Hace tres años el mundo observó a un grupo de hombres y mujeres combatientes en la ciudad siria de Kobane, la mayoría armados sólo con Kalashnikovs, mantener a raya un vasto ejército de militantes islamistas, con tanques, artillería y una superioridad logística abrumadora. Los defensores de Kobane insistieron en que estaban actuando en nombre de la democracia feminista revolucionaria. Los combatientes islamistas prometieron exterminarlos por esa misma razón. Cuando los defensores de Kobane ganaron, esa victoria fue aclamada como lo más cercano que se puede llegar, en el mundo contemporáneo, a una clara confrontación del bien contra el mal.
Hoy está sucediendo nuevamente lo mismo. Excepto que esta vez las potencias mundiales están firmemente del lado de los agresores. En un giro extraño, esos agresores parecen haber convencido a los principales líderes mundiales y creadores de opinión pública de que los ciudadanos de Kobane son “terroristas” porque adoptan una versión radical de la ecología, la democracia y los derechos de las mujeres.
La región en cuestión es Afrin, defendida por las mismas YPG y YPJ (Unidades de Protección Popular y Unidades de Protección de las Mujeres) que defendieron Kobane, y que luego fueron las únicas fuerzas en Siria dispuestas a llevar la batalla al corazón del Estado Islámico, perdiendo miles de vidas de sus combatientes en la batalla por la liberación de la capital de ISIS, Raqqa.
Una zona aislada de paz y cordura en medio de la guerra civil siria, famosa por la belleza de sus montañas y olivares, la población de Afrin casi se había duplicado durante el conflicto ya que cientos de miles de refugiados, en su mayoría árabes, habían ido a refugiarse.
Al mismo tiempo, sus habitantes habían aprovechado su paz y estabilidad para desarrollar los principios democráticos adoptados en la mayoría de las regiones kurdas del norte de Siria, conocida como Rojava. Las decisiones locales se delegaron en asambleas vecinales en las que todos podían participar; otras partes de Rojava insistieron en la estricta paridad de género, ya que cada oficina tiene copresidentes, hombres y mujeres; en Afrin, dos tercios de los cargos públicos están ocupados por mujeres.
Hoy, este experimento democrático es objeto de un ataque por parte de milicias islamistas que incluyen a ISIS y veteranos de al-Qaeda, y miembros de escuadrones de la muerte turcos como los notorios Lobos Grises, respaldados por tanques del ejército turco, cazas F16 y helicópteros artillados. Al igual que ISIS, la nueva fuerza parece decidida a violar todos los estándares de comportamiento, lanzando ataques de napalm contra aldeanos, atacando represas e, incluso, como los hizo ISIS, destruyendo monumentos arqueológicos irremplazables. Recep Tayyip Erdogan, el presidente de Turquía, ha anunciado: “Nuestro objetivo es devolver a Afrin a sus legítimos propietarios”, en una advertencia apenas velada para limpiar étnicamente la región de habitantes kurdos. Solo hoy, un convoy que se dirigía a Afrin llevando comida y medicinas fue bombardeado por las fuerzas turcas.
Sorprendentemente, las YPG/YPJ hasta ahora han mantenido a raya a los invasores. Pero lo han hecho sin el apoyo moral de una sola gran potencia mundial. Incluso Estados Unidos, cuya presencia impide que Turquía invada esos territorios en el este, donde las YPG/YPJ todavía están involucradas en el combate contra ISIS, se ha negado a mover un dedo para defender a Afrin. El secretario de Relaciones Exteriores británico Boris Johnson llegó a insistir en que “Turquía tiene derecho a mantener sus fronteras seguras”, por lo que no tendría objeción si Francia tomara el control de Dover.
El resultado es extraño. Los líderes occidentales que regularmente critican a los regímenes de Medio Oriente por su falta de derechos democráticos y las violaciones a las mujeres, incluso, como hizo George W. Bush con los talibanes, usándolo como justificación para la invasión militar, parecen haber decidido que ir demasiado lejos y en otra dirección son motivos justificables para el ataque.
Para entender cómo sucedió esto, uno debe remontarse a la década de 1990, cuando Turquía estaba involucrada en una guerra civil con el brazo militar del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), entonces una organización marxista-leninista que llamaba a crear un Estado kurdo. Si el PKK alguna vez fue una organización terrorista, en el sentido de bombardear mercados y cosas por el estilo, es una cuestión de disputa, pero no hay duda de que la guerra de guerrillas fue un asunto sangriento y que sucedieron cosas terribles en ambos lados. Sobre el cambio de milenio, el PKK abandonó la demanda de un Estado y llamó un cese del fuego unilateral, presionando para que en las conversaciones de paz se negocien tanto la autonomía regional para los kurdos como una democratización más amplia de la sociedad turca.
Esta transformación afectó al Movimiento de Liberación Kurdo en todo el Medio Oriente. Los inspirados por el líder encarcelado del movimiento, Abdullah Öcalan, comenzaron a pedir una descentralización radical del poder y la oposición al nacionalismo étnico de todo tipo.
El gobierno turco respondió con una intensa campaña de cabildeo para que el PKK fuera designado como una “organización terrorista” (que no había sido antes). Para el año 2001 había tenido éxito, y el PKK fue colocado en la “lista del terror” de la Unión Europea (UE), Estados Unidos y Naciones Unidas.
Nunca una decisión como esa ha causado tantos estragos en la perspectiva de la paz. Permitió que el gobierno turco arrestara a miles de activistas, periodistas, funcionarios kurdos electos -incluso la dirección del segundo partido de oposición más grande del país, el HDP-, todos acusados de simpatías hacia los “terroristas”, y con apenas una palabra de protesta por parte de Europa o América. Turquía ahora tiene más periodistas en prisión que cualquier otro país.
Esta designación ha creado una situación de locura orwelliana, que permite que el gobierno turco invierta millones en empresas de relaciones públicas occidentales para manchar a cualquier persona que pida mayores derechos civiles y así acusarlos de “terroristas”. Ahora, en el absurdo final, ha permitido que los gobiernos mundiales permanezcan sentados sin hacer nada mientras Turquía lanza un asalto contra uno de los pocos rincones pacíficos que quedan de Siria, aunque la única conexión real que su gente tiene con el PKK es un entusiasmo por la filosofía de su líder encarcelado Öcalan. No se puede negar, como señalan interminablemente los propagandistas turcos, que los retratos de Öcalan y sus libros son comunes allí. Pero, irónicamente, en lo que consiste a esa filosofía es simplemente una aceptación de la democracia directa, la ecología y una versión radical del empoderamiento de las mujeres.
Los extremistas religiosos que rodean al actual gobierno turco saben perfectamente que Rojava no los amenaza militarmente. Los amenaza al proporcionar una visión alternativa de cómo podría ser la vida en la región. Sobre todo, sienten que es fundamental enviar el mensaje a las mujeres en todo el Medio Oriente de que si se levantan por sus derechos, y mucho más se levantan en armas, el resultado probable es que serán mutiladas y asesinadas, y ninguna de l las principales potencias planteará una objeción. Hay una palabra para tal estrategia. Se llama “terrorismo”, un esfuerzo calculado para causar terror. La pregunta es ¿por qué el resto del mundo está cooperando?
FUENTE: David Graeber (profesor de antropología) / The Guardian / Traducción y edición: Kurdistán América Latina