En esta última entrega David Graeber reflexiona sobre el uso del lenguaje y la prosa de Abdullah Öcalan, el líder kurdo encarcelado desde 1999 en Turquía, como un hecho diferencial de su figura y su pensamiento.
Ahora, y hablando únicamente por mí mismo, creo que Öcalan se excede un poco aquí: me parece que la teoría del valor-trabajo revela una verdad más profunda, que el mundo que habitamos es en gran parte nuestra propia creación, y si Marx cayó en la trampa de los economistas políticos de su tiempo (y yo diría que, en cierto modo, sí que cayó) fue por considerar el trabajo generador de valor como algo necesariamente “productivo” más que como un asunto de cuidar, atender y criar. Aun así, no introduzco esta idea para concretar la diferencia entre la posición de Hardt y Negri, la de Öcalan, y la mía propia. En realidad, tengo una razón secreta para exponer estos pasajes en detalle: también quiero señalar la gran diferencia entre sus estilos de prosa.
La manera en la que se expone algo, en mi opinión, no es del todo ajena a lo que se está exponiendo. Vamos a analizar este punto más de cerca.
Hardt y Negri se expresan en el llamado alto estilo marxista clásico, que no sólo se escuda en lenguaje técnico extraído de varias tradiciones filosóficas, sino que también hace continua referencia a dichas fuentes de autoridad intelectual. Por supuesto, empiezan indicando cómo hacer una correcta lectura de Marx. Continúan destacando el peso de la autoridad intelectual (“innumerables estudiosos han reconocido…”) y acaban argumentando que ciertos autores (feministas en este caso) en realidad juegan un papel clave en la constitución de las realidades que están describiendo. Este tipo de lenguaje solo tiene algún sentido si asumes, como ellos ya han hecho, que los intelectuales como Marx o sus seguidores contemporáneos son, al menos en cierta medida, la voz de los movimientos sociales: ellos son los que cristalizan ese sentido común insurgente que empieza a brotar. Esto permite postular que la teoría del labor-trabajo de Marx era cierta cuando el movimiento obrero la adoptó, pero que las labores domésticas ahora se consideran parte del valor, porque los académicos y activistas feministas han obligado a la sociedad a reconocerlas como tal.
Pero obviamente estos intelectuales no sólo se dedican a informar a la gente (incluso a los revolucionarios) de lo que piensan, sino que también moldean y dan forma a ese conocimiento emergente. Podría decirse que, en cierto modo, crean nuevas realidades con sólo señalarlas. Por lo tanto, la combinación de exposiciones declarativas (“el trabajo productivo es esto”, “el imperio es esto otro”…), exhortaciones (“no debe jamás ser definido como”, “debe ser reconocido como”, “debe entenderse como”…), y el uso estratégico de oraciones impersonales para describir procesos históricos que parecen estar ocurriendo espontánea e inevitablemente: “toda medida fija de valor tiende a disolverse, y el horizonte imperial se revela como…”. A menudo, acaba sonando a una mezcla entre ensayo académico y manifiesto político. El lenguaje científico parece estar siempre a punto de convertirse en lenguaje profético, y a veces lo hace sin más miramiento. Esto no supone ningún problema para los autores, que actúan igual que los profetas hebreos. Según Spinoza, éstos crearon al pueblo hebreo al “organizar los deseos de la multitud” en torno a cierta visión de la historia. Del mismo modo, postulan Hardt y Negri, los pensadores revolucionarios pueden hoy en día invocar a un sujeto revolucionario, como si fuera un enorme, feroz y maravilloso demonio, con tan sólo pronunciar su nombre.
Öcalan ha decidido no tomar este camino.
El problema que tiene el planteamiento de Hardt y Negri es que sigue siendo vanguardista a efectos prácticos. Ambos están tratando de librarse del modelo viejo y explícitamente vanguardista en el que el Gran Teórico llega con un análisis estratégico para revolucionar a las masas; pero no está del todo claro cuán eficaz es este esfuerzo. Es cierto que ellos no son los líderes de este movimiento, pero escribir como si lo fuesen les otorga bastantes licencias. De nuevo, Öcalan no puede permitirse tal privilegio. El sí que es el líder de un movimiento revolucionario que en sus comienzos se basaba en principios vanguardistas. Por eso, tiene la precaución de escribir de modo que nada de lo que dice pueda utilizarse para crear ese tipo de autoridad doctrinaria.
Regresemos a la prosa de Öcalan, y observemos cómo se aleja de lo que antes he calificado de alto estilo marxista.
La primera y más obvia diferencia es que Öcalan siempre se preocupa en asumir, personalmente, un lugar en el contexto. En parte, claro está, se debe a las circunstancias en las que escribió sus obras más recientes. La única razón por la que a Öcalan se le permitió publicar esos libros fue porque, legalmente, tenía derecho a presentar testimonio y explicar el contexto de los crímenes de los que se le acusaba; todos los libros que ha escrito desde la prisión de la isla (Imrali, isla prisión en el mar de Mármara) son, como ya he mencionado anteriormente, declaraciones dirigidas al tribunal turco. Pero es evidente que ésta no es la única razón. El Manifiesto por una Civilización Democrática no parece tanto un manifiesto como una combinación única de historia, autobiografía y reflexión teórica que se alimentan entre sí. Fantasía infantil y visiones míticas se unen para precipitarse enfurecidas contra la injusticia actual, una visión que sólo alguien que ha pasado décadas encerrado en una celda contemplando la naturaleza de la libertad humana podría plasmar de tal manera.
Siempre pensé que las cimas de las montañas eran el trono sagrado de los dioses y diosas y que las faldas de las montañas eran los pilares del cielo que habían creado en toda su plenitud, y siempre quise perderme en ellas. Cuando era joven me llamaban “el loco de las montañas”. Mucho después me enteré de que ese tipo de vida estaba reservada para el dios Dionisos y para los grupos artísticos y liberales de chicas (llamado las Bacantes) que viajaban siempre a su lado, y le envidiaba tanto… Cuando aún vivía en mi pueblo, siempre quería jugar con las niñas. Nunca me gustó la cultura dominante de encerrar a las mujeres en casa. Todavía hoy quiero participar con ellas en miles de debates abiertos, en juegos, en toda la espiritualidad de la vida.
Recuerdo cómo siempre saludaba a las mujeres libres de las montañas con la brisa matinal de las diosas y en añoranza trato de “darme sentido a mí mismo”. También recuerdo la inmensa rabia que sentía hacia los hombres (familia, clan y Estado) a causa de las muertes de montones de mujeres sudorientales que morían en accidentes de carretera mientras viajaban a otras regiones por trabajo de temporada. ¿Cómo es posible que las descendientes de la diosa tengan un destino tan trágico? Mi mente y mi alma nunca han podido aceptar esta derrota.
Volviendo al análisis de Öcalan sobre la mercancía, según esta perspectiva, lo que más impresiona es su emotividad, seguida del cuidado que pone en evitar que la profundidad de sus sentimientos y la naturaleza absoluta de su rechazo a las formas de poder existentes se conviertan en algún tipo de prescripción absoluta de lo que debe hacerse.
La mercantilización “abre el camino para la falacia, la extorsión y el robo”. La lógica de la mercancía se convierte en un desastre injustificado si se aplica a toda la sociedad: “la aceptación mental de la mercantilización de la sociedad supone abandonar la naturaleza humana. Y eso rebasa toda barbarie”. La perspectiva de una vida dentro de un sistema definido por esta lógica le “repugna”. Los revolucionarios que emplean el Alto Estilo tienden a evitar este tipo de expresiones, o en todo caso, las usan con frugalidad.
Algunos dirán que lo único que pasa aquí es que Öcalan es atípicamente sincero. John Holloway denomina a esto “el grito”. Los teóricos radicales, explica, describen las contradicciones del capitalismo global como si las hubiesen contemplado y razonado, como si, al haber examinado minuciosamente el funcionamiento del sistema y descubierto sus leyes internas, tuvieran finalmente que admitir que algo va terriblemente mal. Pero no es exactamente así. En casi todos los casos, el analista empieza a experimentar una intensa sensación, casi intuitiva, de que algo va muy mal. Un grito de horror, incluso, ante la violencia y el sufrimiento y la pura insensatez del mundo que nos rodea. Siempre empieza así. Comenzamos sintiendo ese horror y entonces tratamos de aplicar las herramientas de la razón para entender cómo es posible vivir en un mundo como éste. En tal caso, las pasiones que Öcalan expresa siempre están ahí, como si fueran el combustible que impulsa el motor de su argumento. Lo único que ha hecho Öcalan es tomar la inusitada decisión de revelarlas.
Creo que Holloway tiene razón; pero al confesar sus pasiones, la obra de Öcalan demuestra que incluso esta fórmula está incompleta. Después de todo, Holloway no nos habla sólo de horror, sino también de indignación. ¿Por qué retrocedemos ante las injusticias? ¿Por qué somos capaces de discernir esta “injusticia”? No es sólo un impulso espontáneo, como el de alguien que retrocede ante la visión del desmembramiento de un cuerpo. De ser así, podríamos concluir que el mundo es un lugar horrible y que más nos valdría hacernos adictos a la heroína o convertirnos en un Adventista del Séptimo Día. Debe haber, también, una sensación punzante en el fondo de nosotros mismos que nos diga que nada de esto es necesario, que una sociedad que no esté cimentada sobre tales horrores puede existir. La imagen de las niñas libres jugando en las montañas, inventándose las reglas del juego sobre la marcha, es la chispa que desemboca la indignación ante sus innecesarias muertes. En nuestra experiencia universal del cuidado materno, la razón y los sentimientos, la moralidad y la economía, la mente y el cuerpo, aún no tienen un precio y conforman un todo inseparable. Ésa es la chispa que necesitamos para indignarnos ante la imposición de una lógica de mercado. No se puede percibir lo inhumano que es el sistema a menos que se comprenda lo que realmente significa ser un humano.
En la expresión de todas estas pasiones (o quizás, debido a la propia intensidad de estas pasiones) Öcalan procura evitar las típicas afirmaciones y mandamientos categóricos tan propios del alto estilo marxista. Tiene “algunas dudas” sobre la teoría del trabajo-valor de Marx. Piensa que es “bastante discutible”. Más bien, se refiere a que está equivocada y respalda el fraude, el robo y la extorsión. Pero no es del todo cierto que esté equivocada, lo cual significa que podría ser correcta; es sólo que es muy poco probable. La mercantilización es violencia, llevada a extremos puede ir en contra de nuestra propia humanidad: los aspectos más genuinamente humanos de la creación de valor (el parto, el amor materno, lo social…) no podrían, y jamás deberían, ser cuantificados. Pero otros aspectos podrían serlo. Sólo que no de la manera en la que lo están siendo. Es posible que tengamos que inventar un nuevo sistema de medida. O si no, tendremos que inventar “nuevas formas de la economía del don” que rechacen por completo la lógica de la cuantificación. Y aun así podrían parecer imprecisas. Öcalan, precavido, deja el debate abierto; esto es una invitación al pensamiento creativo, y, dentro del movimiento kurdo, muchos ya han empezado a desarrollar estas cuestiones.
Cualquiera podría objetar: “pero al final, ¿acaso es tan diferente de Marx?”. Puede que Marx no mostrase tantas dudas, pero expresó con fuerza sus pasiones, y también renegó de instaurar prescripciones sobre la organización económica en una sociedad libre. Es cierto, pero también se podría argumentar que el rechazo de Marx provenía del mismo absolutismo que Öcalan rehúye. Al menos, así es como lo han interpretado los marxistas actuales: una revolución total implica que no podemos saber nada de lo que acontecerá tras la dictadura del proletariado, así que no tiene sentido tratar de imaginar los problemas que tendríamos que enfrentar. Si miramos hacia atrás en la historia, tal perspectiva es más espeluznante que tranquilizadora. Öcalan, sin embargo, no es un pensador totalizador y no piensa en términos de rupturas absolutas. El capitalismo no es nada nuevo. Es una nueva constelación de tendencias que han existido desde la Edad del Bronce. Por lo tanto, las cuestiones que necesitamos abordar no están tan lejos de la capacidad de nuestra imaginación. Podemos empezar a pensar en ellas, aunque no sepamos dónde pueden acabar tales pensamientos.
Para un revolucionario, para cualquiera que esté activamente involucrado en la lucha política, cualquier cosa que escribe supone una intervención política. Un ensayo o un libro, o incluso una publicación en un blog, siempre es una acción directa. Su cometido es provocar un efecto en el mundo, no simplemente exponer la verdad, sino elegir cómo y a quién lo dirige a fin de conseguir cambiar la actitud de la gente. Al abrazar la tradición anti-autoritaria, Öcalan también está rechazando todo cálculo utilitario que defienda que el fin justifica los medios, y contraataca insistiendo en que, en la medida de lo posible, tu intervención ha de ser modelo para el mundo que deseas crear. La acción directa es la desafiante insistencia en actuar como si uno fuese libre. Un hombre que está en la cárcel sólo puede hacerlo mediante palabras. Me da la impresión de que lo que Öcalan hace en sus obras no es sólo llamar a la sociedad a deshacer el trabajo de la mercantilización, esa violencia continuada que rompe la unidad de razón, la moralidad y lo que él llama “la inteligencia emocional”; también esboza una posible restauración de dicha unidad. Ésta es la razón por la que nos revela las pasiones que guían sus principios y por eso rechaza sistemáticamente el idioma de mando.
Por eso, muchas de sus intervenciones clave adoptan la forma de sugerencias, interrupciones, confesiones, narrativas que se resisten a una lectura bíblica o catedrática. Si no creamos un lenguaje nuevo que evite el racionalismo puro y la “espiritualidad incomprensible”, caeremos en la misma trampa en la que cayeron los anteriores movimientos revolucionarios, que no crearon nada más que una nefasta síntesis de ambas cosas:
Tengo que admitir con gran pesar y rabia que durante los últimos ciento cincuenta años hemos estado luchando en nombre de un positivismo vulgar y materialista condenado al fracaso. La lucha de clases fundamenta este enfoque. Pero esta clase, al contrario de lo que ellos piensan, no son los trabajadores y obreros resistiéndose a la esclavitud, sino la pequeña burguesía que hace mucho que se rindió y se adhirió a la modernidad. El positivismo es la ideología que ha moldeado la percepción de esta clase y lo que cimienta su insignificante reacción ante el capitalismo.
Pero el positivismo, continúa, también se ha convertido en un ídolo, y el marxismo en una especie de religión (una religión que sólo tiene sentido para la clase profesional-directiva, que inevitablemente, ha acabado dirigiendo las dictaduras marxistas del pasado). Los escritos de Öcalan intentan encontrar un punto de partida desde el cual trascender todo esto.
¿Tiene éxito en su intento? Es difícil de decir, medir el éxito en tales materias. Desde luego, las obras de Öcalan han desempeñado un papel clave al inspirar a uno los movimientos de transformación revolucionaria más amplios que se recuerdan.
Hay que ser muy precavidos. ¿Acaso el elemento subjetivo, el énfasis en la historia personal de Öcalan y sus emociones, no entrañan el peligro del ya clásico culto a la personalidad revolucionario? Es comprensible que los visitantes anti-autoritarios se sientan un pelín incómodos ante los retratos de Öcalan, colgados en hogares y oficinas de Rojava, o las referencias a “nuestro líder”. También hay que tener en cuenta que las tendencias autoritarias están en guerra con las anti-autoritarias dentro del movimiento, como no podría ser de otra forma, quizás, en todo movimiento revolucionario masivo (en contraste con esos movimientos perfectos que sólo existen en nuestra imaginación). En este sentido, Öcalan se erige como una especie de figura intermedia, un mártir viviente: el antiguo líder aún vivo cuya imagen se muestra en contextos políticos, en un mundo político lleno de imágenes de héroes muertos. Apresado por sus enemigos, consigue permanecer en un lugar intermedio, a pesar de todo. También es ese líder intelectual que anima a sus seguidores a rechazar todas las certezas que suelen surgir del rol de un líder intelectual, el patriarca que llama a los hombres a matar al patriarca que llevan dentro, la figura de autoridad definitiva, que alienta a los jóvenes a tomar una postura escéptica ante cualquiera que diga que sabe más que ellos.
Sería interesante preguntarnos a nosotros mismos cuánto tiempo tendrá que pasar o qué cosas tendrán que ocurrir para que la esfera intelectual trate a las ideas de Öcalan de la misma manera en la que tratan las de Walter Benjamin, George Bataille, Simone de Beauvoir, o Franz Fanon (por nombrar a unos pocos de los estudiosos involucrados en política que no fueron líderes de partido ni académicos), o incluso a un cómico como Slavoj Zizek. Pero en cierto modo éste es un empeño inútil. Cada día hay más académicos (al menos los que son críticos) que escriben sus propias obras en las que hablan como si fuesen a cambiar el mundo, en un contexto institucional diseñado para garantizar que no haya ninguna posibilidad de que eso ocurra. Las palabras de Öcalan son, ante todo, una forma de acción política, y sólo sus consecuencias pueden revelar su verdadero significado.
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FUENTE: David Graeber / Texto traducido por Sara Escribano / Editado por Silvia López / EL Salto Diario
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