En algunas partes de la llanura de Anatolia la tierra se resquebraja, e incluso se hunde dejando impresionantes agujeros, pues los acuíferos subterráneos se han secado; miles de peces han aparecido muertos en las marismas de Mesopotamia; los canales urbanos de Basora -antaño navegables- ahora están medio secos y llenos de basura, y las centrales hidroeléctricas del norte de Siria han tenido que detener su funcionamiento porque el exiguo caudal de los ríos es incapaz de mover las turbinas.
Son solo algunos de los síntomas de la escasez de agua en las cuencas del Éufrates y el Tigris, los ríos que vieron nacer la civilización humana, debida a la falta de lluvias, a las políticas hidrográficas de los países de la región y a los conflictos armados. Las consecuencias, alertan expertos y ONG, pueden ser desastrosas para millones de personas, pues la producción agrícola ha caído en picada y la falta de agua ha provocado un incremento de las enfermedades.
Süleyman Iskenderoglu maldice la ausencia de lluvias. “Apenas ha habido durante el último año y no queda agua en los embalses del río Tigris. Antes, cuando había sequía, al menos teníamos los acuíferos, pero este año se han secado”, explica este agricultor y jefe de la Cámara Agrícola del distrito de Yenisehir, en la provincia de Diyarbakir (sureste de Turquía). Según los datos de la Dirección General de Meteorología, durante el último año ha llovido un 20% menos de lo normal en todo el país. Pero las medias son engañosas: mientras en la costa norte este verano caían lluvias torrenciales, otras zonas sufrían calor extremo, devastadores incendios y una persistente sequía. En el sudeste de Turquía, por ejemplo, durante el último año ha llovido entre un 50% y un 70% por debajo de la media de las últimas cuatro décadas. Los fenómenos ligados al cambio climático han empujado a que el gobierno de Recep Tayyip Erdogan ordenara este septiembre ratificar finalmente el Acuerdo de París, pactado en 2015.
La falta de agua ha provocado, cuenta Iskenderoglu, que la tierra no dé frutos: “Si normalmente una hectárea da 4.000 o 4.500 kilos de trigo o cebada, este año apenas han sido 500 o 600; pero se ha cosechado para forraje, porque las plantas no han dado cereal”. Los agricultores, además, se quejan de que las ayudas del gobierno no cubren ni una décima parte de sus pérdidas, en un año en que, además, la depreciación de la divisa nacional ha encarecido el abono, los fertilizantes, la energía y otros productos que Turquía debe importar. “Yo he perdido 300.000 liras (unos 30.000 euros) y hay muchos compañeros que no están pudiendo plantar porque no les llega para el abono. Todos estamos rezando para que llueva, porque si no llueve, la agricultura está acabada en este país”, cuenta.
Si la situación es mala en Turquía, donde nacen el Éufrates y el Tigris, curso abajo es crítica. “Está siendo un año brutal. No llueve y no tenemos pasto para el ganado. La tierra se ha desertificado”, se lamenta Mohammed Ibrahim, un agricultor y ganadero de la aldea de Al Guran, en la provincia iraquí de Nínive, en unas declaraciones recogidas por la ONG Norwegian Refugee Council (NRC). La falta de agua ha hecho que aumente la proporción de salinidad en aquellas reservas que quedan -embalses y acuíferos-, un grave problema que afecta a Irak a causa de la falta de mantenimiento de presas, sistemas de riego y red de depuración durante las últimas tres décadas, primero por el embargo al régimen de Sadam Husein y luego por la invasión estadounidense, los enfrentamientos sectarios y la guerra contra el Estado Islámico.
“El agua subterránea no pueden beberla ni los animales. Si riegas las plantas con ella, se mueren. Tenemos que comprar agua en bidones y somos una familia de 11 personas. Entre lavarnos, beber y otras cuestiones, gasto al mes unos 90.000 dinares (55 euros) en ella. Pero nosotros dependemos de la agricultura y la ganadería para subsistir, y estamos perdiendo nuestros animales y nuestra producción agrícola por esta sequía infernal. Así que he tenido que empezar a venderlos, antes tenía 30 y ahora solo dos (cabras)”, dice.
En toda la provincia de Nínive, la producción de trigo se ha reducido en un 70% y en la región del Kurdistán iraquí la agrícola ha quedado mermada a la mitad. En los humedales del sur de Irak, la pesca es cada vez más difícil.
“La situación en Irak es desesperada”, explica por teléfono Samah Hadid, representante de NRC para Oriente Medio, tras regresar de un viaje por el país. “En las zonas rurales no pueden producir y se están gastando buena parte de sus ingresos en comprar agua potable. Así que muchos están emigrando a las ciudades y se unen a los millones de desplazados por los conflictos anteriores. El gobierno iraquí está alarmado por la situación y lo está tratando de poner en la agenda regional, pero necesita asistencia técnica y financiera de los donantes”, resume.
Para Bagdad, uno de los principales problemas es la progresiva reducción del caudal del Éufrates y el Tigris, que atribuye a la política hidrográfica de sus vecinos. Turquía, donde se genera el 70% del caudal de ambos ríos, ha construido más de una veintena de presas desde 1980, incluida la de Atatürk, una de las mayores del mundo. La última en ser terminada, Ilisu, ha sido polémica por anegar una histórica ciudad y porque, durante su llenado, redujo tanto el volumen del Tigris que en Bagdad se podía cruzar a pie.
Por si fuera poco, Irán, que controla un 10% del caudal del Tigris a través de sus afluentes, ha acelerado su programa de presas en los últimos años, a fin de luchar contra las periódicas sequías que, este año, han llegado a provocar protestas. Pero la retención de agua, especialmente en el río Diyala, ha dejado prácticamente sin agua a la provincia iraquí del mismo nombre, donde su central hidroeléctrica no cuenta con suficiente caudal para funcionar y la escasez de producción agrícola ha disparado tanto los precios que a sus vecinos les sale más barato comprar alimentos importados, precisamente, desde Irán. “Si no llueve abundantemente en los próximos meses, la crisis no hará sino aumentar el año que viene”, sostiene Hamid.
A finales de agosto, 13 organizaciones de ayuda humanitaria, que incluía a Acción contra el Hambre, Mercy Corps y CARE International, entre otras, alertaron de que “12 millones de personas en Siria e Irak están perdiendo el acceso al agua, al alimento y a la electricidad” debido a la sequía extrema y al aumento de las temperaturas causadas por el cambio climático. El Éufrates, alrededor del cual se concentran las tierras agrícolas de Siria fuera de la costa mediterránea, ha visto su caudal reducido a un tercio, lo que también ha provocado que dos centrales que suministran electricidad a tres millones de personas en el norte del país prácticamente hayan dejado de funcionar.
Según un acuerdo de 1987, Turquía debe liberar 500 metros cúbicos de agua por segundo en el Éufrates, pero Siria denuncia que este año ese volumen se ha reducido a la mitad. Tanto Damasco como las milicias kurdo-sirias que controlan el noreste del país -a las que Ankara acusa de tener lazos con el grupo armado kurdo PKK- creen que Turquía está detrayendo agua intencionadamente. Ponen como ejemplo que, desde 2019, ha cortado periódicamente el flujo de la estación de Alouk -en manos del ejército turco y grupos afines-, que suministra agua potable a cerca de un millón de personas en áreas kurdas del noreste sirio. Una fuente gubernamental turca citada por AFP desmintió que esa reducción se deba a “motivos políticos” y la atribuyó a “la peor sequía” en décadas que sufre la propia Turquía.
En realidad, todo el norte y el este de Siria, incluyendo las áreas bajo control turco, se enfrentan a la escasez de agua. “Si la situación es mala para los autóctonos, para los desplazados es varios grados peor. Hace unos meses empezamos a notar esa falta de agua y empezó a tener un impacto directo sobre la población”, explica Francisco Otero Villar, jefe de misión de Médicos Sin Fronteras (MSF) para el noroeste de Siria. Al efecto en las cosechas, el alza de precios de los alimentos y la consiguiente inseguridad alimentaria que se ha notado en los demás países, la sequía en Siria, unida a las precarias condiciones en que viven los seis millones de desplazados por la guerra, ha provocado un aumento de las enfermedades. “Lo que se hacer es ir a buscar agua adonde hay, llevarla en camiones a los campos de desplazados y clorarla. Si no tiene acceso a este agua, la gente usa el agua de donde la encuentre o la que recoge en los techos de sus tiendas si llueve, porque no tiene dinero para comprarla embotellada. Muchas veces tampoco se hierve toda porque eso implica gastar en combustible o en madera”, indica.
Si falta agua para beber, aún más para lavarse o lavar la ropa, con lo que la falta de higiene, el hacinamiento en tiendas de campaña y alojamientos insalubres y el uso de agua contaminada ha llevado a un incremento de enfermedades como la diarrea, la sarna, algunos tipos de hepatitis y la Covid-19: “En MSF hemos reabierto cuatro unidades para el tratamiento del coronavirus. No es posible transferir a los pacientes a los hospitales porque todas las UCI están llenas y hay pacientes que fallecen esperando un ventilador”.
A todo esto se une un tremendo recorte del presupuesto con el que funcionan las ONG en el norte de Siria, que Otero Villar achaca a la inseguridad que provocó la ardua negociación para renovar el mandato de Naciones Unidas que permite la llegada de ayuda humanitaria a través de la frontera turco-siria y al “cansancio” de los donantes por el enquistamiento del conflicto: “Si las organizaciones que trabajan en los campos de desplazados no están financiadas, tienen que recortar. Y se ha recortado mucho en temas de agua y saneamiento. Nosotros intentamos paliar la situación, pero es imposible, no podemos cubrir las necesidades de agua de tres millones de personas”.
FUENTE: Andrés Mourenza / El País
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