En agosto de 2013, viajé a las montañas de Qandil, en el Kurdistán iraquí (Bashur). Junto a Mehmet –a quien, en ese momento, conocía muy poco y, ahora, se convirtió en un gran amigo-, pisé un territorio casi desconocido para mí.
Llegar a Bashur fue una odisea y la entrada por el aeropuerto de la ciudad de Sulymaniyah estuvo previamente condimentada por una travesía que arrancó en Caracas, pasó por Frankfurt y Dusseldorf, hasta que un avión nos depositó en Kurdistán.
Durante el viaje, Mehmet me dijo dos cosas que, vaya a saber por qué, siempre me dejaron tranquilas: “Todo va a salir bien, hermanito” y “En las montañas, vas a dormir tan bien como nunca antes”. A ambas promesas las pude disfrutar.
En Qandil, la cadena montañosa que divide las fronteras impuestas entre Irak e Irán, se asientan las bases guerrilleras del Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK), una organización que lleva más de cuatro décadas luchando por la libertad y la autonomía del pueblo kurdo.
Además de conocer la historia y la lucha del pueblo kurdo y del PKK, en Qandil, disfruté un paisaje inabarcable para la vista: montañas con picos nevados, árboles frondosos que nos protegían del sol despiadado, ríos caudalosos que bajaban con fuerza y caminos sinuosos que convertían a las montañas en un laberinto que sólo la guerrilla sabía descifrar.
También conocí a Cemil Bayik, Riza Altun y Mustafa Karasu, tres de los comandantes históricos y fundadores del PKK, y a históricas comandantas, como Sozdar Avesta, que construyeron el camino hacia la liberación de las mujeres.
Al lado de una pequeña casa construida con paredes de piedras -la mitad por debajo del nivel de la tierra-, vi cómo dos jóvenes guerrilleros llegaban caminando por un sendero y, a los pocos minutos, el cuerpo inmenso –así me pareció en ese momento- de Cemil Bayik también se acercaba, con pasos largos y pesados. Después de Abdullah Öcalan, el líder del PKK encarcelado en Turquía desde 1999, Cemil Bayik es el dirigente más importante de la organización.
Antes de una reunión con otros comandantes, y después de tomar agua y ponerse colonia en el cuello –algo común por aquellas tierras para refrescar el cuerpo-, Cemil Bayik me preguntó cómo me sentía en Qandil, si me trataban bien, a qué me dedicaba, cómo estaba América Latina. No sé por qué terminamos hablando –traductor mediante- sobre nuestras épocas de estudiantes. Él me dijo que no había sido bueno, porque, de muy joven, abrazó la lucha kurda y dejó todo; yo le dije lo mismo, pero mis bajas notas eran por simple mérito propio.
De los días en varios campamentos en Qandil, me habían quedado bastantes fotos. Nunca las había publicado. Eso tampoco sé por qué. Tal vez, por seguridad, o por respeto, o porque nunca esos días se me habían venido tan encima como ahora.
De ese viaje, me quedó algo marcado en el cuerpo: el respeto y la admiración hacia el pueblo kurdo. Ese tiempo en Qandil, mientras un guerrillero se empecinaba en enseñarme las palabras básicas del kurmanji, otros me ofrecían té y comida todo el tiempo, y casi todos me preguntaban sobre América Latina y Argentina, una frase me quedó marcada. Después de visitar un cementerio de mártires de la insurgencia, un guerrillero me dijo: “La guerrilla kurda mira con los ojos del Che”.
FUENTE: Leandro Albani / La tinta