Hace varios años tuve contacto por primera vez con el cine kurdo. No fue en una proyección comercial sino en uno de los ciclos especiales de la Cineteca Nacional o en algún cineclub universitario. Las tortugas pueden volar (2004), de Bahman Ghobadi; Vodka limón (2003) y Mi dulce tierra de pimienta (2013), de Huner Saleem, son los títulos que fue posible ver en algunas salas mexicanas alrededor de los años 2000. Entonces yo no sabía que se trataba de películas kurdas o que sus creadores se identificaban a sí mismos de esa manera. En las fichas técnicas, Ghobadi aparecía como director iraní, y Saleem como iraquí; y es que, en efecto, los realizadores habían nacido en esos estados, en los que, desde su creación en el siglo XX, se ha discriminado sistemáticamente a la población kurda y se ha negado la existencia del Kurdistán. Este territorio, situado en la confluencia de cuatro países (Turquía, Irán, Iraq y Siria), es el hogar de alrededor de 35 millones de personas que se identifican como kurdas, pero que no cuentan con un estado reconocido.
La ausencia de dicho Estado y las condiciones de profunda exclusión en las que han vivido los kurdos no implica que, pese a sus propias diferencias culturales, lingüísticas, políticas y/o sociales, no exista un fuerte sentido nacionalista; al contrario, este se ha exacerbado y expresado en formas diversas durante los últimos dos siglos, a través de las luchas políticas y sociales, del trabajo intelectual, y, sin duda, del artístico. El cine, me parece, ha sintetizado gran parte de estas manifestaciones.
La cinematografía kurda, nombrada así desde principios de los años 2000, inició uno de sus itinerarios en la década de 1970 a través de la filmografía de Yilmaz Güney. Luego de muchos años de una exitosa carrera como actor en el cine comercial turco, Güney viró hacia la dirección con una perspectiva profundamente crítica, identificada con lo que se llamó el cine social turco. Su origen kurdo y su abierta militancia comunista lo llevaron a proponer un cine casi testimonial, que exhibió con crudeza las agudas desigualdades que se vivían en su país y que aquejaban especialmente a los kurdos del este.
Güney llevó la lucha de clases a la pantalla, retrató en ella la precariedad en que vivía una sociedad rural casi feudal -de la que eran parte los kurdos. Ahí, el héroe trágico era el campesino, el obrero, el preso; y, en relación a ellos, y sus historias estaban las mujeres: sometidas a las estructuras patriarcales, a la moral familiar y religiosa, a la exclusión y la pobreza, al silencio. Las mujeres, en el trabajo del padre del cine kurdo, estaban impedidas de tomar decisiones por sí mismas y no podían rehuir su destino, que frecuentemente era la muerte misma.
El tratamiento de los personajes femeninos en la filmografía de Güney no distó mucho de la perspectiva que tuvieron otros realizadores kurdos. En la cinta Zaré (Hamo Beknazarian, 1926) señalada por algunos autores como la primera kurda, el director presenta al personaje femenino protagónico doblegado a la autoridad patriarcal de su familia, sus captores e incluso de su salvador. Zaré es condenada incluso por otras mujeres cuando se pone en duda su moral y se le culpa por ser deseada por un hombre. Como sea, el cine nos presentó -en la Armenia de principios del siglo XX o en la Turquía de finales del mismo- a mujeres juzgadas a partir de lo que los hombres y la sociedad exigían de ellas. Su virtud, asociada con su cuerpo, devino un símbolo de la patria que había que defender.
Otros directores se aproximaron a experiencias distintas de ser mujer fuera del espacio doméstico. Su participación en actividades políticas y guerrilleras, particularmente desde la década de 1970, fue un tema que no pasó en absoluto desapercibido. Dentro de lo que podríamos llamar un cine de propaganda, la representación de la vida en la guerrilla fue significativa y las mujeres, centrales. El director Halil Dag, quien fue uno de los creadores de la primera cadena de televisión kurda por satélite en Europa y luego militante en la guerrilla kurda del Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK), realizó varios filmes en torno a la vida de quienes participaban en estas actividades en las montañas.
Eyna Bejnê (Halil Uysal, 2002) y Berîtan (Jinda Baran, Halil Uysal, Dersim Zeravanr, 2006) son dos películas cuyas fuerzas protagónicas son las guerrilleras kurdas. En la primera, se trata de la pequeña Sakine y su proceso de formación en estos grupos, mientras se observa la cotidianidad de hombres y mujeres en el entrenamiento político y militar. La segunda, es acerca de la guerrillera Berîtan, integrante del PKK, durante un conflicto que este grupo sostuvo con los militantes del Partido Democrático del Kurdistán (PDK) en Iraq, y del cual ella se convierte en mártir al suicidarse en uno de los enfrentamientos. Es importante señalar que en esta cinta, el guión estuvo a cargo de una mujer: Jinda Baran.
Más allá de la importancia de estos trabajos y de su trascendencia dentro del cine kurdo, una perspectiva parecía estar ausente, la de las mujeres como narradoras de historias: otras y las propias. Si bien, en todas estas cintas las mujeres ocuparon un lugar central, también es verdad que se trató de la expresión de miradas masculinas, fundamentalmente de personajes construidos a partir de su relación con otros hombres: padres, esposos, gobernantes, líderes religiosos, el Estado mismo. Resalto intencionalmente que “parecía estar ausente” porque, aunque su visibilidad era menor, en las décadas de 1990 a 2000, las mujeres sí estaban definiendo sus propias rutas políticas y creativas en el cine a pesar de que en la literatura sobre el tema, así como en las prácticas de la industria fílmica, sus nombres aparecieran con menor frecuencia.
FUENTE: Érika González Flores / Luminicas
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