En la región de Anatolia Suroriental (Turquía) se encuentra Mardin, uno de los asentamientos más antiguos de la Alta Mesopotamia que tuvo especial protagonismo como parada en la Ruta de la Seda. Emplazado en lo alto de una colina, su conjunto arquitectónico de piedra caliza cobra vida al atardecer, con las tierras sirias asomándose por el horizonte. Su patrimonio abarca más de lo tangible, y es que este lugar es todo un patchwork de culturas y civilizaciones desde su fundación. Por este motivo, en un solo paseo por su casco histórico se pueden escuchar conversaciones en kurdo, arameo, turco y árabe, entre otras lenguas. Tampoco hay que hacer grandes esfuerzos para toparse con edificios que reflejan la convivencia de varias religiones como el islam, judaísmo, cristianismo ortodoxo, etc.
Al admirar esta ciudad desde las alturas brota la sensación de que las casas tradicionales de varios niveles se apiñan unas sobre otras formando un enorme panal de aspecto calcáreo, el material de construcción más típico de esta zona. “En verano solemos mover las camas a la terraza de casa para dormir frescos”, comenta el guía local que acompaña al grupo. No obstante, basta con observar Mardin con mayor atención para entender su compleja estructura cívica, en el que las callejuelas y las escaleras reptan como serpientes doradas y se conectan entre sí a través de pasajes.
La Gran Mezquita de Mardin: reliquias sagradas en el interior
Uno de los principales lugares de interés de Mardin es la Gran Mezquita. Fue levantada por los artúquidas (dinastía turcomana) en el siglo XII y posee un minarete que dibuja una de las estampas más reconocibles de Mardin. Si bien el interior del templo es sencillo, todas las miradas se concentran en el mismo punto: la urna de la pared que contiene pelos de la barba del profeta Mahoma. El palmarés de Mardin en materia de mezquitas es amplio, e incluye nombres como el de Reyhaniye Cami, el de Melik Mahmut o el de Latifiye.
Madrasa Zinciriye: arquitectura con nervios
También conocida como Isa Bey, fue un encargo del último sultán artúquida que gobernó en Mardin. Por norma general, las madrasas solían estar dispuestas en torno a un único patio central, pero esta se configura en torno a dos patios, una corriente propia de la arquitectura artúquida. Cabe destacar sus imponentes cúpulas con nervaduras que recuerdan a los gajos de una naranja.
Anteriormente, la madrasa Zinciriye albergó el Museo de Mardin, ahora situado en la plaza antigua de la ciudad. Esta entidad arqueológica y etnográfica es otro de los atractivos de Mardin. Sus salas exhiben valiosas colecciones de objetos que van desde el año 4.000 a.C hasta el siglo VII a.C, como joyas, monedas, figuras o vasijas de culto. Tampoco faltan piezas de los períodos persa, griego y helenístico.
Castillo de Mardin: a vista de pájaro
Con 3.000 años de antigüedad, este recinto fortificado está bautizado como “El Nido del Águila” y actualmente sirve de base militar debido a su posición estratégica. Se cree que fue construido por un zoroastrista babilonio que logró curarse de una grave enfermedad mientras vivía en lo alto de la colina. Otras teorías, por el contrario, sitúan el origen de este castillo entre los siglos XI y XIII.
Madrasa Kasimiye: religión y ciencia
Este centro de estudios coránico al suroeste del centro urbano de Mardin recibe a los visitantes con un delicado trabajo de cantería en su Puerta de la Corona. Además de una mezquita y un mausoleo, el complejo consta de más de veinte estancias distribuidas en dos plantas. Durante su periodo de actividad no solo sirvió para la educación religiosa, sino también para la divulgación científica. En sus salas se encuentran curiosos artilugios como una bola del mundo para tener controladas las horas de rezo y el calendario, un busto creado según el truco visual del inventor Al Jazari (1136-1206) o un reloj de agua con forma de elefante.
Lo primero que se percibe (o más bien, se escucha) nada más adentrarse en esta madrasa es el murmullo del agua, un mecanismo utilizado para preservar la privacidad durante las lecciones. No hay que mirar más allá, y es que su patio porticado está presidido por una especie de piscina cuadrada o iwan con una fuente o salsabil que lleva fluyendo 540 años sin detenerse. Según el misticismo islámico, cada sección representa una etapa vital de los seres humanos y el flujo del agua son las experiencias y sacrificios que se suman hasta el día del Juicio Final. Otro de los detalles que sorprenden es que las puertas de las aulas dispuestas en torno al patio tienen poco más de un metro de altura. “Cuando un estudiante se reúne con su docente, debe inclinar la cabeza en señal de respeto. Esta altura tan baja también permite calentarse más rápido con el fuego durante el invierno”, señala el acompañante del grupo.
Monasterio de Deyrulzafaran: el color del azafrán
Antiguamente fue un templo de culto al sol, y después los romanos lo transformaron en ciudadela. Su historia es una sucesión de fundaciones y refundaciones: como monasterio de la mano de San Shlemon (años 491-518), como sede episcopal de Mardin (año 793) y como sede del patriarca sirio-ortodoxo (desde 1293 hasta 1932), además de que hoy en día todavía alberga vida monástica. Se trata de una construcción rectangular en piedra caliza, con escaleras amplias y balcones que mira hacia los viñedos y los campos de cultivo. “La ubicación no fue elegida al azar. El cristianismo estuvo prohibido durante una época, por lo que los religiosos escogían localizaciones recónditas para mayor seguridad”, añade el guía.
Algunos de los elementos más llamativos de este monasterio son su bóveda subterránea que se sostiene sin argamasa, el mausoleo de las siete tumbas (para patriarcas y metropolitanos sirio-ortodoxos) y sus dos iglesias que ofician misas en arameo. En estos templos se puede apreciar que esta comunidad religiosa prefirió reemplazar los frescos en las paredes por cortinas y tapices con estampados, que se podían proteger y transportar en caso de que fuera necesario.
Ciudad antigua de Dara: la muerte por rangos
Levantada sobre un asentamiento previo y recuperada por el gobernador Anastasio I (año 507), este enclave a las faldas de la montaña Tur Abdin y con vistas al norte de la llanura mesopotámica fue un refugio para los soldados. De este yacimiento se han extraído numerosos vestigios como palacios, iglesias, bazares, murallas, mazmorras.
En el extremo izquierdo se sitúa una colección de sepulcros excavados artificialmente en paredes verticales de piedra, mientras que en el lateral derecho perduran los restos de edificios históricos. En esta época, el poder adquisitivo de la persona fallecida determinaba el grado de ornamentación que tendría su tumba, de modo que las más ostentosas contaban con tres pisos. Asimismo, la tradición funeraria estaba marcada por la creencia de que el profeta Ezequiel descendería de los cielos para devolver la vida a los mártires cristianos. En Dara existen manifestaciones de esta idea de conectar el mundo terrenal con el espiritual. ¿Una pista? “Fijaos en los grabados de cipreses que adornan el pórtico que da acceso a más tumbas… y acordaos de por qué este tipo de árbol es tan frecuente en los cementerios”, apunta el guía.
Ingeniería mesopotámica
Una vez aquí no se deben dejar de visitar las cisternas subterráneas construidas por orden del mismo emperador bizantino. De hecho, Dara fue una de las primeras urbes mesopotámicas en poseer sofisticados sistemas de riego, presas y canales que les concedían una importante ventaja militar. Estas cisternas impresionan por su tamaño, y por la técnica empleada para que se mantengan en pie: piezas de roca caliza ensartada como un puzzle y revestidas de hormigón romano, que prevenía las filtraciones de agua y evitaba que las bacterias se transfiriesen al suministro.
Midyat: ciudad de filigranas
Seduce por sus edificios en color ocre con impresionantes obras de mampostería y por las intrincadas creaciones de los artesanos de la plata, llamados telkari. Este amor a primera vista se formaliza tras deambular por sus calles adoquinadas y detenerse a admirar los konaks antiguos o residencias históricas de los periodos otomano y siríaco. Con sus majestuosas ventanas enmarcadas y balcones, es posible que más de un viajero recuerde haberlos visto en alguna serie turca. Igualmente, el monasterio de Mor Gabriel es una de las excursiones imprescindibles de los alrededores por tratarse del templo ortodoxo siríaco más antiguo que ha sobrevivido en el mundo.
Mon Behnam: cuarenta mártires
Se le denomina Kirklar o Iglesia de los Cuarenta Mártires por ser el lugar de reposo de los soldados romanos de la Legio XII Fulminata (año 320 d.C.) que fueron víctimas de la persecución de Licinio hacia los cristianos de Oriente y murieron congelados en un lago. La construcción de este templo data del año 569, como un homenaje al santo siríaco Behnam y su hermana Saro. Actualmente funciona como catedral metropolitana para la comunidad ortodoxa. En el interior, la escena de los soldados nadando en aguas gélidas aparece representada en una enorme pintura.
FUENTE: Irene Mireia Vera Pérez / National Geographic
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