Cómo luchan las mujeres milicianas en el Kurdistán sirio

Jin, jiya, azadi!, gritan las mujeres en Rojava, las combatientes con casaca militar que lucen el cabello trenzado y con flores. Son las milicianas que claman mujer, vida y libertad. Son los pilares del tramado que simboliza su peinado. Pero también las columnas vertebrales sobre las que edificaron y edifican su lucha y resistencia.

Rojava, que significa “poniente” en kurdo, alude al Kurdistán sirio (también existe el iraquí, el iraní y el turco). Sin embargo, en Rojava, los kurdos se han organizado de forma particular. Crearon la Administración Autónoma del Norte y Este de Siria, planteada sobre tres ejes claves: un sistema de gobierno horizontal (“Confederalismo democrático”), la igualdad de género y la ecología como modo de sustento. El pueblo kurdo, una nación sin Estado con unos 40 millones de personas en el mundo, es uno de los más antiguos. Se estableció en la Mesopotamia, entre los ríos Éufrates y Tigris, la cuna de la humanidad.

Ante las continuas amenazas de las potencias regionales, en Rojava funcionan desde 2012 las milicias populares femeninas y masculinas. Las integradas por mujeres han crecido en número desde que Estado Islámico intentó dominar esta porción del mapa con la institución del Califato.

Organizados en “Academias”, voluntarios se unen a las YPJ (Unidades de Protección Femenina) y YPG (Unidades de Protección masculina) para resistir la amenaza del régimen turco de Recip Erdogan y del régimen sirio de Bashar al Asad, en connivencia con los fundamentalistas islámicos.

En 2014, las primeras fotos en los medios de comunicación de las combatientes femeninas captaron de inmediato mi atención. Las llamaban “las vengadoras de Estado Islámico”. Ganaron fama por repeler a los yihadistas que las tomaron como esclavas sexuales a ellas, a sus hermanas, sobrinas, primas y asesinaron a sus madres, abuelas, padres y hermanos mayores de edad.

Ocurrió durante el genocidio de Sinjar (Shengal, aún no reconocido por la ONU) en el Kurdistán iraquí. Estado Islámico arremetió contra las familias yezidíes de Kocho, una aldea vecina habitada por yezidíes (primos hermanos de los kurdos, en cuanto a etnias). A los varones menores los tomaron prisioneros y los obligaron a convertirse al Islam. A los que no obedecieron, los fusilaron. Los terroristas se apoderaron de varias ciudades en Irak y Siria para instaurar el Califato, pero cuando quisieron entrar a Kobane, en Rojava, las mujeres se organizaron en estas milicias para resistir y repelerlos. Se detonaron entre ellos con el pelo suelto, provocándoles pavor a los terroristas.

Para Estado Islámico, las mujeres yezidíes representan el diablo. Creen que morir a manos de ellas significa irse al infierno.

La batalla de Kobane (septiembre 2014/enero 2015) fue heroica, pero además fue femenina y feminista. Las combatientes lo lograron abriendo fuego en el frente con los ojos delineados, la boca pintada y las uñas esmaltadas. Empuñaban sus fusiles AK-47, Kalashnicov, el arma característica de la zona; y disparaban con precisión cañones y morteros.

El AK-47 es el arma que luce la mujer con chaqueta militar y el cabello trenzado con flores en la portada de mi novela Rojava (2021, Penguin Argentina). La protagonista de mi ficción, Nané Parsehyan, una armenia criada en la Armenia soviética que viaja a Rojava en busca de su verdadero padre, me funcionó como argumento para desandar la historia del pueblo kurdo y el yezidí, para entender el complejo tramado sirio y para seguir desandando mi propio camino al origen, el armenio.

Estudié la organización de Rojava desde los sociológico, político, cultural e ideológico. Siguen los principios de Abdullah Öcalan, su líder, el revolucionario kurdo nacido en Turquía, preso y aislado en el mar de Mármara hace veinte años. Europeos y americanos viajan para estudiar el modelo de Rojava, aunque por estos lados resulta mucho menos conocido.

En Rojava, la lucha contra el patriarcado ancestral no sólo se bate en armas y la instrucción militar. La enseñan en clases que imparten sus líderes. Tienen que ver con el grito de libertad: jin, jiyan, azadî. El sistema de gobierno horizontal establece la elección de una líder mujer y un líder varón por cada cantón de Rojava; la igualdad de género donde se respeta la elección sexual; y la construcción de una sociedad con sustento ecológico, clave no sólo por la perdurabilidad del planeta, sino como resistencia ante la opresión capitalista.

Quien domina los recursos naturales, domina a los pueblos. En Rojava lo saben porque Erdogan desvió el cauce del río Éufrates para cortarles los recursos. La comunidad no se quedó pasiva. Organizó diferentes programas para recuperarla tierra arrasada por los bombardeos turcos, que continúan actualmente, la explotación de los recursos naturales y la sequía característica de la zona.

Uno de los planes Make Rojava Green Again (Hagamos que Rojava vuelva a ser verde, makerojavagreenagain.org), convoca a expertos del mundo y científicos para colaborar en proyectos ecológicos. De esta forma, comenzaron la construcción de viveros, huertas comunitarias, ingeniería para filtrar y reutilizar las aguas contaminadas y fomentar la reforestación.

Sin elección

En esta zona, el patriarcado está arraigado desde hace siglos. Las árabes, kurdas, armenias o yezidíes (ni bien terminan el colegio) deben casarse, convertirse en madres y servir al marido. A algunas las comprometen para la boda antes de recibirse en el colegio. Y, por supuesto, no tienen la posibilidad de elegir. Sus padres o abuelos lo hacen por ellas. Ser mujer, y ser una mujer joven, en esta cultura, es anularse como individuo.

Si bien el régimen sirio ha manifestado que nunca dará la autonomía a Rojava, los kurdos de la región ya han pedido a la ONU que los reconozca como región autónoma. Mientras los carriles de la política y las negociaciones entre estados y organismos internacionales siguen su curso, a veces demasiado lento, las mujeres de Rojava no descansan.

No pueden perder un día de sus vidas que consagran para defender su tierra. Los varones las acompañan. No compiten ni las dominan. La lucha se constituye por encima del género, de la etnia y de la religión.

Otros dramas

Aún existen tres mil cautivas de Estado Islámico que permanecen en casas de árabes en Turquía, Siria e Irak. Los llamados “coyotes” se hacen pasar por árabes y las buscan a cambio de sumas siderales que “pagan” sus familias, desesperadas.

Las cautivas no siempre corren la misma suerte. Si los coyotes logran dar con ellas, comienza otro periplo para “regresarlas”. Primero, atravesar los campos minados (aún quedan las municiones sembradas por los yihadistas en su retirada tras caer el Califato), y luego la parte más escalofriante del patriarcado. Sus propias familias las rechazan porque estas mujeres regresan “con su honor mancillado”. Ya no son vírgenes y sus padres y madres no las consideran dignas de volver al hogar.

Muchas se refugian en la ciudad de Jinwar, la ciudad de las mujeres, creada en Rojava para quienes han sufrido la violencia del patriarcado. Aquí pueden vivir y desarrollarse con sus hijos, pero ellos deben abandonar el lugar al cumplir la mayoría de edad.

El otro tema que trae la violencia en la región es que a muchos kurdos y yezidíes no les ha quedado opción que ir a vivir, o subsistir, en los campos de refugiados. Uno de los más grandes en Siria es Al-Hol. Este, como los otros, son “no lugares” que generan más crisis humanitaria. La participación de los organismos internacionales nunca es suficiente. Los refugiados llevan años habitando carpas o contenedores cubiertos de polvo -y lodo cuando se inunda- en condiciones sanitarias precarias, con todos los peligros que ello implica.

La pandemia recrudeció todavía más la problemática. Y todos, por supuesto, quieren regresar a sus hogares. Aunque muchos, la mayoría no tiene la garantía ni los medios para hacerlo. Espanto por donde se mire.

En los campos de refugiados no sólo viven las mujeres yezidíes o kurdas rescatadas de Estado Islámico, sino que también deambulan las mujeres de los yihadistas.

Algunas huyeron de las bestias y otras han ido a parar a los campos luego de que murieran sus maridos en combate o se inmolaran. Y aquí la otra paradoja y el horror.

Muchas son arrepentidas y se lamentan por haber sido “cooptadas” con las falsas promesas de los yihadistas, y haber sufrido el sometimiento y la violación. Además de no soportar ver cómo sus maridos llevaban a sus casas a las mujeres yezidíes y pedían a las otras esposas que las prepararan para violarlas y después debían cuidarlas y alimentarlas. Las mantenían encerradas en habitaciones para abusar de ellas, inclusive en manada.

En el otro extremo, las mujeres que llegaron a los mismos campos luego de que murieran los cabecillas terroristas siguen anhelando la reagrupación de Estado Islámico. Reciben órdenes de células clandestinas aún activas. Por lo bajo, les ordenan: “Aguarden en los campos hasta que les demos las instrucciones para volver”. Como las “arrepentidas”, viajaron al “Califato” desde Europa (generalmente en crisis con sus familias) para casarse con los yihadistas.

Las “arrepentidas” no pueden regresar a sus países de origen donde las acusarán de complicidad con el terrorismo internacional y las esperan para encarcelarlas. El problema es tan delicado como complejo. En los campos funciona “un mundo marginal dentro de otro mundo marginal”.

Mientras tanto, y pese a las continuas amenazas de las potencias regionales y el pivoteo de las internacionales, Rojava sigue latiendo como nuevo modelo de sociedad. Cada mañana muestran que se puede renacer de las cenizas con coraje, ingenio y organización. Y el dato principal, una marca de época, las mujeres son las protagonistas.

FUENTE: Magda Tagtachian / Revista Viva

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