La ofensiva militar de Turquía en Afrin parece que dominará la cobertura informativa de la región en las próximas semanas.
Lo cual no es una sorpresa. La operación está teniendo lugar dentro del mucho más amplio escenario de la guerra en Siria, con Rusia y los Estados Unidos profundamente involucrados. Por su parte, la ONU evalúa con ansiedad la magnitud del impacto en la situación humanitaria, ya de por sí desesperada, con un número de personas desplazadas que se cuentan por miles.
Pero de vuelta al otro lado de la frontera, en Turquía, un aspecto menos denunciado de la ofensiva contra Afrin adquiere formas de ofensiva nacional. La semana pasada, más de 150 personas, incluidos al menos cuatro periodistas, fueron detenidas en varios lugares en Turquía con el argumento de que habían criticado la operación contra Afrin en las redes sociales. Están siendo investigados por “hacer propaganda para una organización (terrorista)”.
Esta es la nueva normalidad en Turquía. Casi cualquier crítica a los funcionarios o a la política del gobierno se clasifica inmediatamente como una “amenaza a la seguridad nacional”, “propaganda terrorista”, un “insulto” o similar.
De hecho, desde el sangriento intento de golpe de Estado de 2016, las autoridades turcas han lanzado una gran campaña de represión. Ha sido amplia y aterradoramente indiscriminada. Se han abierto investigaciones criminales contra el asombroso número de 150.000 personas, acusadas de tener vínculos con la “Organización Terrorista Fethullah” que, según el gobierno, fue el cerebro del intento de golpe. Más de 50.000 permanecen en prisión preventiva. Miles más han sido detenidas, acusadas de tener vínculos con el PKK u otras organizaciones ilegales. Más de 100.000 trabajadores del sector público, incluida una cuarta parte del poder judicial y cientos de académicos, han sido despedidos arbitrariamente en virtud del estado de emergencia. Al menos 100 periodistas se encuentran en la cárcel, más que en ningún otro país del mundo.
Mientras tanto, numerosos académicos y otros trabajadores del sector público que aún no han sido despedidos o arrestados tratan de abandonar el país, como parte de una desalentadora fuga de cerebros de Turquía. Es difícil no ver todo esto como una vasta reacción oportunista contra los oponentes políticos (reales y percibidos), así como contra los múltiples críticos y toda persona que las autoridades de Ankara juzguen inconveniente.
Con ese fin, no es exagerado decir que toda la sociedad civil de Turquía ha sido atacada. Hacia finales de 2016, unas 375 organizaciones no gubernamentales (ONG), algunas de las cuales atendían a la ingente cantidad de refugiados sirios y personas internamente desplazadas en el país, fueron clausuradas a la fuerza por un decreto ejecutivo draconiano.
Y aquí es donde se vuelve personal, ya que mi homóloga en Estambul, Idil Eser, directora de Amnistía Internacional Turquía, es una de las barridas en esta depuración aterradora. Junto con su colega Taner Kılıç, presidente de Amnistía Internacional Turquía, y otros nueve activistas pro derechos humanos, está siendo juzgada por delitos de terrorismo. En base a la acusación, se dice que Idil está vinculada a tres organizaciones terroristas no relacionadas entre sí -a la vez que opuestas-. Algunas de las acusaciones en su contra se refieren a dos documentos de Amnistía emitidos antes de unirse a la organización.
Mientras tanto, Taner está acusado de ser miembro de la “Organización Terrorista Fethullah”. No hay una pizca de evidencia para corroborar esto. El reclamo principal de la acusación es que se descargó la aplicación de mensajería ByLock, que las autoridades turcas dicen que ha sido utilizada por gulenistas para comunicarse. Dos informes independientes, uno de Turquía y otro del Reino Unido, confirman que la aplicación nunca se descargó en el teléfono de Taner. A pesar de esto, ha pasado los últimos ocho meses en la cárcel.
Desde luego, sin duda se trata de un chanchullo. En Amnistía hemos tenido suficiente experiencia a lo largo de los años -en el Chile de Pinochet, en la Sudáfrica del apartheid- para reconocer un juicio por motivos políticos cuando lo vemos. Las autoridades tratan de dar ejemplo por medio de mis colegas para atemorizar, desanimar y anular a cualquier persona inclinada a perseguir el activismo por los derechos humanos.
Lo que resulta alentador es que nada de esto ha pasado desapercibido. Más de un millón de personas han firmado una petición para suspender el simulacro de juicio. Los gobiernos de todo el mundo, incluido el Reino Unido, han expresado su preocupación. Según algunas informaciones, Theresa May abordó sobre el asunto al presidente turco, Recep Tayyip Erdoğan, en una llamada telefónica la semana pasada. Todavía esperamos que el sentido común prevalezca y el caso sea sobreseído.
Pero, a menos que haya buenas noticias en los próximos días, estaré en el tribunal el miércoles para observar el último acto de esta farsa judicial, mostrando mi solidaridad y apoyo a mis colegas acosados.
Por lo general, el trabajo de Amnistía es defender a otras personas cuyos derechos humanos están bajo amenaza. El que ahora descubramos que somos nosotros mismos los que estamos amenazados en esta nueva Turquía represiva, nos da la medida del declive cada vez más pronunciado por el que se desliza el país.
Fuente: Kate Allen (directora de Amnistía Internacional en Reino Unido) / The Guardian / Fecha de publicación: 30 de enero de 2018 / Traducido por Rojava Azadi