El presidente Recep Tayyip Erdogan anunció esta semana un nuevo “plan de derechos humanos” en Turquía. La oposición cree que es apenas una plataforma para seguir violándolos.
La explicación oficial es que se trata de una reforma judicial que llevará a una nueva Constitución, en la que también se incluirá una “mayor protección de la libertad de expresión e información, más libertad para los periodistas, más libertad religiosa y de organización, además de una reforma del sistema de partidos políticos y de la ley electoral”. El detalle es que sólo criticar al presidente Erdogan a través de las redes sociales puede llevar a cualquier turco a la cárcel. Sólo en 2019, 36.000 personas fueron investigadas por haber cometido, supuestamente, este delito; de ellas, 3.831 fueron condenadas.
“Revisaremos la ley con el objetivo de garantizar la libertad de expresión, de asociación y de manifestación”, aseguró Erdogan en su discurso de presentación del plan. Esto, mientras la policía sigue reprimiendo las protestas que se suceden desde finales de diciembre de los estudiantes universitarios, en contra de la elección a dedo por parte del gobierno del rector de la Universidad del Bósforo, la más prestigiosa del país. Las manifestaciones fueron prohibidas y reprimidas duramente. Decenas de estudiantes fueron procesados y, al menos, una decena espera juicio en arresto domiciliario. El aparato de medios cooptado por el Estado muestra a los jóvenes manifestantes como “subversivos”.
Erdogan aseguró que el nuevo proyecto garantizará mayores libertades para las minorías no musulmanas de Turquía -griegos, armenios, judíos sefardís y asirios-, pero nada dijo de los casi 20 millones de kurdos que habitan el país. En las últimas semanas, la policía también multiplicó las detenciones de miembros del partido prokurdo HDP, el tercero más grande en representación parlamentaria. Su ex líder, Selahattin Demirtas, lleva encarcelado más de cuatro años. Y un socio poderoso de la coalición de gobierno pidió la disolución del partido y cataloga a sus líderes, y a los demás líderes de los partidos de la oposición que tratan con el HDP, de terroristas o de colaboradores de terroristas.
Las manifestaciones más importantes estallaron cuando el gobierno impuso a Melih Bulu, una figura empresarial que se presentó como candidato parlamentario del partido gobernante Justicia y Desarrollo (AKP) en 2015, como rector de la Universidad de Boğaziçi. La decisión de nombrar a Bulu fue denunciada como antidemocrática por los miembros de la universidad, y ampliamente interpretada como un intento del gobierno de infiltrarse en una de las últimas instituciones de izquierda del país: Bulu es el primer rector elegido fuera de la comunidad universitaria desde el golpe militar de 1980 en Turquía. Desde 2016, pasaron por los tribunales 785 profesores universitarios acusados de difundir propaganda terrorista. Unos 6.000 académicos fueron despedidos sumariamente de sus puestos de trabajo como parte de una purga más amplia de profesionales.
A los estudiantes se sumaron miles de ciudadanos descontentos y desocupados en una de las mayores muestras de malestar civil en Turquía desde el movimiento del Parque Gezi de 2013, que llevaron a cientos de miles de personas a las calles. Erdogan acusó a los manifestantes de ser “terroristas” y “jóvenes LGBT” que trabajan contra los “valores nacionales y espirituales” de Turquía. Behrem Evlice, estudiante de cuarto curso de ciencias políticas, dijo a The Guardian: “Nos están difamando con estas etiquetas cuando lo único que queremos es poder opinar sobre la gestión de nuestra universidad. Erdogan es sumamente homofóbico y esto lo demuestra cabalmente”.
El autoritarismo de Erdogan y el socavamiento de las normas democráticas se intensificaron desde el fallido golpe de Estado de 2016, tras el cual la presidencia se reservó el derecho de elegir directamente a los rectores de las universidades. Todo derivó en un caos educativo. En los últimos cinco años, se cerraron más de una docena de universidades en todo el país. Una tendencia que se extiende a toda la sociedad. Después de casi 20 años del AKP en el poder, el país permanece en una senda firmemente religiosa y socialmente conservadora. Y como en muchos otros países del mundo donde gobiernan los populistas autoritarios (Putin, Trump, Orbán, Al Sisi, Maduro, etc.) la sociedad está profundamente dividida. Incluso, generacionalmente. Mientras que muchas personas de mayor edad están agradecidas a Erdogan por la construcción de carreteras y hospitales y la mejora del nivel de vida de los trabajadores, estos estudiantes universitarios, la Generación Z de Turquía, nunca conoció otra cosa que el gobierno del AKP y detesta sus intenciones de recortar libertades y arrastrar el país hacia el islamismo más radicalizado.
Los nacidos entre mediados de la década de 1990 y principios de la de 2010 representan el 39% de los 82 millones de habitantes de Turquía, y habrá unos cinco millones de nuevos votantes en las próximas elecciones generales, previstas para 2023, un cambio demográfico que podría tener enormes implicaciones políticas, ya que los márgenes de votos del AKP siguen reduciéndose. “El desempleo juvenil es de un asombroso 29% en Turquía, y nuestra última investigación muestra que el 37,9% de los nuevos graduados están desempleados, lo que sugiere que la tasa está subiendo aún más”, explicó Can Selçuki, director general de la consultora Istanbul Economics Research. “Hay dos cosas que me llaman la atención: este grupo de personas es muy independiente y elocuente, sabe lo que quiere; en Gezi (la anterior ola de protestas de 2013) no lo teníamos. Se quejan de que trabajan mucho y no pueden salir adelante porque Turquía ya no es una meritocracia”, agrega. “En segundo lugar, se está produciendo un cambio en la política de identidad que actualmente define gran parte de la esfera política. A los jóvenes no les importa qué político presta servicios, necesariamente… Sólo quieren que el servicio exista”.
Y, por supuesto, todo esto lleva a la represión contra los que se atreven a informar lo que está sucediendo. En los últimos cinco años, Turquía se convirtió en uno de los países más peligrosos para ejercer el periodismo. Más de 200 reporteros y trabajadores de los medios de comunicación fueron a parar a la cárcel, en su mayoría acusados de “insultar al presidente”. A finales de 2020, Human Rights Watch informó que 87 periodistas y trabajadores de los medios de comunicación turcos se encontraban en prisión preventiva o cumpliendo condenas por delitos de terrorismo debido a su trabajo periodístico. Según el informe anual de seguimiento de los medios de comunicación de la Asociación Turca de Periodistas, uno de cada seis periodistas está siendo juzgado en Turquía. Desde 2016, se cerraron al menos 160 medios de comunicación. El representante en Turquía de Reporteros Sin Fronteras (RSF), Erol Onderoglu, está actualmente enjuiciado y se enfrenta a 14 años de prisión por cargos de “hacer propaganda de una organización terrorista”, “incitar abiertamente a cometer delitos” y “elogiar el crimen y al criminal”. En noviembre, un tribunal de apelación confirmó la condena a cadena perpetua de Hidayet Karaca, periodista y presidente de un grupo de televisión ya cerrado. El 15 de febrero, el codirector y tres reporteros de otro diario cerrado, el prokurdo Ozgur Gundem, fueron condenados a 20 años y 10 meses de prisión.
El gobierno también intenta controlar las redes sociales. Human Rights Watch señala que la policía está investigando o deteniendo a cientos de personas por tuits o mensajes de Instagram que “crean miedo y pánico” sobre el Covid-19, algunas de las cuales incluyen críticas a la respuesta del gobierno a la pandemia. Un experto en ciberderecho turco declaró a The Guardian que las autoridades ya bloquearon más de 400.000 sitios web y que ahora están ampliando la censura en línea en virtud de una ley distópica recientemente promulgada que se espera que dé más control al gobierno sobre las empresas de medios sociales y su contenido en línea.
La influyente abogada defensora de los derechos humanos Eren Keskin fue condenada hace dos semanas a seis años de prisión por “pertenecer a una organización terrorista”. Taner Kılıç, presidente honorario de Amnistía Internacional Turquía, fue sentenciado a más de seis años de prisión el año pasado. Actualmente, hay 450 abogados que cumplen largas condenas de prisión por cargos de terrorismo. En un solo día de septiembre, las autoridades detuvieron a 47 abogados en sus domicilios por estas acusaciones. Un mes antes, la abogada de derechos humanos Ebru Timtik, sentenciada junto con otros 17 abogados por cargos de terrorismo, murió durante una huelga de hambre para exigir un juicio justo.
Una situación que pone contra las cuerdas al presidente Joe Biden. Turquía es un aliado importante, integrante de la OTAN, que juega un papel fundamental en la guerra siria y controla la canilla de los inmigrantes que huyen hacia Europa. Esta última semana se conoció una carta firmada por 170 miembros de la Cámara de Representantes estadounidense que le enviaron al Secretario de Estado Antony Blinken en la que se insta a abordar los “preocupantes problemas de derechos humanos” al formular la política de relaciones con Turquía. “Las cuestiones estratégicas recibieron, con razón, una atención significativa en nuestra relación bilateral, pero la flagrante violación de los derechos humanos y el retroceso democrático que se está produciendo en Turquía son también motivo de gran preocupación”, dice la carta, entre cuyos firmantes se encuentran los representantes Greg Meeks, presidente demócrata de la Comisión de Asuntos Exteriores, y Mike McCaul, miembro republicano de mayor rango del comité. Erdogan dijo el 20 de febrero que los intereses comunes de Turquía y Estados Unidos son mayores que sus diferencias, y que Turquía quiere mejorar la cooperación con Washington. Pero las relaciones se han deteriorado por una serie de cuestiones, como la compra por parte de Turquía de un sistema ruso de defensa antimisiles y el apoyo de Estados Unidos a la milicia kurda YPG en Siria. La carta de los legisladores dice que Erdogan y su partido debilitaron el poder judicial de Turquía, instalado a aliados políticos en puestos militares y de inteligencia clave, y encarcelado a opositores políticos, periodistas y miembros de grupos minoritarios.
El sultanato de Erdogan está en ebullición y él trata de silenciarlo como hicieron por siglos los regentes turcos con el harén de sus esposas y los múltiples funcionarios del Imperio Otomano.
FUENTE: Gustavo Sierra / Infobae
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