Paren máquinas. Giro 180 grados. Nuevo rumbo: Sur. A todo vapor. Ah, y preparados para arriar la bandera verde cuando haya tierra a la vista. Oh, no, que vienen piratas por babor…
Esto es más o menos lo que se oye estos días en el puente de mando de Turquía. El viernes, Ankara lanzó una andanada de buen rollo y confeti verbal hacia su gran vecino del sur: Egipto. Tras siete años con las relaciones diplomáticas reducidas al mínimo absoluto, es hora de volver a llevarse bien, dijeron en cuestión de horas el ministro de Exteriores, Mevlüt Çavusoglu (“Nuestros contactos con Egipto han comenzado a nivel diplomático”), el presidente, Recep Tayyip Erdogan, (“Porque el pueblo turco y el egipcio no pueden estar separados”) y el titular de Defensa, Hulusi Akar (“Es lo que corresponde a nuestros vínculos históricos y culturales”).
Los dos países más poblados del Mediterráneo rompieron meses después del golpe de julio de 2013, en el que el general Abdelfatah Sisi depuso al presidente Mohamed Morsi, elegido un año antes, miembro de los Hermanos Musulmanes, y al que siguió la masacre de la plaza de Rabaa Adawía en El Cairo, en la que policía y militares mataron a un millar de manifestantes que exigían la vuelta de Morsi. Turquía era uno de los pocos países que condenaron la matanza y quizás el único en adoptar la contraseña de activistas y simpatizantes de los Hermanos Musulmanes: la rabi’a. Esa mano con cuatro dedos alzados que juega con la similitud fonética de la palabra árabe Cuatro y el nombre de la plaza infausta. Preside, modelada en bronce, la mesa de Erdogan. Eso sí, el presidente se apresuró a atribuirle un sentido netamente local mediante el cuadrinomio declamado a partir de entonces en mil mítines: “Una nación, una bandera, una patria, un Estado”.
Pese al camuflaje, la alineación del gobierno islamista turco con los Hermanos Musulmanes había quedado clara. En noviembre de 2013, El Cairo y Ankara declararon mutuamente persona non grata a sus embajadores y redujeron la representación diplomática al nivel de encargado de negocios. Políticos egipcios perseguidos montaron un “Parlamento en el exilio” en Estambul. Egipto anuló en 2014 una línea marítima para camiones que facilitaba -con Siria casi intransitable- las exportaciones turcas a toda la península arábiga. Se fueron cristalizando dos ejes en el Mediterráneo oriental: Hermanos Musulmanes sí, Hermanos Musulmanes no.
En el primer eje formaban Turquía, Qatar, el gobierno de Trípoli en Libia (desde 2015 bajo la frágil batuta de Fayez Serraj), Hamás en Gaza, dentro de lo posible, y la Coalición Nacional Siria (CNFROS), fundada en Qatar y asentada en Estambul, que todavía reclama representar la oposición a Bashar Al Asad. Cuando en otoño de 2019, el conservador Kais Sayed llegó a la presidencia de Túnez, Erdogan se presentó en el aeropuerto de Cartago, ávido de alianzas. Que se sepa, Sayed declinó.
El otro eje lo capitanea Arabia Saudí, con sus fieles escuderos Emiratos y Bahréin (Kuwait siempre pone cara de ser medio neutral), y su aliado-siervo Egipto (desde que el país del Nilo ganó en 1970 la guerra de desgaste contra Arabia Saudí en Yemen, no ha vuelto a levantar cabeza: aquella victoria fue su derrota, precisamente por desgaste, y significó su paso a cantera de mano de obra y campo de misión wahabí para el gran vecino), con el general Haftar en el Este de Libia como avanzadilla.
Este reparto no dice nada sobre las inclinaciones ideológicas de sus componentes: Arabia Saudí y Qatar comparten la misma interpretación ultra-fundamentalista del islam, el wahabismo, y aunque Sisi en Egipto se haya querido dar la aureola de baluarte contra el islamismo de Morsi, bajo su reinado solo se ha incrementado la persecución judicial de librepensadores, poetas y demás farándula amoral. El mismo fenómeno, quizás estrategia, que pudimos observar tras la derrota del yihadismo en Argelia: si tu enemigo vencido aún es fuerte, dale espacio para que se desfogue dando por culo a la sociedad civil, así no atacará al régimen.
Alrededor de estos ejes se sitúan los grandes jugadores: Estados Unidos, Rusia, Irán. Pero eso no es un juego de ajedrez con blancas y negras. Rusia apoya a Haftar, al igual que Arabia Saudí, el gran y firme aliado de Estados Unidos. Por mucho que Turquía y Estados Unidos son miembros de la OTAN, y por mucho que Erdogan y Putin escenifican cada pocos meses un show de amistad y alianza, y hacen patrullas conjuntas en Siria, donde ambos apoyan a enemigos irreconciliables. Si esto fuera un cableado eléctrico, habría un cortocircuito cada cinco minutos.
Entra Grecia desde la izquierda. Siempre estaba ahí, pero ha tardado en reaccionar al programa de Turquía de convertir el Mediterráneo oriental en su patria azul. No es tanto el Mediterráneo como lo que hay debajo: gas natural. Desde que en 2011 se dio el pistoletazo de salida para la carrera por los yacimientos al sur de Chipre -es figurado: los cazabombarderos, fragatas y helicópteros que enviaron Turquía e Israel para incomodarse mutuamente no dispararon-, el fondo marino es altamente inflamable. Y el problema para Turquía es que la legislación marítima le otorga todas las cartas a Grecia, gracias a su profuso archipiélago desde cuyas costas se proyectan las zonas económicas exclusivas (ZEE), en las que Atenas tiene monopolio para perforar.
Órdago diplomático: en diciembre de 2019, semanas antes de enviar un contingente militar a Libia para cubrirle las espaldas a Serraj, Ankara firma un tratado con Trípoli para fijar la frontera entre las ZEE de ambos países, una línea imaginaria de apenas 30 kilómetros en alguna parte al sur de Creta. El tratado se registra ante la ONU, pero que esto tenga valor legal se lo cree como mucho un votante de Erdogan. Para lo que sí sirve es para enfadar a Grecia: efectivamente, medio año más tarde, Atenas firma con El Cairo un tratado similar, pasando por encima de cualquier aspiración turca. Más fragatas, más protestas, más citaciones a embajadores y unos cuantos roces (uno en sentido físico) entre buques de guerra turcos y griegos.
Entra Francia desde la derecha. La misma Francia que envía armas a Haftar, pese a que la Unión Europea únicamente reconoce al gobierno de Trípoli. Menos mal que esto no es un cableado eléctrico. París se erige en primo de zumosol y despacha a un portaaviones con unos cuantos cazas Rafale para cruzar ante las costas griegas y chipriotas. La Unión Europea no sabe qué decir. Merkel pide calma. Estados Unidos hace un día maniobras con las fragatas turcas y al día siguiente con las griegas; Italia sigue su ejemplo. Pero a la larga, este juego es insostenible. Al menos, si alguien quiere de verdad perforar para sacar gas y andar caliente.
Y ahora se precipitan los acontecimientos. La caída de Trump en noviembre da una sacudida a Turquía que se puede calificar de saludable: ante la perspectiva de verse confrontado con una Casa Blanca en la que no le cogerán el teléfono, Erdogan hace cambios en el gabinete y el Banco Central, lo que al menos sirve para cortar en seco la caída de la lira. En enero, Arabia Saudí y Qatar, tras años de embargo, firman la paz y Mohamed Bin Salman abraza a Tamim Hamad Al Thani en la escalerilla del avión. Sí, el mismo príncipe Mohamed Bin Salman que sabemos que mandó descuartizar a Khashoggi en Estambul, pero eso a quién le importa ya.
Ankara ve descalabrarse el eje: si Qatar vuelve al redil del Golfo, Turquía pierde importancia. En Libia, Serraj ya ha dimitido, se sortean cargos. El 10 de marzo, el Parlamento de Libia, reunido tras un lustro de guerra civil, da un voto de confianza al empresario Abdulhamid Dbeibah: será primer ministro a partir del lunes. Pierde por cinco votos su rival, Fathi Bashagha, heredero de Serraj y caballo al que apostó Turquía desde otoño. No es una derrota completa: de Dbeibah también se ha dicho que tiene relaciones con Ankara, y en todo caso recibe una nota diplomática de felicitación. Pero el contingente militar turco en Trípoli ya podrá irse a casa y a ver qué palanca tiene Turquía ahora para impulsar sus intereses: una reconciliación en Libia integrará ambas partes en política, poder y negocios: también la de Bengazi y Haftar, y al tan cercano Egipto que los respaldó.
Enfrentarse va a dejar de funcionar, se dicen los oficiales en el puente de mando de Ankara. Para que te inviten al menos a unos tragos del petróleo libio será imprescindible llevarse bien con Egipto. El 3 de marzo, Çavusoglu lanza la primera bengala: “Podríamos negociar con Egipto y firmar un acuerdo sobre las zonas de autoridad marítima”. Uno que se superponga a las aspiraciones griegas, claro. Se desata una oleada de análisis en la prensa turca para demostrar que una alianza con Egipto es imprescindible, vital, fundamental para Turquía. Olviden lo de Sisi tirano, masacre, asesino, olviden la frase del propio Erdogan de hace exactamente dos años: “Yo no puedo hablar con alguien como Sisi. Antes de nada debe liberar a todas las personas entre rejas, mediante una amnistía general”. Ahora es: sin precondiciones.
La andanada de ramas de olivo la lanza Çavusoglu en el avión que lo trae de vuelta, el 12 de marzo, de una reunión en Qatar con su homólogo ruso, Sergéi Lavrov. Lo que se dijo allí no lo sabemos, pero debió de ser motivo suficiente. Giro de 180 grados, rumbo al sur.
Egipto protesta airadamente: aquí no hay nada, no hemos retomado contactos, no hay relaciones, olvídense. Pero Turquía parece decidida a todo: quizás incluso a abjurar públicamente de la rabi’a, y los Hermanos: ¿de qué le pueden servir ya?
Y en eso aparecen unos cazas en el horizonte que se dirigen a Creta. Oh, no: llevan bandera saudí. Capitán, piratas a babor.
Una flotilla de F-15 aterriza el sábado 13 de marzo en la base aérea de Suda en Creta. Todo indica que se instalan para una temporada. Al menos para unas maniobras de unos cuantos días. No eran palabras vacías las del Foro de Amistad del 11 de febrero en Atenas, donde se citaron los ministros de Exteriores de Grecia, Egipto, Francia, Arabia Saudí, Emiratos, Bahréin y Chipre. Un foro que “no pretende crear una alianza de defensa” y “no se dirige contra nadie”, como subrayó el ministro heleno, Nikos Dendias. Salvo, claro, contra “esas potencias que llevan a cabo acciones ilegales e irracionales, como el tratado turco-libio, y que amenazan con violencia, ocupan territorios de otros estados, apoyan a grupos extremistas, fomentan el terrorismo y se meten en los asuntos internos de otros países…”.
Y ahora va Arabia Saudí y subraya esas palabras con unas cuantas estelas de condensación en el cielo azul del Mediterráneo.
El capitán tuerce el gesto. “Estas maniobras de Arabia Saudí con Grecia nos entristecen”, dice. “Esto lo tendremos que hablar con los saudíes. Tenemos que decirles que creemos que esto no debería estar ocurriendo”. Pero por mucho que Erdogan nunca haya escenificado una ruptura con la monarquía saudí y siempre ha sido recibido con honores en Riad, los del desierto tienen la memoria larga. No está Trump y parece que Biden le va a dar algo de aire a Irán, pero si colocamos una serie de boyas Riad — Tel Aviv — Nicosia — Atenas, a ver qué hacen las fragatas turcas.
El Mediterráneo parece una patria azul, pero hay arrecifes en todas partes.
FUENTE: Ilya U. Topper / MSur
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