“¿Que qué pienso de que otros musulmanes nos tengan por herejes?”, dice Haji Edmond Brahimaj Mondi, mientras toquetea el móvil. “Están en su derecho de respetarnos o no hacerlo”. Han transcurrido solo dos minutos desde que comenzamos a charlar con el dedebaba, o líder mundial, de la orden islámica bektashí en el salón de recepción de su sede mundial de Tirana -llamada en albanés Kryegjyshatay-, y de alguna manera comenzamos a percibir la verdadera naturaleza de lo que el propio Baba Mondi define varias veces como un camino místico del Islam relacionado con el alevismo chiita. “No somos una secta”, nos insiste. La tolerancia ocupa un lugar central en casi todas sus respuestas.
El albanés de 62 años que tenemos frente a nosotros, ataviado con el hábito blanco y verde de la máxima autoridad de esa cofradía aleví, fue oficial de las Fuerzas Armadas albanesas en los tiempos de Enver Hoxha, cuya tumba venimos de visitar en el llamado Cementerio del Pueblo de Tirana, junto a un antiguo chófer de uno de los ministros del dictador. Hasta 1991, Haji Edmond Brahimaj Mondi sirvió en Burrel y Peshkopy, y cinco años después se convirtió en derviche. El bektashismo es iniciático de manera que los fieles de esa tariqa -denominación árabe de las órdenes espirituales del sufismo- deben atravesar varios rangos jerarquizados en su camino espiritual. El de derviche es un nivel intermedio, anterior al de baba (padre), dede (abuelo) y dedebaba (bisabuelo).
A quienes desconocen la esencia de las creencias bektashíes, les suele sorprender que beban raki o vino, que no recen en mezquitas sino en lo que ellos denominan tekkes, que se opongan a la poligamia y a la segregación de las mujeres en los espacios de oración, y que, sobre todo, otorguen un papel central a la libertad de creencia del individuo. “Nuestras mujeres no se cubren y rezan con nosotros”, nos dice el dedebaba, a sabiendas de que esa es la clase de detalles que ayudan a establecer una frontera entre las prácticas de su cofradía y las de otros fieles del Islam. Eso y la insistencia con la que repiten que no se debe juzgar a los demás, y menos todavía, imponerles una fe. Ni siquiera están obligados a observar los cinco pilares tradicionales del Islam.
Ellos se tienen por musulmanes, aunque los suníes los cuestionan, no solo porque crean en los 12 imanes y se hallen influidos por las creencias chiitas, sino por la naturaleza abierta y antidogmática de su camino místico, fundamentado en la paz, la tolerancia y el amor. “No somos una secta separada del Islam”, nos dice Baba Mondi. “Pero respetamos a todas las personas, sin importar sus ideas políticas, su raza o sus creencias. Tenemos más deberes que el resto de los musulmanes y el principal pilar del camino que seguimos es actuar de acuerdo a las reglas morales de los cuatro libros sagrados. Respetar y amar a las otras personas es esencial para nosotros”. Durante su visita a Albania, el Papa Francisco no dudó en dedicar un espacio de su agenda a entrevistarse con el líder de los bektashíes, que del mismo modo atiende complacido a un periodista ateo que a un rabino neoyorquino. “Católicos, judíos, suníes… Todos los humanos son nuestros hermanos”, afirma el dedebaba.
A unos pocos kilómetros del Kryegjyshatay, el lugar donde mantenemos nuestra charla, en la calle George Bush de la capital de Albania, el presidente turco Recep Tayyit Erdogan financia a través de una organización conocida como “Diyanet”, la que se publicita como la mayor mezquita del país, bautizada como Namazgah. Se levanta sobre una superficie de 10 mil metros cuadrados. Junto a ella flamea una gran bandera de Turquía.
Contra el Islam político de Erdogan
Diyanet es la institución estatal oficial turca a la que se encomienda velar por las creencias, el culto y la ética del Islam, y administrar los lugares sagrados. Dicho así, no suena necesariamente mal. Lo que sucede es que esa organización funciona también como responsable de los asuntos religiosos de la diáspora turca, lo que la capacita para actuar, como de hecho actúa, al modo de una herramienta para promover la agenda del propio Erdogan y su Islam político. El canciller austriaco Sebastian Kurz ordenó, en 2018, el cierre de siete mezquitas construidas por Diyanet y deportó a 60 imanes vinculados a Turquía. Dos años antes, la policía alemana había revelado que los imanes de Erdogan estaban involucrados en el espionaje contra los seguidores de Fetullah Gülen. La propia prensa independiente turca ha denunciado que Diyanet está siendo utilizada como una organización de inteligencia al servicio del sátrapa que gobierna su país.
Es un hecho documentalmente probado que el dinero que Erdogan ha despilfarrado para desenterrar la presencia otomana en los Balcanes tiene por fin alentar los sentimientos pro turcos y extender su visión del Islam en países como la propia Albania. De Diyanet han partido perlas, como que las niñas pueden quedar embarazadas y casarse a la edad de 9 años, mientras que los niños a los 12 años.
No es un secreto, sin embargo, que los bektashíes detestan a Erdogan porque ven en él una nueva encarnación de los sultanes otomanos o, lo que es peor, la proyección humana del fascismo de los Lobos Grises o panturianistas. Sus hermanos alevíes de Turquía -muchos de ellos son kurdos- se hallan tradicionalmente próximos a la izquierda y son la bestia negra del Partido Justicia y Desarrollo (AKP) de Erdogan. Existen, además, viejas razones históricas que explican el desencuentro entre la tariqa sufí de Albania y cualquier cosa que recuerde al poder otomano, cuya simbología y viejas glorias trata el presidente turco de resucitar en medio de una crisis económica sin precedentes. “Es cierto que muchos alevíes realmente odian a Erdogan y el AKP, incluso si son turcos y tienen tendencias nacionalistas”, nos dice uno de los derviches que hallamos en Tirana.
Viejas heridas
En el caso de los bektashíes, el origen de este desencuentro guarda relación con la persecución que sufrieron en Turquía. De hecho, la tariqa fue fundada en Anatolia en el siglo XVI por Balım Sultan como un movimiento sufí y comenzó a extenderse, no solo al este de Estambul, sino por los Balcanes, gracias, entre otras cosas, a que era la orden oficial de los jenízaros, un cuerpo de infantería de élite del ejército otomano formado por cristianos secuestrados. En 1826, el sultán Mahmud II los prohibió en todo el imperio justamente por lo mismo, por sus estrechos vínculos con los jenízaros, de quienes recelaba. Muchos derviches fueron ejecutados y sus tekkes fueron destruidos con la ayuda de la élite religiosa suní y otras órdenes sufíes más ortodoxas. Otros se exiliaron a los Balcanes. Tras la fundación de la República de Turquía, en 1925, Kemal Atatürk prohibió todas las órdenes sufíes y cerró las logias. A partir de ese momento, su máxima autoridad estableció su sede en Tirana, con el respaldo del rey Zog I. Nunca han olvidado lo ocurrido.
Por la propia naturaleza abierta de sus creencias y sus tendencias secularizantes, estos musulmanes albaneses son, a menudo, detestados por los ultraconservadores wahabíes exportados por los saudíes y otras petromonarquías del Golfo. El Baba Mondi insiste en que la violencia que algunos asocian al Islam es abiertamente contraria al mensaje del Corán, y no duda en culpar de ello a la ignorancia. “Algunos imanes están utilizando las mezquitas para extender mensajes de odio y algunos países, como Qatar, están introduciendo a sus mulás para defender sus propios intereses”, dice. “Pero los principales problemas que hay tras esa violencia atribuida a musulmanes son la ignorancia, la pobreza y el extremismo. Ciertos países árabes como Arabia Saudita deberían hacer más para sacar a su gente de su incultura. Los intereses políticos de algunos ensucian la verdadera esencia de las creencias que dicen respetar. Nosotros pensamos que lo verdaderamente importante es nuestra condición humana, y el amor y el respeto debido entre las personas. No obstante, la culpa no es de la religión o del Islam, sino de los fanáticos y su falta de humanidad. Es también la sociedad la que está fallando”.
No existen cifras fiables de cuántos bektashíes hay en Albania. Un censo religioso elaborado en 2011, sugiere que más de la mitad (56,7%) de los 2,8 millones de habitantes de Albania se consideran musulmanes, en su mayoría sunitas; el 10 por ciento son católicos y el 7 por ciento, cristianos ortodoxos; el 5,5 por ciento afirma no tener religión y el 2,5 por ciento son ateos. En torno al 2,1 por ciento se consideran abiertamente bektashíes.
La caída en su número de fieles guarda también relación con la llegada al poder del maoista y antirrevisionista Enver Hoxha. En la década de 1950, el tirano impuso severas restricciones a las órdenes sufíes. Finalmente, en 1967, Hoxha prohibió completamente todas las religiones y cientos de clérigos de todas las confesiones fueron ejecutados, encarcelados o forzados a esconderse. A pesar de estas medidas draconianas, muchas familias mantuvieron vivas las tradiciones sufíes en secreto y los sheijs, que pasaron a la clandestinidad, continuaron enseñando, incluso a sabiendas de la suerte que correrían si eran atrapados. Según dice Baba Mondi, “fue una época oscura en la que nuestra cofradía se refugió en las casas de la gente. Rezábamos en familia, de una forma clandestina y secreta, dentro de nuestros hogares”.
Hubo de aguardarse a 1991 para que se levantara la prohibición de todas las religiones. Para aquella fecha, solo los bektashis y los halvetis tenían sheijs vivos. La sede de su tariqa era un hogar de ancianos en la época comunista, pero el gobierno se la devolvió y los pocos babas que quedaban se pusieron a enseñar una vez más, reclutando derviches entre los más jóvenes. En ciertos lugares como Macedonia, los bektashis siguen viviendo amenazados, claro que no por su gobierno, sino por la cerril orientación de las creencias de algunos grupos suníes. En otros lugares como Bosnia, su situación es aún peor por culpa de los misioneros salafistas enviados por países árabes.
FUENTE: Ferran Barber / Público
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