Los contenciosos de Oriente Próximo se resolvían hasta hace un siglo en la Sublime Puerta, la corte del sultán otomano en Estambul. El todopoderoso presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, ha tenido que peregrinar ahora hasta el Kremlin para granjearse el favor de Vladimir Putin en Siria. La sustancial contribución del mandatario ruso a la victoria del régimen de Bachar el Asad y la retirada de las tropas de Estados Unidos anunciada por Donald Trump le autorizan a actuar como nuevo patrón regional para dictar la última palabra tras cerca de ocho años de guerra.
La rebelión ha perdido el conflicto civil. Desde la derrota en la batalla por Alepo Oriental, a finales de 2016, los grupos insurgentes no han dejado de retroceder. Pero el Ejército gubernamental sigue sin controlar aún una tercera parte del territorio. A medida que se ha ido internacionalizando, la contienda se hace interminable. Turquía, que respalda a grupos sirios insurrectos afines, mantiene también una entente de intereses con Rusia, que apuntala al régimen de El Asad junto con fuerzas expedicionarias de Irán y sus aliados chiíes.
Tras el inopinado repliegue estadounidense, la terminación de la guerra y la integridad territorial de Siria dependerán en gran medida de los pasos que Ankara pueda dar con anuencia de Moscú. La pugna final se concentra en Idlib (norte), reducto de la rebelión islamista, y en el tercio noreste dominado por las Unidades de Protección del Pueblo (YPG), milicia kurda que ha combatido al Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés) con apoyo de Estados Unidos.
En vísperas de la visita de Erdogan a Moscú, las YPG y sus aliados árabes en el Frente Democrático Sirio han desalojado al ISIS de Baghuz, la última población que aún controlaban en la desértica frontera oriental con Irak, provincia de Deir Ezzor. Cerca de medio millar de combatientes del Estado Islámico y unos 5.000 civiles fueron evacuados tras un acuerdo de rendición similar al alcanzado durante la conquista de Raqqa, antigua capital de los yihadistas en Siria, en octubre de 2017.
En contraposición al avance kurdo en el valle del Éufrates, las fuerzas rebeldes proturcas agrupadas en el Ejército Libre de Siria han sufrido un descalabro en Idlib frente a la milicia de Hayat Tahrir al Sham, vinculada Al Qaeda. Pocas horas antes de la llegada de Erdogan a Moscú, una portavoz del Ministerio de Exteriores ruso lamentaba el “rápido deterioro” registrado en Idlib, rodeada por una franja desmilitarizada patrullada por rusos y turcos.
Putin parece haber dado largas a las aspiraciones territoriales de Turquía, que pretendía establecer una zona tampón en Siria a lo largo de toda su frontera. El asunto queda sobre la mesa mientras el Kremlin le recuerda a Ankara que aún tienen deberes pendientes para estabilizar la provincia rebelde de Idlib, como “liquidar a los terroristas” del antiguo Frente Al Nusra.
El mensaje del presidente ruso para que las milicias YPG -que ya solicitaron en diciembre la presencia del Ejército del régimen en la estratégica ciudad de Manbij ante una amenaza militar turca- alcancen una solución territorial con el gobierno de Damasco puede entenderse como una invitación al autogobierno kurdo. El diktat del nuevo patrón de Oriente Próximo es también un revés para la ambición de Erdogan de recobrar por la vía de los hechos consumados territorios que gobernaban sultanes otomanos hace cien años.
FUENTE: Juan Carlos Saenz / El País