Noche del viernes 15 de julio de 2016; seis horas de diferencia horaria. A las 15:35 (hora local) la periodista kurda Rosa Burç publicaba en Facebook: “Algo está pasando aquí en Turquía…”, un rato antes de cerrar voluntariamente -en este caso – su cuenta. Las respuestas a su comentario no tardaron en llegar y rápidamente las redes sociales empezaban a dar cuenta del clima que se estaba viviendo, principalmente en las ciudades de Ankara y Estambul, donde se dieron los hechos más violentos que daban inicio a lo que se creía, en un comienzo, era un auto-golpe orquestado por Recep Tayyip Erdogan, el aún presidente de la República turca. Toda la información que circulaba hacía vislumbrar el futuro aún más oscuro que le esperaría al país a partir de los nuevos sucesos.
Las llamadas telefónicas internacionales hacia y desde Turquía resultaban infructuosas o deficientes. Las comunicaciones fueron interrumpidas casi en su totalidad durante las primeras horas del alzamiento y las denuncias de bloqueos en el acceso a las redes luego se hicieron masivas; una práctica que se repite ante cada acción pública de magnitud que el gobierno turco pretende ocultar.
Desde Latinoamérica recibíamos algunos mensajes de compañeros y amigos confirmando que las calles se habían colmado de ultranacionalistas turcos, envueltos en banderas tan rojas como la sangre que empezaba a correr, clamando venganza y que otra vez la pena de muerte entre en vigencia para “limpiar el país de traidores”. “¡Dinos que matemos y mataremos!”, gritaron durante horas los partidarios de Erdoğan y esto, ya todos lo saben, no se trataba sólo de bravuconadas en medio de la euforia colectiva.
Los llamados que los Imanes hacían desde las mezquitas para que la gente salga a la calle a defender al gobierno sorprendieron a todos. Resabios del Imperio Otomano, que solía utilizar este método para transmitir las novedades al pueblo en tiempos de guerra. Durante toda esa noche, las 85.000 mezquitas de toda Turquía activaron sus altoparlantes incitando a la resistencia civil, lo que para muchos resultó inaceptable e incluso estremecedor al escuchar cómo se entremezclaban los conceptos de libertad y democracia con la jihad (descripta comúnmente como la obligación religiosa de los musulmanes).
Informaciones cruzadas, hipótesis, datos sueltos por doquier y sólo un par de certezas: los dos puentes sobre el Bósforo que unen el lado europeo con el asiático de la ciudad de Estambul, se habían cerrado y los militares que habían bloqueado el acceso, cruzando tanques y blindados, informaban a la gente que por intentaba pasar con sus vehículos, que las Fuerzas Armadas se había hecho cargo del gobierno y que debían permanecer en sus casas hasta que la situación se normalice. Nadie se hubiera atrevido a preguntar mucho más. Horas más tarde, los militares allí apostados abrían fuego sobre una multitud que se acercaba. Difícil era determinar los intereses de uno y otro grupo, sobre todo, cuando ambos lados decían estar defendiendo “la democracia reinante en Turquía”.
Los argumentos de los alzamientos militares siempre son más o menos los mismos. Nada nuevo. Aunque las imágenes que difundió OdaTV del momento en que cortaban y arrojaban la cabeza de un soldado desde el puente, resultaron desconcertantes para algunos y reveladoras para muchos otros.
Las vinculaciones entre el gobierno de Erdoğan y los grupos jihadistas que suelen recurrir a estas prácticas, abandonaron brutalmente el rango de teorías maquiavélicas para convertirse en la síntesis de un régimen que de este modo alimenta sus más retrógradas aspiraciones.
Mientras tanto, helicópteros y aviones F-16 generaban pánico al romper la barrera del sonido con sus vuelos rasantes en ambas ciudades. Sólo los expertos podían reconocer que no se trataba de detonaciones, aunque nadie pudo determinar si estaban piloteados por “rebeldes” o “leales” (como si eso hubiese podido aminorar el terror que generaron).
Las imágenes de las llamas que emanaban del parlamento en Ankara evocaron en muchos observadores, directos e indirectos, el incendio de falsa bandera del Reichstag en la Alemania nazi de 1933, un hecho que le permitió a Adolf Hitler acumular todo el poder necesario para su plan macabro. No es la primera vez que se lo asocia a Erdoğan con el Führer y los acontecimientos de los últimos tiempos exceden por mucho las caricaturas y los GIFs que son continuamente viralizados en las redes por sus detractores.
Las ventajas de construir un enemigo con nombre y apellido
La trama de personajes que se urde detrás de aquel intento de golpe, prolongado durante un poco más de siete horas y controlado, sólo formalmente, después de convertir en una carnicería las calles de sus principales ciudades, es compleja y repleta de nombres que difícilmente podríamos pronunciar. Vamos a detenernos sólo en Fethullah Gülen, un antiguo aliado del régimen, exiliado voluntariamente en Pensilvania (Estados Unidos) hace casi 20 años, contra quien Erdoğan descargó toda la responsabilidad de los acontecimientos.
Sus estrechos lazos construidos en tiempos de matanzas conjuntas y de imposición de las políticas neoliberales que caracterizan el actual gobierno, han quedado en el olvido y hoy Gülen es presentado como uno de sus principales enemigos, pero no el único.
El nombre de Gülen se asocia a un movimiento transnacional que se define “al servicio de la sociedad civil” y que se extiende por Asia Central, Extremo Oriente, América del Norte y del Sur, incluida la Argentina, Balcanes e incluso algunos países de África. Basado en la prédica de un islamismo “moderno”, ha sabido utilizar su elasticidad doctrinaria para ganar adeptos no sólo en aquellos sectores de una nueva clase media turca que pujan por recuperar el legado otomano y que no ve con buenos ojos la radicalización islámica que viene profesando Erdoğan, sino también un fuerte respaldo en el mundo político e intelectual por fuera de las fronteras de Turquía.
El gülenismo, conocido como Hizmet (el Servicio) también es definido como parte de un neocofradismo cuyo objetivo en la superficie es mejorar las condiciones científico-educativas en las comunidades locales, alentando la tolerancia interreligiosa y multiétnica. Al menos así se presentan.
Sin embargo, para el presidente turco el Hizmet, desde que han roto relaciones, se trata de una organización terrorista que ha buscado todo este tiempo liderar una suerte de Estado paralelo a través de todos los estamentos políticos, judiciales, policiales, educativos, mediáticos y militares del país.
En definitiva, el intento de golpe se terminó convirtiendo para Erdoğan en “una bendición de Alá”, como declaraba públicamente horas más tarde de iniciados los acontecimientos. Aunque al parecer Alá nunca trabaja solo y sus emisarios turcos que operan desde Ankara se encargaron en menos de 24 horas de iniciar la purga institucional más feroz de la que se tenga memoria en ese país.
Entre 265 y 290 muertos (no hay cifras ciertas) y más de 2.000 heridos en una sola noche, terminó siendo un número que rápidamente quedaba desdibujado cuando la cifra de detenidos en el último año asciende a 20.000 (aunque no se sabe con certeza), cuando más de 81.000 son los despidos que se ejecutaron, entre los que se encuentran 3.000 jueces destituidos, funcionarios, militares y abogados, y cerca de 30.000 maestros y profesores universitarios a los que se les retiró el título o fueron removidos de sus cargos.
El sector educativo privado, con más de 18.000 instituciones educativas cerradas, fue uno de los más golpeados por estas medidas y todas las sospechas han recaído en el ámbito preferido de Gülen, quien sostiene que el mayor problema del mundo es la ignorancia. En su convicción de poder solucionarlo, ha direccionado todos sus esfuerzos y millones de dólares en el desarrollo de la producción y el control del conocimiento.
Así mismo, casi 56.000 fueron los pasaportes revocados desde aquel momento, como “precaución contra el riesgo de fuga de terroristas”, impidiendo a sus ciudadanos salir del país legalmente, al tiempo que se intimó a miles de investigadores y académicos que se encontraban ejerciendo su actividad en el exterior, a volver de inmediato al país.
La purga comenzó en el Ejército, con la mitad de sus generales suspendidos y se extendió a los más altos niveles del Servicio de Inteligencia. Las restricciones y prohibiciones en los medios de comunicación se profundizaron, habiendo retirado la autorización para ejercer a más de 400 periodistas y luego de cerrar más de 130 periódicos, revistas, radios, canales de televisión y editoriales; 1.125 asociaciones civiles y 19 sindicatos fueron clausurados por decreto durante el primer mes después del intento de golpe. Aún están encarcelados más de 100 periodistas a los que no se les respetó el debido proceso. La cacería de brujas “gülenistas” continúa y parece no detenerse, pero no se acota a ellos. Hoy en Turquía cualquier opositor al gobierno corre la misma suerte.
El islam nuestro de cada día.
Sigue sin ser posible, al evocar algunas imágenes que se difundieron en la prensa mundial en aquella oportunidad –que mostraban a supuestos civiles parados sobre los tanques y otros tirándose al asfalto para impedir que avancen–, hablar de un pueblo que salió a la calle “en defensa de la democracia”, porque sencillamente en Turquía no hay democracia hace mucho tiempo y sobran las evidencias en este sentido.
Nada parecido a una manifestación espontánea de resistencia civil ante el intento de golpe que desde el gobierno se pretendió instalar como una acción que “tomó desprevenido” a Erdoğan.
Transcurrido un año de aquella noche brutal, queda más que claro que quienes habían tomado las calles eran los sectores más radicalizados y violentos del AKP oficialista, haciendo uso de una impunidad absoluta para desatar su ira contra todos aquellos que su mentalidad percibía como amenaza, sean refugiados sirios, kurdos, alevitas, laicos, gülenistas o cuanta minoría étnica, social o religiosa sea manifiestamente contraria a los designios de quien aún pretende convertirse en el nuevo Sultán de Turquía.
Sí es posible afirmar que fueron miles los que se sintieron convocados ante las llamadas, pero esta vez, en defensa de un líder que astutamente supo esperar los tiempos de fermentación necesarios de un proceso que combina el más rancio nacionalismo con la peligrosa dosis de un islamismo que se sintió desplazado y humillado ante la construcción de una república secular.
La República de Turquía está fundada sobre los principios de los estados “modernos”, formalmente democráticos y laicos y la “turquicidad” está anclada en estos conceptos, que han ido mutando en chauvinismo pero que hoy no tienen lugar si no es atravesada por los efectos narcóticos y aglutinantes de la religión. Y allí es donde radica la clave de aquel intento de golpe, que no fue más que un reacomodamiento interno del régimen de Erdoğan para continuar con su política de eliminar, a cualquier precio, a quien se interponga en su camino de alcanzar un sistema de gobierno absolutista. El aditamento islamista que le imprimió a todos los acontecimientos sucedidos desde ese momento, en tiempos de radicalización, exacerbación de los nacionalismos y todos los males que esto conlleva, dejó de ser una amenaza para convertirse en factor real de desestabilización de la región, que sólo trajo más violencia y destrucción incluso por fuera de las fronteras de Turquía. Los ataques en curso a los pueblos y aldeas de Rojava (el Kurdistán sirio) así lo demuestran.
La tercera vía como camino a la democratización
La “Nueva Turquía” que anunció Erdoğan al asumir como presidente en el año 2014, luego de ejercer como Primer Ministro desde 2003 cuando el Partido Justicia y el Desarrollo (AKP) ganó las elecciones sobre un discurso de respeto a la democracia, a los derechos humanos y a la libertad de culto, terminó de revelarse aquella noche del 15 de julio de 2016, al declarar la ley marcial y un toque de queda en todo el país.
A partir de ese momento, el gobierno decretó un Estado de Emergencia (OHAL) que se mantendría por tres meses pero que continúa hasta hoy. Un Estado de Emergencia que en nada modificó la vida de los casi 20 millones de kurdos que viven principalmente en el sudeste del país, a lo largo del territorio perteneciente al Kurdistán Norte (Bakur), ocupado por el gobierno de Turquía hace casi 100 años.
Sin irnos tan lejos en el tiempo, podríamos señalar el 7 de junio del año 2015 como el inicio de esta nueva etapa, fecha en la que se celebraron las últimas elecciones parlamentarias.
El acceso al parlamento de 80 diputados del Partido Democrático de los Pueblos (HDP, por sus siglas en turco), la única fuerza de real oposición a las políticas del AKP y Erdoğan, amenazaba con poner fin a la mayoría oficialista y frustraba las aspiraciones de Erdoğan para modificar la Constitución y poder virar hacia un régimen presidencialista. El HDP constituye no sólo el brazo político de la causa kurda sino la representación legítima de todas las minorías étnicas, religiosas, movimientos sociales, feministas, LGTB, ecologistas y organizaciones de izquierda de Turquía. Un obstáculo concreto para lo que el presidente turco tenía en mente.
Enfurecido por los resultados, el mandatario decidió anular los comicios y convocar a nuevas elecciones para el mes de noviembre de ese mismo año, apelando a todos los instrumentos que los fallidos sistemas jurídicos y democráticos de los estados modernos proporcionan a los regímenes para eliminar a sus enemigos, independientemente de cuan al este o al oeste del mapa se encuentren.
El gobierno turco echó mano a todos, incluyendo dos atentados en coordinación con grupos islamistas. Aunque nadie puede esperar que esto se reconozca abiertamente.
El primero de los atentados, en julio de 2015, culminó con la muerte de 32 jóvenes militantes socialistas pro-kurdos en Suruç, al que le siguió en el mes de octubre el mayor atentado de la historia de Turquía, durante una manifestación por “Paz, trabajo y democracia” convocada por el HDP en Ankara, que se cobró la vida de 128 personas y más de 200 heridos.
Con estos ataques y otros confusos episodios que el gobierno intentó endilgar a las milicias kurdas, Erdoğan pretendió aislar y cercar a sus rivales, rompiendo unilateralmente el acuerdo de paz sostenido durante casi dos años entre ambas partes, la última chance de resolver la cuestión kurda por la vía política.
De todos modos, sus esfuerzos en este sentido tampoco salieron como esperaba.
Pese a la campaña mediática sucia y a los continuos ataques a sus locales y partidarios, el HDP logró acceder nuevamente al parlamento turco a través del voto popular. Ya no serían 80 sino 59 los diputados que ingresarían. Un número importante pero no suficiente para bloquear la mayoría oficialista. No obstante esto, Errdoğan activó una nueva estrategia de eliminación de sus oponentes. En mayo de 2016, mediante una votación secreta apoyada por el resto de las fuerzas políticas (principalmente el CHP, Partido Republicano del Pueblo) se aprobó la ley que ponía fin a la inmunidad parlamentaria de la casi totalidad de los diputados opositores, lo cual liberó el camino para iniciar los procesamientos en curso de todos los diputados del HDP bajo acusaciones de complicidad con la guerrilla kurdo-turca del PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán).
Todo lo que sucedió luego de aquel 7 de junio de 2015 “fue el verdadero golpe de Estado en contra de la voluntad democrática puesta de manifiesto por el pueblo”, sostenía uno de los comunicados emitidos en aquel momento por el Movimiento Kurdo de Liberación, agrupado en la Unión de Comunidades del Kurdistán (KCK), la que incluye decenas de organizaciones de las cuatro partes del Kurdistán, incluido el HDP y el declarado ilegal PKK.
El comunicado agregaba: “Las fuerzas de la democracia no están del lado de ninguno de los bandos durante estos enfrentamientos (…) describir la lucha por el poder entre fuerzas autoritarias, despóticas y antidemocráticas como una lucha entre los que apoyan la democracia por un lado, y los que son enemigos de la democracia por el otro, sólo serviría para legitimar la existencia de una tiranía fascista”. Y es exactamente eso lo que ocurrió en Turquía a partir de ese momento.
A partir de septiembre de 2016 comenzó la intervención de casi todos los municipios de la región kurda, en los cuales sus gobernantes habían sido elegidos democráticamente con una tasa de voto que osciló entre el 65-90%. Los funcionarios fueron reemplazados de facto por “administradores” del AKP, no dejando margen de duda en cuanto a los propósitos de Erdoğan en su derrotero hacia el exclusivo monopolio del poder, sabiendo incluso que la resistencia armada de sus habitantes iba a ser un hecho.
Durante los últimos dos años, Turquía se enfrenta a una etapa marcada por el autoritarismo y la violencia extrema ejercida a través de las viejas pero aún vigentes prácticas del terrorismo de Estado, en perfecta combinación con una estructura institucional volcada a favor de los intereses de quienes hoy ostentan el poder.
Creer que lo que viene sucediendo en ese país puede sorprender al pueblo kurdo no sería exacto. Optar desde el primer momento por la tercera vía ante el conflicto demostró no sólo la prudencia sino la coherencia de su larga construcción, basada en la democratización de todos los niveles que hacen a la vida social, política y organizativa del país.
La síntesis fue clara: ni golpe ni dictadura.
El único camino posible, sostenían todas las organizaciones políticas kurdas, es una profunda democratización de Turquía y una solución pacífica de la cuestión kurda.
Por fuera de eso, sólo era posible esperar una agudización de la situación que muchos se atrevían a decir que podía desembocar inexorablemente en una guerra civil sin precedentes. Y los hechos ocurridos en el último año no hacen más que reforzar esa hipótesis.
“Si no tienes un lugar en la mesa, es probable que estés en el menú”
El co-presidente del HDP, Selahattin Demirtaş, declaraba en aquella oportunidad que haber esperado que un golpe de Estado contribuyera a la democracia, como muchos fantasearon durante las primeras horas del levantamiento, era algo ingenuo.
Al mismo tiempo, se encargó de dejar en claro que pese al aislamiento y a la exclusión de Abdullah Öcalan -el líder kurdo del PKK que se encuentra preso hace 18 años en la isla-prisión de Imrali-, éste ha realizado mejor que nadie una correcta interpretación crítica de los acontecimientos en Turquía, Siria y Oriente Medio.
Fue el propio Öcalan el que advirtió hace mucho tiempo que en la medida que la cuestión kurda siga sin resolverse el mecanismo del golpe se activará cada vez que el gobierno sienta amenazada su continuidad.
La liberación sin condicionamientos de Öcalan sigue siendo urgente si realmente se pretende una verdadera solución a gran parte de los conflictos desatados por el poder político turco. Algo que lamentablemente parece cada día más lejano.
Los aportes de Öcalan desde la prisión y la intermediación realizada por el HDP durante las negociaciones llevadas adelante con Erdoğan, fueron vitales para el proceso de paz que se había iniciado a partir del 2013; sin embargo, el presidente turco insistió en dejar nuevamente afuera del escenario político a los kurdos.
Mientras Demirtaş presentaba una “hoja de ruta” para superar esa situación caótica y realizaba un llamamiento para crear un Frente Democrático, Erdoğan excluía al HDP de las negociaciones. Sin dar demasiadas explicaciones, el 25 de julio de 2016 convocó una reunión de la que participaron dos de los tres partidos de la oposición parlamentaria. Aunque públicamente se anunció como un espacio para “crear mecanismos de diálogo político que produzca soluciones duraderas”, el principal objetivo era crear un Frente Nacionalista.
Y una vez más volvió a escucharse aquella frase que fue remera: “Si no tienes un lugar en la mesa, es probable que estés en el menú”.
Selahattin Demirtaş junto a Figen Yuksekdag, la co-líder del HDP, fueron detenidos cuatro meses después, en noviembre de 2016 y aún se encuentran encarcelados. La fiscalía pidió 142 años de prisión para él y 83 para ella. Los acusan de tener vinculaciones con la guerrilla kurda. Los mismos cargos enfrentan decenas de políticos del HDP que aún esperan en prisión sus juicios. El entramado judicial que permite esto da cuenta del nivel de corrosión e influencia directa del Ejecutivo en todas las instancias institucionales del país.
Formalmente para el resto del mundo, Turquía sigue siendo considerado un país democrático. Nada ha cambiado en este último año pese a un par de advertencias débiles y poco resolutivas de algunos organismos internacionales.
Será cuestión de “patearle el banquito”
A medida que iban transcurriendo los días, resultó cada vez más claro que el mandatario turco, a sabiendas de los planes de un sector del Ejército contrario a la islamización política llevada adelante por el gobierno del AKP, optó por un “dejar hacer”. Se apoyó en la convicción de que rápidamente, junto los “aliados” militares que aún conservaba el régimen, iba a poder desarticular esta intentona y aprovechar luego al máximo las circunstancias.
Sus cálculos no fueron tan errados, ya que el reagrupamiento de fuerzas lo terminó fortaleciendo luego de un franco decrecimiento de su popularidad. Sin embargo, sabía que ya no iba a poder dormir tranquilo ni siquiera abarrotando las cárceles de opositores, ni bombardeando obsesivamente las ciudades para aplastar la resistencia kurda.
Los frentes de oposición abiertos por Erdoğan a veces nos hacen pensar en un ser que está desquiciado por la obsesión de retener un poder que, lentamente, va escurriéndose de sus manos. Aportar a la OTAN el segundo ejército más poderoso del mundo y haber sido encomendado por Europa como el “misionero” de Medio Oriente para enterrar vivos a los refugiados, ya parece no ser suficiente para que el resto de los estados puedan seguir silbando bajito mientras continúa con los crímenes de guerra y la violación sistemática de los Derechos Humanos.
Ni siquiera sus antiguos aliados del CHP turco (Partido Republicano del Pueblo), quienes hace unos días -recientemente despertados por la preocupación de la falta de justicia- convocaron a una marcha de la que participaron cientos de miles de manifestantes llegados desde diversas ciudades del país y desde todos los barrios de Estambul. Bienvenida cualquier iniciativa de este tipo, pero es difícil olvidar que tan sólo unos meses atrás fueron los principales aliados de Erdoğan en el parlamento para el retiro de las inmunidades a los diputados del HDP y que, hasta el día de hoy, no han denunciado ni se han posicionado públicamente frente a la prisión arbitraria de miles de partidarios del HDP, incluidos sus máximos referentes. Mucho menos, acerca de los toques de queda sistemáticos y las masacres en el sudeste kurdo.
Ya nadie está a salvo del puño de hierro.
“No es nuestro trabajo hacer nada al respecto. Como kurdo, sólo estoy mirando qué pasa. No está mal ver cómo los turcos se matan entre sí”. Así es como resumía lo que estaba sucediendo Ozcan Mahmut, un joven de 28 años de Dersim, residente en Estambul, que como el de tantos otros kurdos, su destino desde que nació ha sido vivir en un “estado de emergencia” constante.
Perseguido, negado en sus derechos a su propio idioma y cultura, y resistiendo a la asimilación, Ozcan no ha podido encontrar, hasta el momento, otra opción más que vivir como un “desertor” en su propia tierra después de haberse negado a hacer el servicio militar obligatorio, que no sólo le impide en lo formal obtener un trabajo digno, a pesar de ser ingeniero mecánico, sino que lo hubiera condenado a servir a un Estado que masacra a su propio pueblo.
Turcos por nacimiento o por asimilación, lo cierto es que esos mismos soldados -la mayoría conscriptos utilizados por sus superiores y derrotados en ese intento de golpe del 15 de julio de 2016- fueron los que hasta antes de aquel día estaban destruyendo las ciudades kurdas del sudeste del país y acribillando a sus habitantes. Esos mismos que pudimos ver arrodillados y esposados por la espalda, semidesnudos y con claros vestigios de tortura física y psicológica a través de las imágenes que circularon, son los que luego fueron responsabilizados por todos los “excesos” cometidos en Şirnak, Cizre, Nusaybin o Silopi desde el 2015.
Los mismos que luego de empujar a más de 350 mil pobladores a abandonar forzosamente sus casas -debiendo dejar todo, incluso a sus muertos- fueron condecorados como héroes por defender a sangre y fuego la República de Turquía ante los inaceptables “intentos sediciosos de los terroristas kurdos”, que osaron declarar la autonomía de gobierno y organizar su autodefensa para resistir ante este nuevo intento de genocidio.
El espíritu de los dichos de Ozcan no difiere demasiado de lo que muchos otros kurdos percibieron en aquel momento: “A partir de ahora el pueblo turco va a empezar a sentir el puño de hierro del Estado, como lo siente hace años el pueblo kurdo”. Y nada más cercano a lo que ocurrió a partir de ese momento.
¿Deberíamos convencerlos de que el “deber ser” de lo políticamente correcto indica que hay que conmoverse siempre y en todo momento ante la barbarie? ¿Incluso cuando se desata contra los propios verdugos?
No existe una respuesta inequívoca, aunque quizás una buena parte de la sociedad turca haya empezado a comprender, de una vez por todas, que ya nadie está a salvo en la Turquía de Erdoğan y que la lucha de los kurdos por la libertad siempre los incluyó.
FUENTE: Nathalia Benavides/Kurdistán América Latina