Husjaba Ibrahim, de 88 años, es uno de los escasos habitantes que quedan en el poblado de Tell Jumaa tras las un lustro de ofensivas, primero por el Estado Islámico (ISIS), y después por milicias pro-turcas.
Han transcurrido ya 18 meses desde que las tropas turcas, con apoyo de las milicias locales aliadas, lanzaran una ofensiva contra el norte de Siria para expulsar a las milicias kurdas, que tachan de grupo terrorista por sus vínculos con el PKK kurdo. Más de 120.000 personas siguen desplazadas, según las autoridades locales.
Bajo control turco ha quedado la localidad fronteriza de Serêkaniyê, cuyos habitantes esperan en otras poblaciones más al sur algún atisbo de negociación que les permita retornar a sus hogares. “Eso es Serêkaniyê”, lamenta la desplazada Fatima. Madre de tres pequeños en la treintena, señala con el dedo su ciudad natal, que se avista a pocos kilómetros desde la azotea de una casa abandonada por sus dueños durante los combates. Su familia ocupa hoy la precaria vivienda sin luz ni agua en el recóndito poblado.
Cada atardecer sube al tejado para mirar nostálgica al horizonte. Hace ya año y medio que la artillería turca irrumpió en su vida justo cuando bañaba al mayor de sus hijos en el hosh -patio interior-. Un pedazo de metralla alcanzó al pequeño justo antes de que Fatima huyera despavorida. “Imagínese el miedo que sentí que agarré a mis dos hijos mayores y corrí sin mirar atrás”, relata. Tan solo cuando logró reunirse con su hermana se percató de que se había dejado a su bebé de 40 días en la cuna. Regresó por el pequeño en medio de los combates antes de huir durante cinco días a pie a través del campo, arreando junto a su familia al rebaño de ovejas, único medio de subsistencia.
Más al sur, en la periferia de la ciudad de Hasake, también en el noreste del país, más de 15.000 desplazados han acabado en el campo de Washukani. Allí, los relatos de la guerra se multiplican entre unas familias que acumulan múltiples desplazamientos. “Al menos con el ISIS pudimos volver siete meses después a nuestras casas”, sostiene la profesora Estira Rachic, de 56 años y responsable del campo. En 2015, ya tuvieron que abandonar sus casas que fueron saqueadas por los yihadistas. Hoy, tras los bombardeos, no quedan muros a los que retornar, asegura.
Ya no queda sitio en el recinto así que más de 750 familias, incluida la de Fátima, aguardan a que se levanten nuevas tiendas. “Con la crisis económica en Siria, los desplazados que habían buscado refugio en casas ya no pueden hacer frente al coste del alquiler”, explica Rachic. La responsable lamenta la falta de ayuda internacional en el campo donde escasean las mantas y colchones y, molesta, señala que la cooperación extranjera “aporta más apoyo a los campos de Al Roj para familiares del Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés) que al de los desplazados cuyos hijos cayeron mártires luchando contra el califato”.
Exhaustos tras una década de muerte y desplazamientos, la minoría siriaca empieza a desaparecer del mapa de los poblados que rodean Tel Tamer. “Siete iglesias han sido destruidas y miles de vecinos han optado por buscar refugio en el extranjero, principalmente mediante lazos con iglesias en Australia y Canadá”, sostiene Aram, portavoz del Consejo Militar Siriaco. En Pueblos como Tell Jumaa, que albergaba a cerca de un millar de familias, apenas quedan tres o cuatro. Husjaba Ibrahim, de 88 años, es el más viejo del pueblo, donde vive junto con su esposa frente a la iglesia. “Una vez al mes leo algunos párrafos en la iglesia a las vecinas que aquí quedan”, relata desde el interior del templo. Es el único que habla arameo. En las calles desiertas, apenas varias ancianas, pañoleta sobre la testa, toman el fresco en silencio frente a la puerta de sus casas. “El apego a la tierra es mayor que el miedo a la muerte”, defiende el octogenario que cuenta con ocho hijos repartidos por el mundo.
FUENTE: Natalia Sancha / El País
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