Recep Tayyip Erdogan, que sueña con convertirse en “el nuevo sultán otomano”, lleva años en los que ya ni siquiera se esfuerza en ocultar sus ambiciones expansionistas, apelando repetidas veces a las fronteras del Imperio Otomano y reivindicando como las fronteras nacionales de Turquía, Alepo y Mosul, además de regiones de Grecia, Georgia y todo Chipre, cuyo norte ya ocupan los turcos.
Erdogan, que se define como nacionalista conservador para sortear las leyes seculares de Turquía, esconde un neo-otomanismo islamista. En la práctica, su partido, el AKP (Partido de la Justicia y el Desarrollo), muy cercano a los Hermanos Musulmanes, tiene el origen en dos partidos ilegalizados por querer aplicar la ley islámica en Turquía -el Partido Virtud y Partido del Bienestar-, y Erdogan actualmente tiene como aliados al islamista Gobierno de Acuerdo Nacional de Trípoli, en Libia, y a yihadistas radicales en Siria, que comparten trinchera con los dos brazos de Al Qaeda en el país: el histórico Jabhat Al Nusra (ahora Hayat Tahrir Al Sham) y la actual Organización de los Guardianes de la Religión (Tanzim Hurras Ad Din), parte de la Sala de Operaciones Incita a los Creyentes formada por los grupos salafistas más extremistas de la región. El pseudo-sultán, queriendo convertirse en el portavoz del sunismo e intentando expandir su influencia hacia todos los países que un día fueron parte del dominio otomano, mantuvo también buena relación, hasta que fue derrocado, con el islamista Omar Al Bashir, ligado a los Hermanos Musulmanes y que llegó a proteger a Osama Bin Laden.
Pero las aspiraciones neo-otomanas de Erdogan no se reflejan solo en alianzas y discursos. Actualmente, los turcos ocupan parte del norte de Raqqa, el norte de Alepo/Afrin, parte de Idlib, y en Libia se han establecido en Trípoli, violando el embargo internacional de venta de armas al país norafricano, e incluso intentando hacerse el control de aguas territoriales de su eterno enemigo Grecia.
Y es que los turcos llevan décadas creyéndose los amos de la región, porque hasta ahora nadie los ha detenido. En 1939, se anexaron el territorio sirio de Alejandreta/Hatay. En 1974, invadieron el norte de Chipre. En 2018, invadieron Afrin (norte de Alepo) de la mano de yihadistas radicales con total impunidad. No solo por la vía militar, sino que llevan años chantajeando a Europa con los refugiados, como si fuesen una moneda de cambio y no personas. Y ahora, en 2020, volvió a entrar con todo, esta vez en Idlib, para dar apoyo a los grupos terroristas más execrables que conoce el mundo en este siglo, mientras asesinaba con sus drones a los soldados del Ejército Árabe Sirio, que llevan una década desangrándose para impedir que los integristas de línea más dura se establezcan en Siria como lo han hecho en Afganistán.
Pero los aliados de Erdogan son tan extremistas -o débiles- que amenazan el éxito de sus aspiraciones, convirtiendo el territorio que controlan en ingobernable en un contexto global y económico oscuro a raíz de la pandemia del coronavirus. El presidente turco se enfrenta a tres frentes: Libia, Siria y el interno.
En Libia, aunque está haciendo una buena inversión tanto en el plano militar -enviando a 4.500 rebeldes desde Siria-, como en el económico -impulsando la inversión de 120.000 millones de dólares-, el Gobierno de Acuerdo Nacional es incapaz de frenar el hostigamiento constante del LNA, de Khalifa Haftar, apoyado por Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudí y Francia, que además está estrechando relaciones con Damasco para combatir juntos “al otomano” que ocupa ambos países. Ni siquiera la intervención turca y el entrenamiento que ofrece a soldados del GNA consiguen revertir la situación, que ya ha costado varios muertos al ejército turco (cuya información es siempre muy opaca, en este caso) y más de un centenar de yihadistas enviados desde Siria.
En Siria la situación es incluso peor para Erdogan. Tras aguantar una humillación considerable por Putin en Moscú antes de firmar un alto el fuego en Idlib, ahora sus aliados rebeldes y yihadistas se niegan a cumplir con su parte del alto el fuego.
Los rebeldes pro-turcos del Ejército Nacional Sirio y yihadistas de Wa Harid Al Muminin (Incita a los Creyentes) y de Hayat Tahrir Al Sham (Organización para la Liberación del Levante), han decidido no retirarse del sur de la autopista M4, sacrificando el sur de Idlib. El compromiso rebelde con el alto el fuego es tan poco, que obligaron a reducir el recorrido de la primera patrulla ruso-turca para asegurar la autopista que une Latakia con Alepo. Pera recurrieron a sentadas por parte de militantes armados, el sabotaje del asfalto, la quema de ruedas e incluso el despliegue de tanques. Las hostilidades han llegado hasta tal punto que los mismos rebeldes por los que Turquía ha sacrificado a sus jóvenes, matando a soldados sirios, atacaron el 19 de marzo una patrulla turca con un IED (explosivo improvisado) y armas de asalto, acabando con la vida de al menos un soldado.
Siria se está convirtiendo en un dolor de cabeza para Erdogan, no solo por el nulo compromiso con la paz que tienen los rebeldes, sino por la inestabilidad inherente al resultado de confiar la gestión en bandas de yihadistas, mercenarios y criminales de todo pelaje. El mismo 19 de marzo que rebeldes atacaban a soldados turcos, un coche bomba explotaba en Azaz. Lejos de ser un hecho anecdótico, hubo otro atentado en Tal Halaf (Heseke), y la misma semana asesinaban con una bomba al comandante de Ahrar Al Sham, uno de los grupos islamistas pro-turcos más fuertes en el norte de Alepo. A lo que hay que sumarle las consecuencias de no pagar a un ejército motivado por la yihad o por ser simples mercenarios: huelgas en Tal Abyad porque los militantes pro-turcos no están recibiendo sus salarios.
A nivel interno, el presidente turco enfrenta una falta de popularidad cada vez mayor por los sectores que no apoyan la intervención del país en Idlib (principalmente kemalistas del CHP), que son precisamente quienes salieron más reforzados en las últimas elecciones locales de 2019, arrebatando al partido de Erdogan, el AKP, las principales ciudades del país: Estambul, Ankara e Izmir. Y con el CHP, el presidente no puede jugar la carta de acusar a todo el mundo de gülenista para eliminar la oposición, porque el Partido Republicano del Pueblo además de socialdemócrata, es secular, no siguiendo a clérigos.
Si bien Turquía parecía, a finales de 2019, que podía salir de la recesión económica en la que entró en marzo de ese año, ahora con el coronavirus parece que va a volver a tener -como prácticamente todo el mundo- problemas. Solo que esta crisis deben enfrentarla con unos aliados descontentos: Rusia que ha demostrado su posición de superioridad en Idlib y una Europa hastiada de los chantajes de Turquía; el último, en la frontera griega donde las autoridades turcas, en consonancia con traficantes de personas, enviaron cientos y miles de migrantes de forma irregular.
Erdogan tuvo un momento en el que se vio como el hombre fuerte de Oriente Medio, haciendo y deshaciendo todo como quería. Sin embargo, la partida no ha terminado y las cartas se siguen jugando. Demasiada ambición puede ser lo que le cueste sus aspiraciones al intento de sultán.
FUENTE: Alberto Rodríguez García / Russia Today