Jinwar

Casas marrones, rectangulares, pintadas a pedazos de color lila, construidas con ladrillos hechos a mano, se asientan en tierras milenarias que parecen secas y sedientas a los pies descalzos. Casas con interiores decorados con lo poco que trajeron al llegar sus habitantes; acunadas del calor de hogar que brinda el vivir en paz, después de atravesar el infierno.

Jinwar significa “tierra de mujeres” en el idioma kurdo. Un pedazo de tierra que enmarca un pueblo, que ha ido abrazando y dando la bienvenida a mujeres y niños kurdos, independientemente de su religión, etnia y puntos de vista políticos. Un refugio que recibe a quien viene huyendo de una estructura familiar rígida, del abuso doméstico, de las violaciones. Mujeres que al quedarse viudas sin poder alimentar a sus hijos llegan aquí con la esperanza de una vida nueva. Para tantas es un resguardo de esperanza, un lugar donde comenzar después de tener la piel tatuada de los horrores de la guerra civil.

No puedo viajar ahí, pero puedo hacer uso del recurso que más me gusta que es el de la magia que se produce dentro mío, cuando creo que puedo viajar en el tiempo, aterrizar donde quiero y vestirme a modo. Así voy abriendo las sensaciones que me produce el espacio y comienza la creatividad de poder tejer una historia con lo que imagino. Desde luego, antes de llegar he pasado un par de días inmersa en todo lo que encuentro no solo sobre el lugar, si no de su gente.

Estoy al noreste de Siria, el cielo sobre mí es testigo de miles de años de historia, y el suelo es el reservorio de la grandeza de la cultura misma. Un suelo bañado del dolor que produce el derramamiento de sangre, las traiciones y el nacimiento de hijos huérfanos. Jinwar es la respuesta a todo eso y comenzó a construirse hace cinco años durante la guerra civil.

Han ido tejiendo un espacio donde permiten que los hombres hagan visitas durante el día, siempre y cuando se comporten respetuosamente con las mujeres, pero no pueden pasar la noche.

Trabajan por turnos; en la reja que custodia el espacio, hay mujeres que solo llevan un arma durante su hora de vigía, ya sea de día o de noche, por seguridad.

Así que para comenzar a sentirme en el espacio y mitigar el calor, me coloco una túnica larga, cubro mi cabeza y comienzo inhalando profundo, mientras siento el sol abrasador sobre mi rostro. De pronto, veo un mosaico de mujeres diversas, en medio de rostros marcados por el dolor, donde se vislumbra una sonrisa que brota al poder experimentar la libertad, la democracia y una nueva forma de vida.

Es curioso cómo apenas estoy familiarizándome con el lugar y ya entiendo cuál es mi lugar en la larga cadena de labores que hay que hacer para subsistir. Las sonrisas y las miradas van cobijando mi llegada y es con una rapidez extraordinaria que voy sintiéndome bienvenida.

Hoy me toca salir al campo a recoger la cosecha de papas, mañana me toca la cocina comunitaria y el miércoles ayudo en el hospital. Cada día, las labores se dividen, así que tomo mi cesto y me encamino siguiendo a Ilan; ella me sonríe como si me conociera; esa es la belleza que se borda en un espacio donde lo que hay son propuestas para una vida digna, abrazando y dejando atrás el más profundo dolor.

Responder quiénes son los kurdos es entrar en la complejidad de un grupo de pueblos que se llaman así mismo “pueblo de la montaña”. Son tan antiguos como la antigüedad misma, hablan cuatro idiomas distintos donde algunos no se entienden entre sí, unidos por un pasado étnico formando el mayor grupo de alrededor de treinta millones de seres humanos, sin Estado en el mundo. Viven en las fronteras de varios países como Irán, Irak, Siria, Turquía y hay los que viven en Rusia, en Alemania y en Armenia.

Hay suníes, chiíes, católicos y cristianos. Unos quieren la independencia, otros no, los hay extremistas y los que no lo son, por lo que hay muchas agendas kurdas sumando a la complejidad de su paso por la tierra. Un arco iris de posibilidades políticas, religiosas y culturales. Pero hay un grupo muy grande sobre todo en Turquía, donde son mayoría que tiene al menos el afán de aceptar a todos, de creer que se puede convivir en un espacio compartiendo distintas formas de abrazar la vida, donde las mujeres kurdas han tomado espacios políticos dentro de los contextos de la guerra jugándose la vida.

En el campo, mientras las manos tocan la tierra para arrancarle sus frutos, una chica de unos 30 años platica con otra. Muestran respeto haciendo una oración en agradecimiento antes de comenzar. Mientras, agachadas, van sacando los grandes tubérculos, van recordando a los yezidíes, un grupo religioso de cultura kurda que fue aniquilado por el Estado Islámico, matando a más de 7.000 varones porque consideraban que eran adoradores del diablo, y a las mujeres y las niñas la vendieron algunas muy pequeñitas en tan solo 4 dólares. En Sinjar (Shengaal) solo quedó el eco del dolor de la extinción y un recuerdo de un espacio del que pocos lloran entre Irak y Siria.

A pesar del “nunca más” a menudo repetido, una y otra vez, en discursos que cruzan todos los territorios, el genocidio dejo patente la necesidad de hacer algo y fueron las mujeres quienes se levantaron tomando las armas, donde los hombres no pudieron defenderse así mismos.

Cuando escucho esto, siento un golpe en el estómago, me percato que yo estaba al otro lado del mundo y que debí saberlo. Me duele mi ignorancia sobre hechos así de dolorosos, me avergüenzo mientras las oigo. ¿Por qué no escuche al mundo gritar como se debió de haber hecho? Sé que yo debí de hacerlo también.

Una nación sin territorio, extranjeros en distintas fronteras siempre amenazados con ser expulsados, una minoría que suma millones y que tiene como capital simbólica a Diyarbakir, ciudad habitada desde la edad de piedra, que ha absorbido durante siglos la riqueza de muchas culturas.

Cómo se comienza a habitar el corazón para dolerse con la historia de un pueblo, si no es conociendo su historia, así que al caer la tarde, mientras ayudo a preparar en la cocina comunitaria un platillo típico entre ellas, voy aprendiendo un poco. Usualmente lleva cordero, pero debido a que estos se han guardado para ocasiones especiales, debida la escasez, entonces se agrega solo la grasa que se ha guardado para darle sabor y se vacían más verduras, cociéndolas a fuego lento en salsa de tomate acompañándolo con arroz y un pan plano llamado naan. A mí me pasa que a través del paladar, del colorido y las texturas, es como comienzo a sentir los lugares, para ir tejiendo desde ahí un sentido de unidad con lo que escribo.

En esta cocina siempre hay un plato de alimento para quien lo necesite, como se ha hecho en tantos lugares donde se pone por delante la ayuda humanitaria antes que el color de la piel o de dónde se viene.

En las venas de estas mujeres corre la historia de un pueblo que se abrió paso al mundo en los confines de los tres ríos más importantes de esta zona, que son el Nilo, el Éufrates y el Tigris; un pueblo originario de la media luna. Ellos nunca quisieron ser imperio, no tenían pretensiones de aplastar a los demás, en sus propuestas políticas más recientes hay un afán de aceptar a los árabes, a los armenios y a todos. Un sueño plural sin tratar de ser hegemónicos porque ellos no lo son. No quiero decir que todos los kurdos tienen esta visión, pues hay también los extremistas, los que no están de acuerdo, pero sí es una gran mayoría la que piensa de esta manera.

Estuvieron antes de que la historia se hiciera historia, cruzando los confines de la tierra desde Babilonia, excluidos de los tratados impuestos por las potencias coloniales, tal fue el papel de Inglaterra y Francia que definieron las fronteras modernas de Oriente Medio, causando gran parte de los conflictos de esta zona.

A los kurdos una y otra vez se les ha traicionado y con las manos agarradas de un tratado entre 1920 y 1923 vieron las mentiras desapareciendo las firmas de un papel que no servía para nada, y que prometía un Estado kurdo que ahora nuevamente se repartía como botín.

Después de la Primera Guerra Mundial fueron usados a mansalva para propósitos políticos de distintos gobiernos, y hasta el día de hoy solo se tienen a ellos, pues al mundo no le interesa su paradero. Han muerto cientos de periodistas por publicar en kurdo, sumando además a una persecución lingüística, acompañada de un trasfondo político en Turquía. Se ha prohibido que usen sus nombres e incluso una parlamentaria cuando dio su primer discurso en kurdo le dieron 12 años de cárcel.

Me han dado posada en una casa donde vive una viuda con 5 hijos, una mujer de caderas anchas que protege a sus críos con la vida de ser necesario y lleva el nombre Fatima. No hay luz eléctrica todavía, pues ella tiene poco tiempo de haber llegado, así que al calor de las velas me cuenta sobre las fiestas más importantes de su pueblo, después de acostar a los niños.

Mi anfitriona es de Irak. Cada 20 de marzo, ella y cientos más se reunían al atardecer en las montañas que rodean Sulaymaniya, en el Kurdistán iraquí, comenzando con fuegos artificiales y cantos que elevan alabanzas al cielo. Me mira con añoranza mientras me cuenta sobre el traje tradicional kurdo con el que todos bailan al son de la música popular. El ambiente impregnado del aroma de los nardos y las charlas en torno a las hogueras, sentados sobre mantas de picnic para celebrar el primer día de la primavera que es el año nuevo llamado Newroz.

Estas celebraciones incluyen también la celebración de las luchas de los kurdos frente a la opresión en recuerdo de Kawa, un herrero que se rebeló contra el malvado rey Zuhak y liberó a su pueblo de la opresión.

Con la mirada atenta deje que me llevara de la mano por la leyenda que cuenta que la primavera dejó de llegar debido a la injusticia que imperaba en el reinado de Zuhak, hace cientos de años. El herrero Kawa encabezó un levantamiento contra el tiránico rey y le derrotó la víspera de Newroz. Al día siguiente, la primavera regresó al Kurdistán.

Para celebrar su victoria, Kawa encendió un fuego en la cima de una montaña para anunciar el fin de la opresión en el reino. A partir de entonces, cada año, el 20 de marzo se celebra el día en que Kawa derrotó a Zuhak y al día siguiente se conmemora el Año Nuevo y el comienzo de la primavera.

“Para doblegarnos, el gobierno Iraquí bautizó esa fecha con remembranza ancestral, como el día de la madre para quitarle fuerza, para ir enterrando el simbolismo que acompaña la fuerza de los kurdos”, me dijo con rabia en los ojos.

Yo pensé que esto no es nuevo, así lo han hecho las potencias los imperios, como lo hicieron los romanos con las fiestas de Sanhaim de los Celtas, encimando la fiesta de todos santos.

“Newroz es la prueba de que existimos”, continuó, y mirando a sus hijos hizo patente que se encargaría que ellos siguieran la tradición.

Ahí donde vive un kurdos se reprime su lengua y su cultura. Aplastando sus movimientos a favor de la autodeterminación o la autonomía. En Siria, miles de kurdos fueron despojados de la ciudadanía y privados de sus derechos civiles.

Recuerdo y tuve que buscar la fecha que en 2004 la represión de los derechos políticos y culturales, condujeron al primer levantamiento contra el gobierno de Bashar Al Assad. El gobierno Sirio aplastó violentamente estas protestas contra su marginación.

En Turquía, como respuesta a los levantamientos de los años veinte y treinta, y con el auge del nacionalismo turco, se prohibieron los nombres kurdos y se restringió su idioma. El gobierno designó a los kurdos como “turcos de montaña”, en un intento de negar su existencia.

“Hay un museo en Irak, en Suleymaniya que rememora los crímenes cometidos contra mi pueblo. La persecución bajo el régimen de Saddam Hussein es quizás el capítulo más conocido de la historia de opresión que ha sufrido mi gente. El museo se encuentra en la antigua sede de la división norte de la agencia de inteligencia del régimen baazista, donde miles de nacionalistas y disidentes kurdos fueron torturados y asesinados.

”Para castigarnos por ponernos del lado de Irán en la guerra Irán-Irak de 1980, Saddam Hussein lanzó una campaña genocida contra la población. Entre 1986 y 1989, el Gobierno iraquí lanzó la ofensiva de Anfal: bombardeó y destruyó pueblos kurdos, ordenó deportaciones masivas, torturas y lanzó armas químicas contra la población kurda. El 16 de marzo de 1988, un ataque con gas químico contra la ciudad kurda de Halabja mató a unas 5.000 personas”. A Fátima la voz se le entrecorta como si estuviera viviendo nuevamente lo que narra.

Y a mí, bajar la mirada es apenas un símbolo de compasión acompañada de vergüenza, sobre mis hombros aparece un peso que recoge el impacto de lo que escuchó en voz de quien ha tenido que huir con lo puesto, de reaprender una vez más como colocarse en este espacio nuevo donde hoy no solo se tiene ella, si no el cariño y la fuerza de un grupo, de una manada.

“¿Sabes? En Anfal se ordenó el asesinato de unos 100.000 kurdos. Hay una de las salas del museo que alberga un memorial a las víctimas del ataque genocida, donde se han colocado más de 100.000 piezas de espejo dentadas y adheridas a las paredes. En el techo se colocaron pequeñas bombillas para que brillen. Cada pequeño trozo de espejo representa una vida perdida y las luces simbolizan las miles de aldeas destruidas por el régimen de Hussein.

”Mi familia y yo huimos después de la derrota de Irak en la guerra del Golfo, los kurdos nos rebelamos contra el Gobierno de Hussein, en marzo de 1991, pero el régimen respondió enviando tanques y artillería a las aldeas y una de ellas era la mía. Entonces más de un millón de kurdos huimos a las montañas en busca de seguridad. Yo contaba apenas con 11 años y perdí a tres de mis hermanos en ese tiempo”.

“¡Es tan importante recordar nuestro pasado, que nuestros hijos lo conozcan para que no pierdan nunca su identidad!”, dijo con los puños levantados.

No sé qué ha pasado, sin darme cuenta he sido retirada del escenario, dejándome sedienta. Me queda pegado en el paladar la grasa de carnero de mi último alimento. Para mi existe la posibilidad de regresar, me falta tanto por preguntar y por saborear. Es imposible en un par de párrafos resumir la historia de este grupo de seres humanos extraordinarios.

Me he puesto a indagar sobre el museo y encontré que en 2017 se inauguró una nueva sección en el museo para conmemorar los crímenes cometidos por Daesh, nombre por el que se conoce al susodicho Estado Islámico en árabe y kurdo. Más de mil fotos de los muertos en Siria e Irak a manos del grupo extremista llenan las paredes del museo. Los retratos dejan claro el trágico precio de la guerra. La mayoría eran jóvenes, miembros de las fuerzas kurdas, los grupos más efectivos que luchaban contra Daesh sobre el terreno.

He leído sobre el hospital y el trato a los pacientes de Covid e incursionado en sus sembradíos de plantas y herbolaria para crear sus propios medicamentos. Será que regreso, me siento insatisfecha. Con uno solo que lea sobre este extraordinario pueblo siento que tejo mi deuda, una que aglutina el descuido por no estar atenta de lo que pasa en el mundo, mientras la vida para mi simplemente pasa.

FUENTE: Claudia Gómez

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