Los hazaras otra vez en el punto de mira del fundamentalismo islámico

Los hazaras son un pueblo de habla persa, disperso en varias zonas de Asia, especialmente en Mashad, en Irán, en el Baluchistán pakistaní y, sobre todo, en el centro de Afganistán, y la montañosa región de Hazarayat que, literalmente, significa “tierra de los hazaras”. En este convulso país, aunque en el siglo XIX llegaron a ser el grupo predominante, ahora son la tercera minoría étnica, en torno al 10%, detrás de los pastunes, la mayoritaria, que suma el 40% de la población, y de los tayikos, el 30%. La Constitución afgana de 2004 reconocía 14 grupos étnicos, aunque hay bastantes más.

El origen de los hazaras está en los mongoles, y conservan los rasgos orientales y la piel clara que los diferencia de los otros grupos étnicos del país; también profesan la rama musulmana del chiismo, algo que ha derivado en Afganistán, de mayoría sunita, en una persecución encarnizada, con masacres y desplazamientos forzados desde hace siglos, algo que adquirió tintes de limpieza étnica con la caída del gobierno comunista de Najibullah, en la guerra civil que siguió con la llegada al poder de Rabbani, pero sobre todo con la conquista de Kabul por el Talibán, y la instauración del primer Emirato Islámico de Afganistán, de 1995 a 2001.

Con el regreso del Talibán al poder, después de veinte años de gobiernos tutelados por los norteamericanos, los hazara tenían razones para temer nuevos ataques contra su comunidad. Los ataques talibanes se cebaron en ellos en los últimos años del gobierno de Ashraf Ghani. En mayo de 2020, uno de estos ataques contra un hospital maternal se cobró la vida de 24 madres, niños y enfermeras, y un año después, en mayo de 2021, un atentado contra una escuela femenina en Kabul asesinó a 85 niñas e hirió a 147.

A la barbarie protagonizada por el Talibán y por sus aliados de Al-Qaeda, que también han puesto a los hazaras en su punto de mira, se les suma ahora el Estado Islámico (ISIS), enemigo encarnizado del régimen del emir Haibatullah Akhunzada, que en la última semana de septiembre de 2022 ha protagonizado un atentado suicida en el distrito de Dasht-e-Barchi, de Kabul, contra el centro educativo privado Kaaj, donde cerca de 600 estudiantes, mayoritariamente hazaras, hacían un examen de acceso. 35 de ellas, porque el ataque se dirigió hacia las chicas, murieron en el ataque, mientras que 80 sufrieron heridas de diversa consideración. Todo apunta a que fue un hombre el que entró en el aula, después de disparar contra los guardias que se encontraban fuera del centro, y detonó una bomba.

El régimen Talibán, por boca de su representante ante Naciones Unidas, Suhail Shayeen, fue rotundo en repudiar el atentado: “Condeno enérgicamente el horrendo ataque a un centro educacional al oeste de la ciudad de Kabul llevado a cabo por el enemigo de nuestro pueblo. Nuestro enemigo muestra su naturaleza cometiendo tamaña barbarie y todos deberíamos ser uno al condenar este horrible ataque. Los perpetradores no van a huir de la Justicia”.

Aunque la condena del Talibán ha encontrado fuertes contestaciones, como la de Samira Hamidi, responsable de Amnistía Internacional para Asia meridional, que manifestó: “El horrible atentado de hoy es el último de una serie de ataques perpetrados en zonas de predominio de población de la minoría chií hazara y un recordatorio vergonzoso de la ineptitud y el fracaso total de los talibanes, en cuanto autoridades de facto, para proteger a la población en Afganistán. Se deben tomar medidas urgentes para garantizar la seguridad de todas las personas bajo el gobierno talibán, especialmente los miembros de comunidades minoritarias”.

La activista por los derechos humanos recordó que en abril de este año también se produjeron una serie de explosiones en el mismo distrito kabulí de Dasht-e-Barchi, poblado mayoritariamente por hazaras, contra la escuela secundaria Abdul Rahim Shaheed y cerca del Centro de Educación Mumtaz, en la que murieron seis personas y resultaron heridas una decena.

FUENTE: Angelo Nero / Nueva Revolución

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