La paradoja del absolutismo

A última hora de la noche del domingo (día de los comicios) el candidato presidencial opositor Muharrem Ince envió un escueto mensaje de texto al presentador de Fox TV İsmail Küçükkaya: “El hombre ganó”. La tensa batalla por el conteo de los votos había terminado. Por lo bajo y casi a escondidas, el SMS de Ince terminó con horas de especulaciones y versiones cruzadas y reconoció un resultado que se repite desde hace 15 años. El “hombre”, Recep Tayyip Erdogan, fue reelecto otra vez como presidente de Turquía.

El líder islamista recibió el 52,6 por ciento de los votos en las elecciones, frente al 30,6 por ciento de Ince. Nunca como esta vez Erdogan pareció tan cerca de la derrota. Las encuestas de las últimas semanas habían registrado un ascenso imparable de Ince, al frente de una inesperada coalición de socialdemócratas, islamistas disidentes y nacionalistas de derecha que amenazaba con erosionar la base electoral del oficialista Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP).

Además, el empuje de la izquierda y los movimientos sociales nucleados en el Partido Democrático de los Pueblos (HDP) parecía asegurar un parlamento de mayoría opositora. Aunque el HDP mejoró su desempeño con respecto a la última elección y cosechó 11,7 por ciento de los votos, el entusiasmo no alcanzó y la alianza entre el AKP y la ultraderecha no sólo retuvo la mayoría legislativa sino que se aseguró la continuidad de una radical reforma constitucional.

Nunca como esta vez una victoria le dio a Erdogan tanto poder. A partir de ahora Turquía pasará a ser gobernada por una súper presidencia y abandonará el sistema parlamentario. En abril de 2017 el AKP logró aprobar por referéndum una serie de enmiendas a la carta magna con las que insistía sin éxito desde 2002. Para la oposición se trata del comienzo de una “dictadura unipersonal”, como la calificó el líder del Partido Republicano del Pueblo (CHP).

Nuevo sistema

Las reformas le permitirán a Erdogan concentrar poderes que antes se repartían entre el parlamento y el ahora inexistente cargo de primer ministro. De ahora en adelante, vicepresidentes y ministros serán elegidos por el mandatario de forma directa y sin necesidad de consulta parlamentaria. La presidencia tendrá además la potestad de disolver el cuerpo legislativo, imponer el estado de emergencia, y aprobar decretos ejecutivos sin control de otros organismos.

A esto se suman los cambios en marcha en la magistratura. A partir de esta “revolución democrática”, como la llama el propio Erdogan, el máximo órgano del Poder Judicial, el Consejo de Jueces y Fiscales, pasará a ser enteramente electo por el poder político. En el pasado, dos tercios de los integrantes de ese consejo eran elegidos por la Corte Suprema y los tribunales de primera instancia. Ahora, de 13 miembros, seis serán designados por el presidente y los otros siete por el parlamento.

Aunque la oposición podría, con mucha suerte, lograr la elección de alguno de sus candidatos, el oficialismo siempre tendrá asegurada la mayoría de este organismo clave. El consejo se encarga de designar, reasignar, investigar y eventualmente expulsar a cualquier juez o fiscal de Turquía.

“Ya no hay justicia”, dijo a The Economist el islamista opositor Temel Karamollaoglu, “la separación de poderes se terminó” (2-VI-18). Los cambios provocaron el rechazo explícito del 48,5 por ciento del electorado en el referéndum del año pasado, de la Unión Europea, de Amnistía Internacional, de Human Rights Watch y de otras organizaciones de derechos humanos.

“Una sola bandera, una sola patria”

Con esa frase resumió Erdogan el sentir de los 26 millones de turcos que lo reeligieron. Aunque el AKP perdió casi siete puntos porcentuales en la elección del domingo, su socio en el parlamento, el ultraderechista MHP, atajó esa caída al repetir su resultado de los comicios de 2015. La performance de esa formación fascista fue lo más sorpresivo de la jornada: en octubre pasado el MHP sufrió una fractura que dejó en la oposición a varios de sus cuadros principales. Según las encuestas, sólo iba a lograr la mitad de los votos que finalmente consiguió.

La situación probó la influencia que el discurso nacionalista, antikurdo y anticomunista mantiene entre el electorado. Las incursiones turcas en Siria y la represión encarnizada en el sureste del país contra los “enemigos de la nación turca”, permiten no sólo “suprimir cualquier oposición, sino fundar una nueva narrativa nacional que (re)úne las partes desilusionadas de la sociedad y la derecha organizada tras el liderazgo del partido del presidente”, señalaron los académicos Güney Işıkara y Alp Kayserilioğlu en un reciente análisis del creciente autoritarismo de Erdoğan (Jacobin, 22-III-18).

La potente fuerza aglutinadora del nacionalismo turco, presente en el país desde los tiempos del genocidio armenio, es la esencia del programa del MHP y uno de los recursos centrales del AKP desde que rompió los diálogos de paz con la insurgencia kurda en 2015. En estos tres años la apelación a ese sentimiento como medio para conservarse en el poder ha ido acompañada de la destrucción de ciudades y el desplazamiento forzado de medio millón de personas en las provincias de mayoría kurda, según cifras de Amnistía Internacional.

El International Crisis Group ha podido identificar más de 3.600 muertos durante estos últimos tres años de renovada guerra interna. Las organizaciones sociales hablan de un número mucho más alto de asesinatos y denuncian torturas y desapariciones forzadas. La ONU ha llamado a una investigación independiente ante las denuncias de “destrucción masiva, ejecuciones y otras numerosas violaciones a los derechos humanos” en la zona.

En las ciudades de Cizre, Nusaybin, Sirnak y Yuksekova, las operaciones de contrainsurgencia del Ejército turco destruyeron entre el 50 y el 80 por ciento de los hogares, de acuerdo a denuncias del HDP. La peor parte de estos crímenes ocurrió a fines de 2015 y durante 2016, sin embargo el gobierno impuso un estricto bloqueo informativo y capitaliza el conflicto bajo el pretexto de “aniquilar el terrorismo” y “proteger a la patria”.

Ruptura

Las elecciones del domingo estaban previstas originalmente para noviembre de 2019. Su adelanto, no exento de irregularidades, apuntó a sacar rédito de estos arranques patrióticos, que alcanzaron su clímax el pasado marzo con la ocupación por el Ejército turco de la ciudad kurdo-siria de Afrin. Durante la campaña electoral, la experta en política turca Ella George escribía para London Review of Books que “la victoria en Afrin podría energizar a parte de la base rural, religiosa y ultranacionalista del AKP”, pero el efecto se habría diluido si se esperaba hasta el año próximo (11-V-18).

La apelación a la patria y la denuncia de los múltiples y oscuros enemigos que la acechan son ahora omnipresentes en el discurso oficialista. Su protagonismo crece a medida que los resultados del gobierno en áreas más tangibles se tornan dudosos. Si bien la economía crece a un ritmo anual del 7 por ciento, la depreciación de la moneda y la alta inflación hacen estragos en los bolsillos populares. La extendida corrupción afecta la imagen de las autoridades, con el círculo íntimo de Erdogan salpicado por varios escándalos.

Este escenario hace poco probable que disminuya la violencia estatal. Las elecciones del 24 de junio llegaron, según George, “tras un período de represión y miedo que representa la más seria ruptura en la historia de la república turca”. A comienzos de este siglo Erdogan llegó al gobierno con la promesa de poner fin al conflicto kurdo que desangra al sureste del país. Quince años después, ese conflicto no sólo empeoró, sino que Erdogan exportó al resto del país el régimen de emergencia, la arbitrariedad y el terror estatal.

Tras el golpe frustrado de 2016, la población de las principales ciudades turcas, en el centro y el oeste del país, ha sido golpeada por una violencia estatal inaudita. Con las masivas purgas en la administración, la educación, el Ejército y el Poder Judicial, nadie parece a salvo. Los parlamentarios de la izquierda van a la cárcel y los medios opositores son cerrados uno tras otro. Turquía ostenta, desde 2016, el récord mundial de periodistas encarcelados.

Debilidades

La nueva victoria de Erdogan y la agresividad de sus políticas represivas esconden una creciente debilidad del poder. En el camino hacia el control total del Estado, el AKP perdió la legitimidad internacional de la que gozaba al comienzo, cuando la prensa occidental lo llamaba “islamista moderado” y lo proponía como modelo de democracia para Oriente Medio.

Además hay un hondo resentimiento entre las víctimas de sus excesos que ahora atraviesa a todo el espectro ideológico, como se vio este domingo. El propio oficialismo perdió diversidad interna y capacidad de movilización a medida que Erdogan marginó a quienes no se someten a su vocación de sultán. El ex primer ministro Ahmet Davutoglu y el ex presidente Abdullah Gül son ejemplos de esta caída en desgracia de los líderes del AKP.

En ese marco, entiende George, se puede comprender mejor el apuro del actual mandatario por un cambio de modelo: “El paso a un sistema presidencialista debe ser entendido como un medio de garantizar su propia posición en caso de que el AKP comience a flaquear”. Ese debilitamiento de la estructura partidaria se pudo constatar en la campaña por el referéndum constitucional y en la reciente reducción de los votos al AKP. El triunfo del domingo encierra la paradoja del absolutismo. El hombre nunca tuvo tanto poder, pero nunca estuvo tan solo.

FUENTE: Francisco Claramunt / Fecha de publicación original 28 de junio de 2018 / Semanario Brecha