Desde que se inició la intervención de Rusia en el conflicto sirio en 2015, el presidente Bashar Al Assad ha pasado de una situación claramente perdedora a consolidar su dominio en la mayor parte del país. A cambio, Vladimir Putin ha obtenido una presencia significativa en Oriente Próximo, una región que ha estado sometida históricamente a la hegemonía de Estados Unidos y en la que últimamente Israel juega un papel central.
Algunas noticias aparecidas recientemente en medios de comunicación rusos, y de las que se han hecho eco medios occidentales como la agencia alemana DPA y la americana Bloomberg, señalan que la luna de miel entre Putin y Assad atraviesa por un momento crítico, y que el primero desea resolver de una manera rápida y satisfactoria para los intereses de Moscú una situación que le causa quebraderos de cabeza.
El problema es que Putin no ve ninguna figura que pueda sustituir a Assad. La imagen del líder sirio se ha deteriorado mucho con el conflicto que comenzó en 2011, espoleado y alimentado por potencias occidentales y regionales, que derivó en una guerra civil abierta con la muerte de cientos de miles de personas y con el desplazamiento interno y externo de millones de refugiados.
Según distintos medios rusos, Putin estaría presionando a Assad para que mostrara una mayor flexibilidad en las negociaciones con la oposición, con el fin de lograr un arreglo político al conflicto, una posición que Assad rechazaría por verla inviable, al considerar que Siria no puede arriesgarse a una reanudación de la guerra civil, un peligro que es muy evidente.
Las mismas potencias que incendiaron el conflicto jaleando a los insurgentes e invirtiendo dinero, armas e inteligencia a manos llenas, ahora indican al gobierno de Siria que la única manera que tiene de obtener inversiones para la reconstrucción es echando a Assad. Esas mismas potencias, por supuesto, no tienen otro plan de salida y parecen seguir creyendo que las cosas se arreglarán e irán como la seda si Assad desaparece de la escena de un día a otro por arte de magia.
El enorme sufrimiento causado con sus injerencias no les importa lo más mínimo, ni tampoco el sufrimiento que pueden causar a partir de ahora. La idea que acarician, ya sea por ingenuidad o por ambiciones hegemónicas, es establecer en Siria una democracia liberal que sirva de modelo a la región, con la inversión de miles de millones de dólares para la reconstrucción que ahora niegan a Assad: es decir, exactamente las mismas promesas que hicieron a Irak, país que ya goza de una vibrante democracia y de gran bienestar gracias a George Bush y sus aliados occidentales, y donde todos cenan perdices escabechadas por la noche.
Si acepta ese viejo juego, Putin podría tener la última palabra. No está claro que el presidente ruso vaya a aceptarlo, entre otras cosas porque acabaría con la presencia de Rusia en Siria, y porque va en contra de los intereses regionales de Moscú. Crear en la zona otro país fallido al lado de Irak no redundaría en beneficio de Rusia y sí en beneficio de las potencias occidentales.
Aunque el portavoz del Kremlin Dmitry Peskov ha negado que Putin esté descontento con la resistencia de Assad a alcanzar un compromiso con la oposición, en varios medios moscovitas se dice lo contrario, sin aportar pruebas sólidas que lo demuestren.
Un reciente artículo en la Agencia de Noticias Federal de Moscú, a quien algunos analistas vinculan con el Kremlin, decía que Assad es corrupto y que no cuenta con un apoyo mayoritario entre su pueblo. El artículo fue recogido por varios medios pero pronto desapareció de la página de la agencia, una indicación de que probablemente no fue del agrado del Kremlin.
Días después, apareció otro artículo crítico con Assad en un grupo de presión vinculado al Kremlin, el Consejo Ruso para Asuntos Internacionales, donde se afirmaba que el gobierno de Damasco no tenía una política de futuro y no era flexible con la oposición. Tanto uno como otro artículo se interpretan en Occidente como indicaciones de un posible descontento de Putin.
En cualquier caso, los dos presidentes, Putin y Assad, se hallan hundidos en un pantano y a corto o medio plazo no se vislumbra que vayan a salir a flote. Esto significa sobre todo que los sirios van a seguir viviendo en una economía de guerra en la que no entrará dinero y por lo tanto no se producirá la urgente reconstrucción que necesita el país.
Además, si Putin arroja al líder de Damasco a los leones, la posición rusa en Oriente Próximo sufrirá las consecuencias y se iniciará un periodo de grandes incertidumbres, máxime si se tiene en cuenta que la “oposición” moderada son cuatro gatos mal contados, aunque cuenten con el apoyo incondicional de Occidente para establecer una “democracia liberal modélica” que parece una utopía irrealizable, directamente un delirio.
Por otra parte, si es cierto que Putin está presionando a Siria, también podría ser para que Assad adoptara algunas decisiones puramente cosméticas que le permitieran al presidente ruso decir a Occidente que se han hecho las concesiones razonables que podían hacerse, y hasta ahí hemos llegado. En esta lectura quedaría claro que Putin no quiere ni puede abandonar a su aliado sencillamente porque no existe ninguna alternativa viable a Assad.
FUENTE: Eugenio García Gascón / Público