Este 15 de julio se cumple el primer aniversario del intento de golpe de Estado contra el actual presidente turco, Recep Tayyip Erdogan. Los movimientos militares de aquella noche dejaron un saldo de 265 muertos y marcó un cambió en la historia política del país.
Luego del intento fallido para sacarlo del poder, Erdogan aprovechó la situación para aumentar su autoridad, la cual ya era fuerte, y convertirse en un líder que busca trascender la historia turca. Rápidamente, acusó de la intentona golpista al clérigo Fethullah Gülen -antiguo aliado y el cual lo ayudó considerablemente para llegar al poder-, de ser el instigador, por lo cual el Ejecutivo persigue a todos sus seguidores y exige a Estados Unidos la extradición del religioso, que vive desde hace años en Pensilvania).
Erdogan aprovechó la coyuntura para impulsar una reforma constitucional que transforma la forma de gobierno actual, que es parlamentaria, en una presidencialista, la cual le permitiría perpetuarse en el poder hasta 2029 y ostentar un dominio increíble sobre los poderes Legislativo y el Judicial, eliminando el sistema de pesos y contrapesos que rige en un Estado de derecho.
Desde aquel 15 de julio, el mandatario persigue a la oposición sin respiro. Basado en que Gülen estableció “un Estado paralelo” que intentó derrocarlo, aprobó el estado de emergencia, vigente hasta hoy en día. Las purgas que está realizando su gobierno del partido AKP ya ha dejado a más de 40 mil personas acusadas de conspirar en el golpe, despidió a más de 100 mil funcionarios públicos, prohibió las actividades de 1.500 grupos civiles, encarceló a 120 periodistas y cerró más de 150 medios de comunicación disidentes.
A esto hay que sumarle que le quitó la inmunidad a los parlamentarios opositores y que 12 legisladores del opositor prokurdo Partido Democrático de los Pueblos (HDP), incluido sus dos co-presidentes, se encuentran encarcelados, además del congresista Enis Berberoglu del Partido Republicano del Pueblo (CHP), recientemente condenado a 25 años de prisión. La persecución no se limita a los opositores civiles sino que avanza, también, sobre los políticos.
Erdogan está construyendo un país donde hay dos clases de ciudadanos: los que lo apoyan y los que no lo hacen. A los primeros los califica como defensores de la patria, luchadores por los derechos de los ciudadanos de bien o “fieles”. Son, en definitiva, los que forman la “nación”. A los segundos los define como “terroristas”, “separatistas” o “infieles”. Este grupo está compuesto por todos aquellos que no lo apoyan: kurdos, kemalistas, secularistas y hasta los holandeses y el gobierno “nazi” de Alemania, como declaró no hace mucho tiempo.
La polarización es tan grande entre estos dos “grupos” que parece muy difícil vislumbrar una baja de tensiones. La diferencia que hay entre ambos sectores de la sociedad es muy profunda y peligrosa, porque es el propio Estado el que la provoca y la exacerba todos los días un poco más; ambos grupos enfrentados son totalmente contradictorios entre sí. ¿Cuánto tiempo podrá vivir Turquía con algunos ciudadanos “fieles” de un lado y los “terroristas del otro? ¿Es posible desarrollar una sociedad bajo estas condiciones? Y lo más importante: ¿le sirve a Erdogan esta actualidad en la sociedad nacional?
Erdogan está dispuesto a sostener estas condiciones hasta las últimas consecuencias, pero también sabe que no puede dejar de lado los costos políticos que le pueden traer. En el referéndum que aprobó su reforma constitucional, su victoria fue muy estrecha: 51,3 por ciento a favor contra un 48,7 por ciento que la rechazó. Asimismo, esta elección volvió a demostrar la polarización existente en todo el país, ya que el “No” ganó en toda la costa mediterránea y en el sureste del país, de mayoría kurda, y, además, triunfó en las tres ciudades más importantes del país, Estambul, Ankara y Esmirna.
Erdogan y su gobierno tendrá que tener en cuenta, a partir de ahora, las repercusiones que puede llegar a traer la reciente “marcha de la justicia” liderada por el líder del CHP, Kemal Kilicdaroglu, que recorrió a pie los 430 kilómetros que separan a Ankara de Estambul para exigir la liberación de Enis Berberoglu y que se levante el estado de emergencia. Esta movilización, que arrancó con muchas dudas y pocas certezas, terminó el pasado domingo con un increíble acto que juntó a más de medio millón de personas. Esta marcha finalizó siendo apoyada por sectores más allá del espectro del CHP, como algunos sectores kurdos y nacionalistas. Será muy difícil que los apoyos que recibió se vean traducidos en acuerdos electorales, pero fue una demostración clara de la oposición existente contra Erdogan y sus políticas.
Ante esa contundente demostración opositora, el gobierno anunció que recordará este 15 de julio, denominado como “Día de los Mártires y de la Democracia”, con una sesión especial del parlamento donde Erdogan se dirigirá a todo el país. A partir de la medianoche se espera que las mezquitas llamen a los ciudadanos a orar y a salir a la calle para festejar, rememorando el llamado que hicieron hace un año y que provocó la salida a la calle de los defensores de Erdogan a enfrentarse a los golpistas.
Este 15 de julio se vislumbrará a una Turquía fuertemente dividida entre los que saldrán a recordar la victoria sobre los golpistas y todos aquellos que pasarán la noche tras las rejas. Desde aquella oscura noche, Turquía cambió para siempre y Erdogan orquestó muchos cambios como mejor le pareció y le convino políticamente. La persecución a los opositores y la polarización de la sociedad, la delgada línea divisoria que separa al Estado del AKP y el islamismo creciente en las instituciones públicas son algunas de las características de esta nueva Turquía autoritaria.
FUENTE. Lucio Garriga Olmo/El Furgón (www.elfurgon.com.ar)