Desde que la historiografía comenzó, nuestro pasado ha sido siempre interpretado desde la perspectiva del momento del estudio, con los sesgos y prejuicios que ello conlleva. Y si de algo están repletos los siglos pasados, especialmente en nuestra parte del mundo, es de eurocentrismo, racismo y, por supuesto, misoginia. Lo mismo ocurre con el surgimiento del estudio de la historia como disciplina científica a principios del siglo XIX. No hay más que recordar la deliberada exclusión de pueblos y culturas ajenas a Europa. Y también de las mujeres.
Los sesgos afectan a toda la historia, pero más aún a la prehistoria, donde no existe documentación escrita contemporánea que nos ayude a entender el comportamiento y forma de vida de aquellas tribus. Así, durante siglos se nos ha contado como historia real el mito del hombre cazador-recolector, donde la mujer quedaba relegada al hogar, con la única función de la reproducción, la crianza y, en ocasiones, también se le atribuía la recolección. Por su parte, el hombre, con su fuerza bruta, era el cazador que proveía de alimento a la tribu.
La mujer cazadora, la norma
Sin embargo, los estudios no hacen más que demostrar algo totalmente diferente. Hace ya tiempo que sabemos que, de hecho, la fuerza bruta de los hombres influía bien poco, ya que lo realmente importante en la caza eran la estrategia y las herramientas utilizadas, sobre todo a la hora de cazar grandes animales. El último estudio que lo demuestra se publicó el pasado mes de junio. Bajo el título El mito del hombre cazador: la contribución de las mujeres a la caza en contextos etnográficos y publicada en PlosOne, esta investigación analizó 63 sociedades de cazadores-recolectores de todo el mundo (América, África, Australia y Asia) y echó de nuevo por tierra esos estereotipos sexistas.
El equipo estudió artículos académicos de los últimos 100 años y los complementó con evidencias de entierros de diferentes partes del globo. Llegaron a la conclusión de que el 79% de las comunidades tenían mujeres que cazaban animales de distintos tamaños y poseían herramientas y habilidades para ello. De hecho, en el 46% de las sociedades estudiadas, las mujeres cazaban animales pequeños y, en el 48%, animales medianos o grandes, y participaban en la enseñanza de las prácticas de caza. Más interesante, si cabe, es el hecho de que el estatus de caza de las mujeres no cambiaba cuando se convertían en madres. La investigación otorga un lugar especial a las mujeres cazadoras de Tsimane (Bolivia), Hiwi (Venezuela), Punan (Malasia) y Wopkaimin (Nueva Guinea).
Misma evidencia, diferentes interpretaciones
Marina Lozano, investigadora del Instituto Catalán de Paleoecología Humana y Evolución Social, explicó a El Periódico que la razón por la que hasta ahora se ha tenido una idea equivocada son precisamente esos sesgos de género y otros prejuicios actuales. De hecho, tradicionalmente, en los trabajos arqueológicos, se han interpretado de forma diferente los objetos hallados en función del sexo de la persona difunta. Así, por ejemplo, una punta de piedra cortante junto a un hombre se interpretaba como un arma. Sin embargo, junto a una mujer, se consideraba un adorno o incluso un cuchillo de cocina.
Además, cuando se encontraban tumbas con herramientas de caza, automáticamente se atribuían a hombres. Solo recientemente esto ha cambiado. De hecho, uno de los descubrimientos incluidos en la investigación fue el del entierro de una mujer adulta junto a sus herramientas de caza hace 9.000 años en la zona andina de Wilamaya Patjxa (Perú). También se estudiaron entierros desde el Pleistoceno tardío hasta el Holoceno temprano y el análisis sugirió que, en las Américas de la prehistoria, las mujeres eran hasta el 50% de quienes participaban de la caza mayor.
Finalmente, otro ejemplo es el de una tumba descubierta en Suecia en 2017, en el que se halló a una persona junto a un ajuar de armas y equipos asociados con guerreros. Se asumió que era un hombre, pero los estudios de ADN revelaron que se trataba de una mujer.
La guerra del relato: el mito del varón cazador
Como en todo lo demás, también el estudio de la historia ha estado siempre intoxicado por el patriarcado. Dar por hecho que una tumba con armas es de un hombre es solo un ejemplo de nuestra visión sexista sobre las sociedades antiguas. Al final, todo es una cuestión de relatos, recordemos, siempre creados a partir de sesgos y prejuicios ante la falta de pruebas reales. La filósofa Ana de Miguel analiza en Ética para Celia este mito del varón cazador que comenzó con Darwin, hombre de su época y, por lo tanto, tremendamente misógino, para quien las mujeres han sido entes pasivos de la evolución, meras espectadoras.
De hecho, resulta curioso que, según esa idea, los hombres tuvieran tiempo para todo, como expone De Miguel: “Los machos cazadores ‘debían luchar por la supervivencia en actividades peligrosas que exigían gran inteligencia’. Este motor de la especie, la caza, los condujo tanto por la senda del valor y el coraje, para cazar al mamut, como por la senda de la cooperación y la creación del lenguaje y las estrategias, para cazar juntos al mamut. […] Así que de la caza ha salido todo lo específicamente humano. Y, luego, se sobreentiende que aquellos cazadores, entre mamut y mamut, inventaron el fuego, la cesta, la rueda, el carromato, todo para llevarse el santo mamut a casa. Suena coherente y razonable este relato”.
Mientras tanto, las mujeres, quienes para Darwin eran inferiores y solo evolucionaban porque los hombres les transmitían sus genes, “solamente se dedicaban a procrear y criar, […] su papel no pasaba de la mera repetición de lo mismo: un hijo, teta; otro hijo, teta; y así hasta la muerte en algún parto un poco malo. […] Solo realizaban tareas pasivas y repetitivas. Al no necesitar pensar, sus cerebros no evolucionaron con la rapidez del cerebro de los varones”.
Kollontai: la mujer como motor de la evolución
Ana de Miguel contrapone este relato inventado por Darwin y aceptado durante siglos al creado por la filósofa rusa Alexandra Kollontai a principios del siglo XX. Kollontai dio la vuelta a toda la narración y consideró lo contrario: que la evolución la protagonizaron las mujeres. Demostró la fuerza de los relatos, ya que el suyo tiene el mismo sentido que el de Darwin. Ana de Miguel lo explica también con un tono irónico: efectivamente, debido a su capacidad reproductora, las mujeres “no salían con las partidas de caza de las tribus, sino que permanecían en un lugar estable con sus hijas e hijos. Cuando se les agotaban las provisiones, si es que las tenían, se convertían en las únicas proveedoras de alimento, por lo que tuvieron que desarrollar notablemente capacidades como la observación y la reflexión”.
El relato de Kollontai expuesto por De Miguel continúa con el sedentarismo: “Es muy probable que fueran quienes concibieran la idea de la agricultura y quienes empezaran a trabajar la tierra. […] Es más que probable que, al estar tan ociosas, les diera por revolver la tierra, trabajarla y hacerse de una vez sedentarias. De igual forma, las mujeres, al no salir de caza, debieron de haber sido las primeras arquitectas, constructoras de cobertizos para proteger y protegerse de las inclemencias del tiempo, de la noche; las primeras en practicar la artesanía, la alfarería y el hilado. Tanto estar mano sobre mano, de puro aburrimiento por no ir a cazar, comenzarían a probar pigmentos y a decorar sus vasijas y las paredes de la cueva, de modo que habrían sido las protagonistas de las primeras tendencias artísticas de la humanidad. También, al estar por allí tumbadas y sin nada que hacer, […] ‘se fijaron’ y aprendieron a conocer las propiedades de las hierbas, con lo que fueron las primeras farmacéuticas y médicas de la humanidad”.
FUENTE: Tania Lezcano / Nueva Revolución
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