“El Norte de Siria tiene que arder. Ya es hora de que conozcan la fuerza de los turcos”. Las palabras de Devlet Bahçeli, miembro del partido de extrema derecha MHP en el gobierno turco, resuenan en las pantallas de los hogares del norte de Siria, donde muchas familias siguen la actualidad a través de las cadenas turcas. En los tele-informativos se encadenan las imágenes de las tropas, tanques, y grupos yihadistas que el ejército turco ha estado agrupando en la frontera con la zona autónoma de Rojava, sobre la que Recep Tayyip Erdogan amenaza con lanzar una operación militar que establezca una “zona de seguridad” para proteger Turquía de la “amenaza terrorista kurda”*.
Mientras las fuerzas de defensa kurdas, árabes, asirias y armenias ligadas a la Federación del Noreste de Siria se preparan para una nueva fase de guerra y la población se organiza en milicias populares, emisarios estadounidenses negocian en Ankara para coordinar el establecimiento de la “zona de seguridad”, elaborando acuerdos de contenidos e implicaciones hasta el momento desconocidas. El desenlace de estas tensiones en una confrontación militar abierta supondría un salto cualitativo en el curso de la guerra de Siria. Un salto que bien podría poner fin a la revolución de Rojava tal como la conocemos, pero también significar la derrota del régimen de Erdogan y el gobierno AKP-MHP en Turquía.
Para comprender lo que amenaza con ser un nuevo capítulo en la interminable guerra de Siria, hay que ir más allá de los titulares y buscar el trasfondo de un conflicto con factores complejos, que interpela directamente a las fuerzas antifascistas, revolucionarias y democráticas de todo el mundo.
La ofensiva turca no tiene nada que ver con la seguridad
El argumento principal que el presidente turco Erdogan esgrime para justificar la operación militar es que las YPG / YPJ (Unidades de Defensa del Pueblo y de la Mujer) están hermanadas al PKK (Partido de los Trabajadores de Kurdistán), y representan una amenaza para la población y la seguridad del territorio turco. Sin embargo, no hay evidencias que demuestren la existencia de tal amenaza. La Federación del Noreste de Siria ha reiterado su insistencia en mantener una relación pacífica y diplomática con el Estado turco, y los únicos ataques que se han producido desde el lado sirio han sido respuestas de defensa a agresiones del ejército turco contra las posiciones de Rojava. Las verdaderas motivaciones de una incursión turca son muy diferentes.
En primer lugar, la revolución de Rojava representa un referente peligroso para el status quo turco y el proyecto presidencialista de Erdogan. El éxito de la revolución en el norte y el este de Siria da aliento a las principales fuerzas de oposición kurdas y de izquierdas al régimen turco dentro del país, además de llevar a un nivel superior la proyección internacional del Movimiento de Liberación Kurdo, al que Erdogan considera terrorista y su principal enemigo político.
En segundo lugar, una victoria sobre el campo de batalla que anexara una parte de Siria a Turquía, reforzaría las posiciones expansionistas y nacionalistas de Erdogan, que ha ligado su imagen a los anhelos de reconstruir la grandeza del Imperio Otomano. Tras el batacazo electoral en los últimos comicios municipales de junio, en los que la coalición de gobierno AKP-MHP perdió las dos plazas fuertes del país -Estambul y Ankara-, Erdogan necesita imperiosamente golpes de efecto que alimenten su popularidad entre los votantes, cohesionen su base social y trasladen el foco fuera del país, inmerso en una profunda crisis económica.
En tercer lugar, la ocupación del norte y el este de Siria permitiría “devolver” a gran parte de los millones de refugiados sirios que se encuentran en Turquía (y por los cuales el Estado turco recibe ingentes cantidades de dinero de la Unión Europea a cambio de no dejarlos pasar a Europa). La cuestión de los refugiados sirios ha sido objeto de conflicto político y social creciente en Turquía, y su traslado a las zonas de mayoría kurda supondría un doble éxito para Erdogan: ganaría popularidad dentro de Turquía y provocaría un cambio demográfico en el norte y el este de Siria, con la expectativa de debilitar la convivencia entre kurdos y árabes, y reducir el apoyo popular a la Federación Democrática.
En cuarto lugar, el territorio en el que Erdogan quiere construir su “zona de seguridad” es la zona que acumula mayores recursos petrolíferos del país, un aliciente poderoso no sólo para la maltrecha economía turca, sino también por el entramado empresarial construido en torno a la familia Erdogan, involucrada directamente en el mercado de los combustibles fósiles. El control territorial de esta zona reforzaría, además, la voz del régimen turco en las mesas de negociaciones sobre el futuro de Siria.
Sólo dos factores han impedido hasta ahora que el régimen turco intentara acabar con el proceso revolucionario en el norte y el este de Siria por la vía militar: la fuerza de la resistencia popular, y la cobertura que le ha otorgado la alianza táctica militar con Estados Unidos para la lucha contra el Estado Islámico (ISIS).
La revolución de Rojava camina en la cuerda floja de una guerra global
La alianza del movimiento kurdo con el imperialismo norteamericano es todavía objeto de debate en la izquierda de todo el mundo. ¿Cómo puede ser que un movimiento ideológicamente ligado a un partido anti-colonial y socialista como el PKK, haga frente común con el principal polo imperialista del planeta? Para poner luz sobre esta relación, hay que situarla en el desarrollo concreto de la guerra y su implacable lógica militar, más que quedarnos en un plano exclusivamente abstracto e ideológico.
La guerra de Siria hace tiempo que dejó de ser una guerra civil. Quizá nunca lo fue del todo. El inicio del conflicto, con las protestas contra el presidente Bashar Al Assad en el marco de la Primavera Árabe de 2011, abrió un caótico campo de juego donde todas las potencias hegemónicas globales y los estados de la región mueven pieza en el tablero de la guerra para defender sus respectivos intereses geoestratégicos, militares, políticos y económicos. Ellos ponen las armas y el dinero, la población pone los muertos.
Siria representa, por razones diversas, un enclave estratégico en Oriente Medio. Una posición que varios ejes de alianzas de conveniencia se disputan de forma directa o indirecta en el plano militar, pero también en el diplomático y el comercial. Por un lado, Estados Unidos, Arabia Saudita e Israel; por otro, Rusia, Irán y China. Basculando entre ambos bloques, está Turquía, que aprovecha su posición geográfica para jugar a dos bandas y, a pesar de ser el segundo ejército más grande de la OTAN, hace el papel de hijo díscolo dentro de la alianza, aproximándose a Rusia y favoreciendo su agenda dentro del campo atlántico.
El movimiento popular, democrático y de orientación socialista kurdo, que en 2011 aprovechó el vacío de poder en la región para tomar el control de las zonas de mayoría kurda en el norte de Siria, y que después de una exitosa campaña contra los yihadistas de Al Nusra (Al Qaeda) y del Estado Islámico, controla hoy un tercio del territorio, ha tratado de abrirse paso en las grietas de esta confrontación inter-imperialista y explotar sus contradicciones internas y externas en beneficio de su proyecto. Sus relaciones tácticas con los diversos bandos son fruto de esta estrategia y del propio desarrollo de la guerra.
Cuando las protestas contra Assad estallaron, rápidamente surgieron grupos de oposición al régimen vinculados a potencias e intereses extranjeros, actores que querían utilizar los grupos yihadistas para derribar a Assad y poner en su lugar un gobierno que se situara fuera del órbita de Irán y de Rusia, un gobierno que fuera favorable a la liberalización de sus recursos y que no supusiera una molestia para Israel. Entre el régimen y la oposición, el movimiento kurdo advirtió al sector opositor de que la militarización del conflicto haría imposible la democratización de Siria y que desencadenaría en una guerra sin final, y decidió optar por una tercera vía: asegurar la defensa de sus zonas y desarrollar su propio proyecto político sin atacar a ningún bando. Hasta el 2015, los círculos alrededor del movimiento kurdo fueron los únicos que se defendían a sí mismos, sin el apoyo de ninguna potencia extranjera. Durante cuatro años, repelieron las bandas yihadistas de Al Nusra, Ahrar Al Sham, y el Estado Islámico, dirigidas por agentes externos que buscaban, sin éxito, borrar el elemento kurdo de la ecuación siria.
En el 2015, la batalla de Kobane lo cambió todo. Las milicias kurdas de las YPG y YPJ resistieron durante 100 días a una ofensiva que el Estado Islámico iniciaba con clara superioridad numérica y militar. En un momento en el que las atrocidades de ISIS ocupaban las portadas de toda la prensa mundial, la resistencia de Kobane catapultó mediáticamente el movimiento kurdo a nivel internacional. Estados Unidos se vio en ese momento ante un dilema sobre cuál debía ser su apuesta en Siria, que hasta entonces no le estaba proporcionando los frutos deseados: podía abandonar Siria, podía seguir invirtiendo en los grupos salafistas vinculados a Turquía y Arabia Saudita, o podía también hacer un cambio de táctica y comenzar a apoyar las YPG y YPJ.
Así nació una alianza militar que se ha mantenido hasta ahora y que, a pesar de haber permitido a los kurdos sobrevivir al caos bélico y tener espacio para desarrollar su proyecto, resulta extremadamente problemática, ya que en el objetivo común de derrotar al Estado Islámico, une fuerzas con intereses contradictorios en relación Siria y en Oriente Medio. Imperialistas en el caso de Estados Unidos; socialistas y democráticos en el caso del movimiento kurdo. Las recientes presiones de Estados Unidos para que las Fuerzas Democráticas de Siria (FDS) dejen de proporcionar petróleo a Damasco, o los intentos para enfrentarlas con las milicias fieles a Irán, pueden ser leídas en este contexto. Pero igualmente, a la inversa, las crecientes tensiones que ha generado esta alianza en las relaciones entre Estados Unidos y Turquía en el seno de la OTAN.
El Imperio no tiene amigos
La fragilidad de esta alianza contranatura ha quedado, en cualquier caso, evidenciada una y otra vez. El ejemplo que lo demuestra mejor es la ocupación militar del cantón de Afrin, iniciada hace casi dos años. Una área al oeste del Éufrates brutalmente invadida por el ejército turco y sus bandas yihadistas, tras dos meses de obstinada resistencia popular, con la complicidad de Rusia y sin que la coalición internacional liderada por Estados Unidos moviera un dedo para impedirlo.
Ya mucho antes, cuando la victoria de las YPG/YPJ en Kobane había transformado el curso de la guerra, Estados Unidos estableció conversaciones con Turquía con la idea de que fueran sus tropas las que lideraran la marcha sobre Raqqa -capital del “califato” yihadista-, traicionando así la alianza con las Fuerzas Democráticas de Siria. Sólo el hecho de que el Estado turco resultó no estar suficientemente preparado para asumir una operación de esta envergadura, permitió que la relación entre las FDS y los estadounidenses continuara.
De nuevo, la volatilidad de esta alianza quedó en evidencia el pasado invierno, cuando el presidente Donald Trump anunció el fin de su intervención en Siria y el retorno de todas las tropas a casa. Decisión que si bien ha comenzado a materializarse con la disminución de efectivos sobre el terreno, tendrá un curso incierto debido a las contradicciones internas dentro del aparato político-militar estadounidense, y el desarrollo cambiante de la coyuntura global.
Los pueblos del norte y el este de Siria tienen, por tanto, razones de sobra para desconfiar de lo que pueden significar los acuerdos a los que han llegado a Ankara entre turcos y estadounidenses sobre la creación de una “zona segura” en la zona fronteriza. El Movimiento de Liberación Kurdo no es, en ningún caso, ingenuo respecto la naturaleza, objetivos y estrategia del imperialismo yanqui. El PKK y sus guerrillas llevan 40 años siendo atacadas por las bombas y las tropas de la OTAN, en una guerra que afecta a la población civil, que ha quemado pueblos enteros y que llena las cárceles de militantes políticos, familiares, periodistas y abogados. Todo ello con el silencio cómplice de la Unión Europea y Estados Unidos. Los mismos militares estadounidenses que, con una mano, dan apoyo aéreo en la guerra contra el Estado Islámico, con la otra ayudan a Turquía a ocupar las montañas del Kurdistán del Norte y del Sur, a cometer asesinatos selectivos de miembros de la guerrilla, como el del mártir Zeki Sengal, bombardear el campo de refugiados de Makhmur y perseguir a miembros del movimiento en todo el mundo. La alianza táctica militar en Siria con el Movimiento de Liberación Kurdo no les ha impedido tampoco mantener al PKK en la lista internacional de organizaciones terroristas. No sólo eso, sino que recientemente emitió una recompensa millonaria sobre las cabezas de tres líderes del movimiento, un gesto inequívoco que revela el carácter de su estrategia general.
La posibilidad real de desarrollar la hoja de ruta que el movimiento plantea (reconocimiento de la Autonomía Democrática por parte de Damasco, democratización de la República Siria y extensión de la revolución a Oriente Medio) dependerá, por tanto, de su propia fuerza y habilidad estratégica para resistir y abrirse paso en medio de este complejo y despiadado entramado inter-imperialista.
Tal y como expone el alto cargo diplomático estadounidense James Jeffrey en la publicación Foreign Policy, esta es justamente la clave de la política de Estados Unidos respecto a la cuestión kurda, Rojava y Turquía: distanciar progresivamente a los kurdos sirios del PKK y de los planteamientos políticos de Abdulah Öcalan, replicar en Rojava el mini-Estado títere gobernado por el clan Barzani en el Kurdistán iraquí, y hacer frente común con turcos y kurdos contra Rusia e Irán, sus principales enemigos en Oriente Medio y el trasfondo de todas sus intervenciones.
Una posible ofensiva militar turca representaría un punto de inflexión en este camino, pues de la misma manera que puede acabar con la revolución del norte y el este de Siria puede hacerla avanzar en Turquía. En efecto, para el régimen de Erdogan no será fácil ocupar el norte y el este de Siria. Las fuerzas de defensa popular llevan años preparándose a conciencia para este momento, y ya no son las milicias inexpertas de armamento precario de cuando empezaron. La población está altamente concienciada y movilizada, y las ciudades y pueblos han sido adaptadas para resistir a un largo periodo de sitio y facilitar la guerra de guerrillas. En el hipotético caso de que el ejército lograra tomar el territorio previsto, no sería un territorio fácilmente gobernable. Por otra parte, el comandante general de las Fuerzas Democráticas de Siria, Mazlum Ebdi, ya ha advertido que si se produce una incursión terrestre en cualquier punto de Kurdistán sirio, su respuesta será convertir toda la frontera en la primera línea de batalla y llevar la guerra a Turquía . Erdogan puede, por lo tanto, estar cavando su propia tumba con una aventura militar de enormes riesgos, que tiene el objetivo de aliviar su crisis interna y que sin embargo puede agravarla aún más, hundiendo su régimen de gobierno y abriendo paso a un nuevo ciclo político.
Lo que está en juego en Rojava es más que un nuevo desastre humanitario
Como hemos visto, la revolución del norte y el este de Siria avanza haciendo equilibrismos sobre la cuerda floja entre la posibilidad siempre presente de ser físicamente aniquilada sobre el terreno, y el riesgo de ser cooptada por fuerzas ajenas, neutralizando su contenido revolucionario. Camina constantemente entre contradicciones y peligros mortales, generando escenarios imprevistos y convirtiendo amenazas en oportunidades.
Lo que está en juego ante una nueva ofensiva de Turquía no es sólo una renovada catástrofe humanitaria, sino también el devenir de uno de los pocos referentes revolucionarios que el mundo ha visto desde el auto-decretado “Fin de la Historia “y el triunfo global de la contrarrevolución neoliberal. El Movimiento de Liberación Kurdo es, hoy por hoy, la única fuerza popular organizada de la región con una vocación revolucionaria. Representa un movimiento de masas con decenas de miles de cuadros disciplinados, apoyado en un bien arraigado apoyo popular de millones de personas, fuertemente organizado en el plano político y militar, y portador de una ética colectiva y de una visión ideológica que ha sabido actualizar los valores históricos de la tradición socialista. Su propuesta pretende superar las fronteras regionales y confrontar las problemáticas sociales en el mundo actual, oponiéndose a la crisis global del sistema mundo-capitalista, la emancipación de la mujer, la socialización de la economía, la fraternidad de los pueblos, el ecologismo, y la democracia directa. Por ello, el desarrollo de la guerra en relación a la cuestión kurda no sólo influirá en el futuro de Oriente Medio, sino que tendrá consecuencias más allá de sus fronteras, también en nuestro país.
El Movimiento de Liberación Kurdo sabe que el imperialismo no puede traicionarlos, porque no se puede traicionar una confianza que nunca se ha tenido. La única traición posible sería la de las fuerzas democráticas y revolucionarias de todo el mundo. Sólo ellas, sólo nosotros, en caso de que permanezcamos en silencio ante el intento de asesinar la revolución en el norte y el este de Siria, podríamos considerarnos traidores, pues como explica el líder de la guerrilla Riza Altun: “Estamos inmersos en una lucha anti-imperialista. Una fuerza anti-imperialista no puede decir que una fuerza imperialista le ha traicionado. Del mismo modo que el imperialismo global y los estados regionales representan su propia posición estratégica, el paradigma creado por el movimiento kurdo representa también su propia línea y posición. Los aliados estratégicos de nuestra línea son las fuerzas democráticas internacionales, las fuerzas sociales, las fuerzas contrarias al sistema”.
*Nota: Desde que se publicó originalmente este artículo, las negociaciones entre Estados Unidos y Turquía han desembocado en el acuerdo de implementar un centro de operaciones conjunto que ya ha empezado a implementar, con el visto bueno de la Administración Autónoma del norte y el este de Siria: una “zona segura” de cinco kilómetros de profundidad, aceptando la sustitución en esta área de las YPG/YPJ por consejos militares locales fieles a la Federación, la posibilidad de realizar patrullas conjuntas turcas-americanas en la zona una o dos veces al mes, y la negación de cualquier puesto de observación o presencia militar permanente del Ejército turco en suelo sirio. En ningún caso este acuerdo excluye, a medio o largo plazo, la posibilidad de una confrontación militar abierta entre las fuerzas de defensa del norte y el este de Siria y el régimen de Erdogan, que a día de hoy insiste en su retórica amenazante y presiona a todos los niveles para ocupar la totalidad del territorio y acabar definitivamente con el proyecto de Rojava.
FUENTE: Álvaro Urbano / Sin Permiso