De Kobane a Madrid: la historia de dos amigos kurdos que no olvidaron su tierra

De Kobane a Beirut, y desde ahí a Alejandría, Nápoles, Marsella y Barcelona, el puerto final. Fueron siete días de viaje en un carguero turco. Aziz y Mustafá, que veían y sufrían el mar por primera vez, pagaron cincuenta dólares cada uno para esa travesía que los llevó de Rojava (Kurdistán sirio) a España. Los dos tenían apenas veinte años. En la tierra que los vio nacer no era fácil vivir: eran kurdos y para el régimen político del partido Baaz, eso se convertía automáticamente en un crimen. Aziz y Mustafá decidieron buscar el futuro en Europa. Sin hablar una sola palabra en castellano, con la ayuda de sus familias y con la incertidumbre como faro, llegaron a una España que en plena década de 1970 transitaba las últimas noches de terror de la dictadura de Francisco Franco.

Aziz Mojtar y Mustafá Abdi se quedaron en España. Estudiaron, trabajaron, se casaron, tuvieron hijos e hijas, y ahora, con poco más de setenta años cada uno, sus ojos siguen mirando hacia Kobane, su ciudad, la tierra que en 2015 fue conocida a nivel mundial porque sus fuerzas de autodefensa militares (YPG/YPJ) derrotaron al Estado Islámico (ISIS o Daesh) luego de tres meses de combates encarnizados. Cuando Daesh huyó de Kobane, Aziz y Mustafá se estremecieron de la emoción, respiraron aliviados y confirmaron que la larga historia de su pueblo está construida con hechos de resistencia y rebelión, como si fueran ladrillos sobre ladrillos para sostener esa gran casa que es Kurdistán.

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Estamos en el restaurante El Mandalón. Aziz y Amalia, junto a sus hijos e hija, son los encargados de atender, cobrar y hablar con los clientes. También hay algunas camareras que acompañan el ritmo cotidiano que fluye por la gran puerta de vidrio del local.

Aziz siempre tiene una sonrisa pícara en la cara. Me dice, con esa sonrisa dibujada en sus facciones, que desde Kobane vino gateando. Alrededor, Amalia, su esposa, y su amigo Apo ríen y hablan. Unos minutos después a la charla se suma Mustafá, médico jubilado, que trabajó en varios centros de salud, entre ellos el Hospital Clínica San Carlos y en el Hospital Universitario Severo Ochoa de Madrid.

“Con Mustafá nos conocíamos, porque en Kobane todas las familias se conocen. Estábamos en el instituto. Vinimos juntos. En España no conocíamos a nadie, no podíamos andar en la calle. Vinimos en el mismo barco, que era el más barato. Salimos desde Beirut en un barco que hasta tenía ganado. Nos salió cincuenta dólares. Subimos a ese barco y nos daba rabia pagarle a los turcos”, recuerda Aziz.

Esa rabia de la que habla, la pudo canalizarla de una forma particular. En el barco había cuatro o cinco personas jugando al póquer. Aziz se sumó a la partida y al poco tiempo ya había ganado 130 dólares. “Ellos me quitan cincuenta, yo les quito 130 —dice entre risas—. Me dijeron si quería jugar otra vez y les dije que ya no”.

“Viajamos siete días, era la primera vez que me subía a un barco, no conocía el mar, porque Kobane está en el interior de Siria. Hasta el día de hoy mucha gente de Kobane no conoce el mar. Te cuento estas cosas para no hablar de la guerra”, pronuncia Aziz y su risa es como el sol que nace en el horizonte.

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En el restaurante, Mustafá se siente como en casa y habla con su amigo. Escucharlos es conocer la historia oculta de Kurdistán, ese extenso territorio ubicado en el corazón de Medio Oriente que siempre fue negado. Se calcula que un total de cuarenta millones de kurdos y kurdas continúan demandando sus derechos básicos, pisoteados desde hace cien años por los Estados turco, iraní, sirio e iraquí. Cuando Gran Bretaña y Francia iniciaron el reparto de Medio Oriente después de la Primera Guerra Mundial, el pueblo kurdo fue dividido por fronteras impuestas a sangre y fuego. Los nuevos Estados nación nacieron con el rígido precepto de enterrar las diferencias étnicas y religiosas. Los kurdos fueron (y son) víctimas de esa política. Pero también supieron construir formas de resistencia. En 1978 estalló la revolución, una revolución particular. Para cualquier kurda o kurda ese proceso todavía no tiene fin, pero sí un principio: la fundación del Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK, por sus siglas originales) y el liderazgo de Abdullah Öcalan, que se encuentra encarcelado en la isla-prisión de Imrali, en Turquía, desde 1999.

En diferentes momentos, cuando Aziz y Mustafá hablan de ciertos temas o recuerdan historias personales, sus diálogos se vuelven casi imperceptibles. La voz de Aziz se encadena rápido en un tono suave y gracioso; Mustafá hilvana las palabras con tonos graves y por momentos parece un abuelo sabio que remonta sus pensamientos a miles de años atrás, cuando las primeras comunidades se asentaron en Mesopotamia y dieron vida a la civilización sumeria. De ese lugar lejano y difícil de imaginar provienen los dos.

Mustafa cuenta que su pueblo queda cerca de Kobane, uno de los cantones en los que está dividido Rojava y que cuenta con más de cuatrocientas aldeas. Recuerda el monte Mistenur y a Arîn Mîkan, una miliciana de las YPJ que se inmoló en el lugar mientras se enfrentaba a los mercenarios del Daesh.

“Cuando era niño no teníamos escuela, porque el régimen sirio, los árabes, nunca pusieron escuelas kurdas. Nosotros solo hablábamos kurdo con nuestras madres y padres, porque no sabíamos hablar árabe. Aprendimos el árabe cuando fuimos a la escuela”, explica Mustafá, que nació en una familia de agricultores que sembraban trigo, cebada y poseían ganado hasta que el régimen sirio decidió que la región kurda sería el paraíso del monocultivo de algodón.

Hasta noveno grado, Mustafá estuvo en Kobane. Luego, para cursar el bachillerato, se trasladó a Alepo, la capital económica de Siria. El médico remarca que su tierra, controlada durante siglos por el Imperio otomano y posteriormente por Francia, siempre fue kurda. En 1923, cuando Mustafá Kemal (Atatürk) tomó el poder y fundó la República de Turquía, a Kurdistán se le impusieron fronteras trazadas con “una regla”. Antes, “la frontera entre Siria y Turquía era un ferrocarril, que iba de Berlín a Bagdad. Lo construyeron los alemanes —ahonda Mustafá—. A la montaña de Mistenur iba el tren y recogía las piedras, porque los alemanes habían puesto una fábrica para hacer piedras cuadradas para los rieles. Eso lo sacaban de nuestra montaña”.

En la Siria moderna, después de una sucesión de gobiernos tutelados por Francia —en los que los kurdos participaban—, tomó el poder el partido Baaz, encabezado por nacionalista árabes, entre los que se encontraba Hafez al Asad. “Entonces anularon todo lo que no era árabe, sobre todo a los kurdos”, resume Mustafá.

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En algunos momentos de la charla, Aziz se levanta y va hasta el mostrador de su restaurante. Se queda parado y mira un horizonte que apenas distingue dentro del local. Lo que sí reconoce todos los días son las pulsiones en Rojava, el territorio del norte de Siria que en 2012 declaró su autonomía y con el movimiento político kurdo a la cabeza no solo construyó sus fuerzas de autodefensa, sino que autogobierna la zona pese a los ataques continuos de Turquía y la indiferencia cómplice de Damasco.

Cuando vuelve a la mesa, Aziz habla de sus coterráneos, del silencio cómplice con el que cuenta el presidente turco Recep Tayyip Erdogan. También dice, con un rictus serio un poco raro en él, que nadie habla de la resistencia guerrillera kurda, que ya tiene más de cuatro décadas.

Aziz va de un tema a otro. Llevarlo a sus días de adolescente en Kobane es fácil: cuenta que su padre fue alcalde de la ciudad hasta el día de su muerte, que tiene cuatro hermanas y seis hermanos, que su familia era propietaria de tierras ubicadas entre las viejas vías del tren y la frontera con el Kurdistán turco (Bakur). “Por cierto, las han bombardeado hace una semana –advierte-. Ahí están mis familiares, mis primos, de ahí era mi padre. Todos dedicados a la agricultura y mi padre en la alcaldía”.

Una imagen que Aziz tiene de su adolescencia es cuando acompañaba a su padre a los juicios contra uno de sus hermanos, que militaba en el Partido Democrático de Kurdistán (PDK), liderado por Mustafá Barzani. En esos procesos judiciales militares se daba cuenta de que sucedía algo raro. “¿Por qué estaban juzgando a mi hermano? ¿Por qué tantos militares? —se pregunta ahora. —Lo acusaban de querer crear un Estado dentro de un Estado. Una vez lo condenaron a la horca, pero le rebajaron la condena a un año y medio y lo enviaron a la cárcel de máxima seguridad en Damasco”.

Aziz también se trasladaba hasta la capital de Siria, donde otro de sus hermanos estudiaba Derecho. Todos los jueves, ambos llegaban a la prisión para visitar al hermano. “Cuando veía aquello, pensaba que algo no funcionaba y te dabas cuenta de las cosas, de lo que estaba ocurriendo”, agrega.

La persecución a los hombres y mujeres del Kurdistán sirio era constante por parte del Estado sirio. Aziz recuerda que uno de sus hermanos, que en ese entonces tenía 18 años, estaba en el instituto y en una clase comentó que si Jesús estaba en Belén, eso quería decir que había judíos en esa tierra. “Por decir eso, lo acusaron de alta traición. Le dijeron que estaba justificando al Estado de Israel. Era una pregunta de un muchacho inocente. Estuvo preso cuarenta días. Fue mi padre, pagó y cuando volvió a mi casa estuvo dos meses en cama por la paliza que le habían dado”, cuenta.

Cuando Aziz viajó a España, su padre ya había fallecido. A su familia no le sobraba el dinero. Por eso, llegar a Europa tenía como fin ayudar a la familia. “Aquí fue una pelea diaria y hacerse de cero. Cuando uno está solo, los inicios son muy duros. La gente ve que aquí se triunfa, pero es porque se tiene a la familia de soporte. Tuve que aprender el idioma y, de a poco, integrarme. Eso sigue siendo un proceso”, asegura.

Aziz se dedicó, entre otras cosas, a la gastronomía. Tuvo un local de kebab, donde llegaron muchos kurdos a los que les abrió las puertas y, sobre todo, el idioma. En su local aprendían el castellano sí o sí. Después “puse el primer restaurante griego, que tuvo muchísimo éxito, aunque no había ningún griego aquí. Me preguntaban por qué griego y yo contestaba para darle rabia a los turcos. La idea salió de ahí, de cómo fastidiar un poco a los turcos”, recuerda entre más risas.

Y sin borrar la sonrisa de su cara, remarca: “Aunque me fui de mi tierra, siempre estoy pendiente de lo que pasa allí”.

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Los recuerdos de Mustafá no son muy diferentes a los de su amigo. Cuenta que con la llegada del partido Baaz al poder en Siria, “todo fue peor”. El médico explica que si la policía secreta descubría que una persona tenía un alfabeto kurdo o un libro en ese idioma, entraban a su casa, lo secuestraban y lo torturaban. Esa persona podía pasar uno o dos años tras las rejas solo por querer hablar su lengua materna. “A todos los kurdos, del bachillerato para arriba, los detenían para saber qué hacían, de qué familia eran, qué pensaban sobre la política”, afirma.

La decisión de Mustafá de emigrar a España la tomó porque en Siria no podía estudiar una carrera universitaria. En el caso de Medicina, “había solo una facultad en Damasco. Si no sacabas el bachillerato con sobresaliente y excelente, no podías ir. Además, si eras kurdo tampoco”, resume. “Mi padre me dijo que si quería venir a Europa a estudiar, lo hiciera. Me mandaba dinero, pero pobre, eran casi 48 dólares por mes”, cuenta. En aquellos años, con esa suma podía vivir con lo justo, pero vivir al fin.

Cuando se trasladó de Barcelona a Madrid, en la capital alquiló, junto a otros kurdos, un apartamento. “No hablábamos español y entonces era muy difícil. No hablaba ni una palabra. Fuimos a una academia, con un profesor, no me acuerdo si era árabe, pero no aprendimos mucho. Luego aprendimos poquito a poco, con el tiempo. Me matriculé en Medicina por libre”, sintetiza un fragmento de su historia.

Mustafá trabajó durante 27 años como médico. Sus estudios los realizó sin la nacionalidad española, la que pudo obtener luego de vivir quince años en el país. Hasta que consiguió su “legalidad”, no pudo ejercer su profesión. En el medio de todo esto, conoció a María, con quien se casó y tuvo tres hijos. En ese tiempo también retornó varias veces a su ciudad. “Cada cuatro o cinco años volvía a Rojava y estaba como un mes. Cuando añoraba más, volvía y me gustaba estar allí —relata—. Aquí era muy difícil vivir como un extranjero, no saber el idioma, era muy difícil. Pero bueno, tenía que tirar para adelante. Mi familia me ayudó hasta que terminé la carrera de Medicina”.

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¿Hasta qué rincón de Kurdistán llega la figura de Abdullah Öcalan? ¿Por qué un hombre que está encarcelado desde 1999 en las condiciones más férreas que el Estado turco puede aplicar, despierta la pasión, el respeto y la disciplina para millones de kurdos y kurdas?

El fundador del PKK no solo revolucionó el pensamiento nacionalista y de izquierda en su tierra, sino que diagramó una amplia hoja de ruta para que su pueblo pueda alcanzar la liberación y la democracia.

Aunque Öcalan está totalmente incomunicado en la isla-prisión de Imrali, donde sus derechos más básicos son violados de forma sistemática, todas las semanas en ciudades y pueblos de Kurdistán, como también en Europa, se pueden ver movilizaciones y acciones que demandan que el líder kurdo pueda reunirse con sus abogados y con representantes políticos. Desde lo más alto del poder en Turquía, estos pedidos son rechazados de forma automática.

Mustafá reflexiona que para mucha gente “es un ideólogo, como Mandela o Gandhi. Es un filósofo, un gran político y un humanista”. Aunque no lo conoció personalmente, pese a que el dirigente vivió mucho tiempo en Rojava y en Siria, el respeto por Reber Apo (como todos y todas le dicen) sigue intacto en el médico kurdo. En los tiempos en que Öcalan se encontraba en Rojava, los pobladores “lo ayudaban mucho, la gente que tenía unos bidones de aceitunas se los llevaban. Y mucha gente se entrenó con él y subió al monte para luchar”, asegura.

Mustafá analiza que su pueblo encabezó muchas revoluciones, pero que nunca pudieron concretarse del todo. Esos intentos de liberación tuvieron como respuesta “muchas masacres”, principalmente en manos del Estado turco, como la denominada masacre de Dersim, perpetrada por el ejército turco en 1937. Esas revueltas y rebeliones, según Mustafá, no tuvieron éxito “porque Turquía masacraba y Occidente se quedaba callado, no quería escuchar nada ni quería ver porque tenía sus empresas en Turquía”. “Pero Öcalan ha creado otra táctica para que esta revolución no fracase, cultivando las ideas kurdas, la fraternidad con los pueblos, con los turcos y los árabes. Ese ha sido el triunfo de la actual revolución”, remarca.

Quien sí conoció a Öcalan fue Aziz. Corría el año 1995 y pudo estar con el dirigente kurdo durante una hora y media en Damasco. “Cuando Öcalan pasó de Turquía a Siria, antes estuvo en Kobane —recuerda—. Un familiar fue quien lo ayudó a pasar. Mi hermano lo pasaba a buscar en el coche, lo llevaba al repecho que había en Kobane a jugar al fútbol, porque él quería hacer deporte. No sabíamos quién era, era uno más de tantos, aunque se sabía que era importante por la seguridad que había a su alrededor. Estuvo mucho con uno de mis hermanos, que es médico y ahora está en Qamishlo”.

Con Öcalan ya instalado en la capital siria, Aziz —que ya vivía en España— se acercó a la casa donde estaba el líder kurdo. “Estaba en un primer piso, con la puerta abierta, y nos esperaba en la escalera para recibirnos. Yo estaba con mi hermana, con mi cuñada, éramos una comitiva de diez o doce personas que le invadimos su casa”.

“Es muy fácil el diálogo con él. En ese momento, mi hermano me acusó de ser un charlatán, porque me dijo que era la primera vez que veía a alguien que en un encuentro con Öcalan hablara más que él —dice Aziz mientras se ríe—. Hablé mucho sin darme cuenta. Él tenía mucha curiosidad por lo que estaba pasando en Europa”.

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Todos los sentidos de Mustafá y Aziz siempre están alerta y apuntando hacia Rojava, y en particular a Kobane, la ciudad que fue la tierra de sus primeros pasos. Después de la revolución en el norte y el este de Siria, Mustafá volvió dos veces a su tierra. “Lo que he visto era una alegría tremenda, pero también tristeza. Esta revolución no es solamente contra Daesh, sino que es cultural, social, económica, política –destaca el médico-. Con las mujeres se han formados cuerpos militares y sociales. En Rojava empezó una revolución de la educación, las maestras se entrenaron cinco o seis meses y empezaron a enseñar en kurdo. Ahora hay mujeres en todos lados y antes estaban en la cocina, fregando. La mujer esta vez ha triunfado. Las vimos dar la leche a sus bebés con el Kalashnikov al hombro”.

Mustafá no se detiene en la enumeración de lo que observó en Rojava: “He visto a los niños agarrar un libro y leer en kurdo, como yo leo en español o en árabe. Ahora hablan un kurdo perfecto, sin una sola palabra turca o árabe, y eso da mucha alegría. Antes no teníamos ni un solo hospital, pero después de la revolución se empezaron a construir y ahora en Kobane hay cinco hospitales. En toda Rojava no había ni una universidad y ahora hay cinco”.

En medio de los logros alcanzados en Rojava, la contracara la muestra Turquía. Desde 2018, los bombardeos ordenados por el presidente Erdogan se multiplicaron y apuntan a destruir todo a su paso. En enero de 2023, Ankara recrudeció los ataques y destruyó centrales eléctricas, escuelas y centros médicos, pozos petroleros y casas de civiles. Las víctimas se cuentan por docenas. A esto se suman los bombardeos puntuales contra dirigentes y altos mandos militares de las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), las autodefensas militares conformadas por kurdos, árabes, armenios, asirios y pueblos de otras nacionalidades.

“Mi pueblo tiene mucha ilusión y mucho coraje. Si fuera otro pueblo no creo que aguantaría. Vemos el futuro con esperanza —manifiesta Mustafá—. Si a los kurdos los dejan, si Turquía los deja y les da un poco de paz, pueden tener un futuro muy próspero como todo el mundo: tener escuelas, hospitales, poder invertir en la agricultura y en la industria. Nosotros seguimos aguantando. Tenemos la esperanza de llegar a una situación de paz, incluso de paz con Turquía, pero Turquía no quiere la paz con nosotros”.

“La última vez que volví a Kurdistán fue en el 2010 –cuenta Aziz-. Ese hermano mío que había estado en la cárcel, tenía cáncer y yo sabía que le quedaba poco, entonces fui a verlo”. Quedan pocos familiares de Aziz en Kobane. Una parte de ellos se fue cuando todavía gobernaba el régimen sirio, debido a las presiones que recibían. Otra parte huyó cuando ISIS atacó la ciudad durante tres meses entre 2014 y 2015.

Sobre la causa kurda en España, explica Aziz, “se interesan los catalanes, los vascos, una parte de los gallegos también. Los que más sufrieron en los años del franquismo, los que perdieron a sus seres queridos en la Guerra Civil. Es como todo: a mí no me interesan muchos los tamiles, pero es porque sé muy poco de ellos. Pero mira Ucrania: a Ucrania les pilla cerca y mira cómo se han identificado desde Europa. A los refugiados ucranianos nomás llegar les han dado casas, dinero, los atendieron, les dieron trabajo, residencias. Y aquí un kurdo viene y recién después de diez o doce años tiene una residencia. Todos trabajan en negro, por eso no hay kurdos en España. Se van a Alemania o a otros sitios: los explotan, les sacan el hígado, pero les dan papeles y eso ayuda”.

Sobre la realidad de estos días y el futuro de su tierra, Aziz reflexiona sobre un último pensamiento: los y las pobladoras de Rojava “ahora respiran con un poco más de libertad. En cada casa hay un mártir. Pero es verdad que hay muchos logros: es la primera vez que los kurdos se sienten aliviados en Siria, que pueden decir que son kurdos, pero el precio de esto ha sido muy elevado. Igual, ha valido la pena a pesar del dolor”.

FUENTE: Leandro Albani / Foto de portada: Roma Vaquero Diaz / El Salto Diario

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