con mis amigas. La mayoría de las casas estaban abandonadas o destruidas.
Mi casa estaba hecha escombros, verla me provocó un dolor agudo. Durante la guerra de Siria, las áreas de la frontera turca habían permanecido intactas, a excepción de Kobane, destruida por el llamado Estado Islámico.
Mi familia huyó en 2013. Cerré los ojos y dejé que los recuerdos me llevaran de regreso. El lugar donde solía sentarse mi mamá, cómo comíamos juntas en el patio, los niños se perseguían unos a otros. Me quedé unos minutos respirando hondo.
Volví al coche. Un helicóptero turco estaba sobrevolando el lugar y me dio escalofríos. ¿Nos perseguían? El conductor nos sacó de ahí como si hubiera sido advertido de un peligro inminente. Afortunadamente, regresamos bien.
Durante dos semanas, 300.000 personas escaparon de sus pueblos. Se instalaron en escuelas sin absolutamente nada más que la ropa que llevaban. Cada aula albergaba de tres a cuatro familias. La gente pensaba que se había ido por unas horas o quizás unos días. No tenía idea de que esto duraría meses, años o para siempre. En el norte de Siria, más de 60 escuelas acogían a los desplazados de Serekaniye y Tel Abyad (las localidades que fueron ocupadas). La única ayuda disponible llegaba de las ONG locales; las internacionales se retiraron del área porque era de “máximo peligro”.
Escribir sobre la guerra fue doloroso. Costó mucho transmitir las emociones o describir las expresiones de las personas.
Rojava pagó un alto precio en su lucha contra el Estado Islámico. Más de 12.000 jóvenes murieron tratando de liberar a Siria de los terroristas. Donald Trump retiró sus fuerzas de la zona y el caos se sembró con la entrada de las tropas turcas.
Miles de civiles siguen hoy en día en escuelas tras un año del comienzo del ataque. Pocas familias árabes han podido volver a sus casas. Los kurdos originarios de Serekaniye y Tel Abyad perdieron todo. Los grupos armados saquearon los hogares. Robaron todo. Prohíben la vuelta de los kurdos.
FUENTE: Amina Hussein / ANHA / Edición: Kurdistán América Latina