La cabellera suelta y los vaqueros ceñidos de Noura Abdo contrastan con el velo rojo que cubre el cuerpo entero de una joven rusa que se le acerca junto con dos pequeños. “La primera regla de este campo es que no pueden llevar niqab ni estar cubiertas de negro”, había explicado Noura, la directora kurda del campo, minutos antes.
La mujer de tez pálida y ojos pequeños quiere recordarle en árabe que su tienda tiene una filtración de agua y que lleva meses pidiendo que se la cambien, que sus niños están enfermos. Noura escribe los datos en su libreta y le asegura que al día siguiente enviará a alguien para que lo revise. La misma promesa la hace con otro grupo de mujeres que se le acercan para hacerle peticiones similares.
“Lo que más les preocupan son sus hijos, pero es imposible satisfacer todo lo que piden. Estos niños no viven en situaciones normales, no tienen los derechos de un niño normal”, reconoce Noura que, esta mañana de primavera en la que el viento levanta ráfagas de arena, hace un recorrido por la nueva sección de Al Roj, donde han sido reubicadas 300 nuevas familias.
Es en este campo ubicado en el extremo nororiental de Siria, a pocos kilómetros de la frontera con la región semiautónoma del Kurdistán iraquí, y en medio de los campos de petróleo que dominan la zona, donde se retiene actualmente a muchas de las mujeres europeas del Estado Islámico (ISIS), cuyos países se niegan a repatriar. En total, aquí hay 2.168 personas refugiadas.
La mayoría han sido trasladadas desde Al Hol, el campo refugio para las víctimas de la violencia del ISIS pero que, sin embargo, también acabó acogiendo a familias pertenecientes a esta organización, incluidas más de 12.000 mujeres extranjeras y sus hijos.
La violencia en Al Hol, donde las mujeres más radicales han pasado a tener el control sin que las autoridades puedan detenerlo, se ha convertido en una bomba de relojería.
“El campo de Al Roj no tiene la densidad de población que tiene al Al Hol y lo que se intenta es trasladar aquí aquellas mujeres que muestran menor nivel de extremismo y con las que se puede trabajar mejor”, explica Kino Gabriel, el portavoz de las Fuerza de Siria Democrática (FDS).
Las autoridades del nordeste de Siria llevan desde el 2017 reclamando a los países de origen la repatriación de estas mujeres que están en un limbo del que nadie sabe cómo saldrán. No están en la cárcel, tampoco están en libertad, no hay juicio a la vista y sus países de origen se niegan a asumir su responsabilidad. A algunas de ellas se les ha quitado incluso la nacionalidad.
La peor parte la llevan sus niños, que pagan un altísimo precio por los errores de sus padres. Este es el caso de Abdul Rahman, el hijo mayor de Luna Fernández Grande, una de las cuatro mujeres con nacionalidad española que viajaron a Siria para unirse al Estado Islámico. El chico de 13 años fue separado de su madre en febrero y llevado al centro de Al Houri, un espacio de reclusión que alberga a más de 8.000 niños mayores de 14 años que vivieron sometidos al ISIS y que tiene como finalidad ayudar en su proceso de desradicalización.
“Mi hijo apenas tiene 13 años. Debería haber una ley del menor que proteja estas acciones”, asegura Luna, que disimula su traje negro con una chaqueta invernal de color azul cobalto. Sostiene que el único pecado de su hijo es haber crecido en un cuerpo grande. “Él no tiene a nadie más que a mí”, insiste esta mujer de 34 años, con nueve pequeños a su cargo. Cuatro son niños huérfanos de otra pareja de yihadistas fallecidos.
“Si no nos quieren repatriar -dice Luna-, que abran las puertas y nos dejen ir”. Se niega a que sus hijos sean repatriados solos a España, aunque sí permitiría lo fueran los cuatro niños huérfanos.
Uno de los grandes temores de las autoridades del nordeste de Siria es que estos campos sean caldo de cultivo para la educación de los futuros yihadistas.
Las autoridades puntualizan que en campos como el de Al Hol la mayoría de los crímenes son cometidos por jóvenes de entre 17 y 20 años. Temen incluso que, a falta de hombres, los jóvenes puedan ser utilizados para fertilizar a otras mujeres y así seguir aumentando el número de niños que algún día lideren el Estado Islámico.
Más de 7.000 niños extranjeros crecen actualmente en campos o centros de reclusión. En Al Roj la mitad de la población son niños menores de 12 años.
“Esto es un absurdo. Mi hijo ni siquiera sabe cómo se hace eso”, dice Luna refiriéndose al acto sexual.
“Luna no ha visto a su hijo todavía pero lo verá. Estamos planeando encuentros al menos cada dos meses”, explica Noura. Otra oficial del campo reconoce que ha habido demoras en realizar las visitas, pero que ya se regularán.
Las responsabilidades de Al Roj se han multiplicado en el último año. Trescientas nuevas familias han sido reubicadas y se espera que otras cien lo sean en los próximos meses.
Sus tiendas de campaña o jaimas se han levantado en un espacio parecido a un campo de fútbol. Está distanciado del área donde habitan otras mujeres relacionadas con el Estado Islámico, que fueron reubicadas en años anteriores, incluidas las españolas.
Diferentes barreras y controles de seguridad las separan y no se les permite coincidir en las áreas comunes como el supermercado o la oficina donde reciben las transferencias del dinero, o hawala, con las que malviven.
Ellas explican que las dificultades económicas se agravaron durante el primer semestre del 2020, cuando la oficina que realiza las transacciones estuvo cerrada por la pandemia y el reparto de la ayuda humanitaria se hizo más lento.
A pesar de que el ambiente es diferente en Al Roj, y las organizaciones gubernamentales que apoyan a los niños pueden trabajar con mayor seguridad, el terror también habita en este campo donde algunas mujeres aseguran que duermen siempre en alerta, y si pueden con un cuchillo o tijeras a mano.
“Hay muchas clases de opiniones en este campo”, sentencia Kimberly Gwen Polman, de 49 años, que ha decidido no cubrirse la cabeza con el velo, como también ha hecho otro grupo reducido de mujeres.
“No escuchamos esas voces. No estamos de acuerdo con la manera que ellas quieren vivir y en lo que piensan”, dice en voz baja Kimberly, que tiene la doble nacionalidad estadounidense y canadiense.
Mientras muchas mujeres siguen fieles a sus prácticas netamente religiosas, el grupo al que pertenece Kimberly ha creado las llamadas noches puertorriqueñas donde cantan y bailan. “Welcome to Puerto Rico”, dice el cartel donde destacan dos palmeras pintadas con lápices de colores sobre una sábana.
“Buscamos cómo hacer felices a nuestros hijos, cómo alegrarnos los días y cómo vivir de manera saludable, porque hemos vivido bajo mucha presión estos últimos años. La televisión no estaba permitida, la música tampoco”, cuenta Widad, una alemana de 34 años que ha dejado de taparse su cuerpo y su cabeza con el velo.
“Usted no se imaginó esto”, dice Widad riendo, mientras pone en su televisor un vídeo musical de Maluma, “Maluma Baby”. Al preguntarle que si esta distracción, sugerida por los educadores, es una tendencia generalizada en el campo, baja la voz y niega con la cabeza.
La respuesta la tiene Noura, que dice que muchas mujeres afirman haber abandonado la ideología, pero es imposible saber lo que piensan.
Lo que preocupa a las autoridades y a las organizaciones internacionales implicadas en la gestión de este drama, es que la violencia en los campos vaya en aumento a medida que pase el tiempo.
Si las condiciones de vida empeoran, la radicalización será aún mayor, especialmente entre los niños, que son los que llevan la peor parte.
FUENTE: CatalinaGómez Ángel / La Vanguardia
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