Recep Tayyip Erdogan ha resituado Turquía en el mundo. Presidente del país desde el año 2014, el líder del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) ha aprovechado diferentes momentos contextuales clave para cambiar el rumbo de la política interna y exterior de Ankara. Con un giro interior hacia el autoritarismo y el inicio de un comportamiento expansivo en el plano internacional, Erdogan ha desplegado armas propias del populismo iliberal y jugado al equilibrismo entre grandes potencias.
Todo empieza con un cambio de paradigma. Después de años de intentos infructuosos de entrar en la Unión Europea (UE), la intensificación de las llegadas de refugiados al continente da una oportunidad a Erdogan para voltear las relaciones de Turquía con la UE: Ankara ya no estará supeditada a los intereses de Bruselas sino al contrario. La política europea de bloqueo al flujo de personas refugiadas al interior del continente y la posición de Turquía como canal de paso principal en la ruta del Mediterráneo Oriental, ofrecen al gobierno de Erdogan la posibilidad de cerrar, en marzo de 2016, el Acuerdo UE-Turquía; por el cual, la última actuará como bloqueante de refugiados hacia Grecia y como receptor de refugiados desde ese país.
Además del flujo de dinero comunitario hacia Ankara -parte intrínseca del acuerdo para la externalización de la frontera europea en Turquía-, el pacto hace posible que el gobierno de Erdogan utilice a las personas refugiadas como arma contra la UE, abriendo y cerrando la vía del Mediterráneo Oriental para doblegar las políticas de Bruselas en favor de los intereses turcos. Lo cual marca un punto de inflexión: Turquía deja de mirar hacia un futuro en Europa para reinsertarse en Oriente Medio.
Por otro lado, en el mismo año 2016 encontramos el segundo momento definitorio de la Turquía actual. El golpe de Estado fallido, llevado a cabo por facciones de las fuerzas armadas del país, supuestamente dirigidas por el académico y predicador Fethullah Gülen, ofrece a Erdogan la oportunidad de rediseñar la política turca. Bajo acusaciones de conspirar en favor del levantamiento y designando como terrorista a todo aquel contrario a sus intereses, el gobierno de Ankara comienza una purga institucional -que afecta al sector judicial, policial, militar y administrativo-, y una persecución de partidos políticos y organizaciones de la sociedad civil considerados contrarios a los intereses del Ejecutivo.
La concentración de estos dos eventos abre una puerta a Erdogan. El líder turco comienza, así, una utilización sistemática de los recursos disruptores de los movimientos populistas iliberales, característicos de figuras políticas (anteriores o posteriores) como Orbán, Le Pen, Bolsonaro, Trump o Farage: la contaminación del debate político con un fuerte discurso nacionalista-identitario, la generación de un clima social fratricida a través de incentivar una aguda polarización política, y la concentración de poderes mediante la supresión de libertades civiles y políticas.
Con esta estrategia, en la Turquía de nuestros días nacionalismo, religión y apoyo al gobierno van de la mano. Erdogan ha conseguido instaurar el neo-otomanismo: vinculando un nacionalismo turco -con un componente identitario que excluye a armenios, kurdos y otros grupos sociales no-túrquicos-, con la reislamización de la sociedad -prueba de ello es la reciente reconversión de la basílica de Santa Sofia en mezquita-, Erdogan ha generado una masa social con una nueva imagen mental de Turquía; un país con un carácter propio, liberado de influencias externas y destinado a recuperar su rol de potencia hegemónica en Oriente Medio. Toda oposición al gobierno es oposición al retorno a este estado natural de Turquía y, en consecuencia, debe erradicarse.
Esta triple vinculación entre nacionalismo, religión y gobierno es lo que ha permitido a Erdogan, aprovechando el contexto idóneo, implementar una deriva autoritaria en el sistema político-institucional turco. Pero esta estrategia, tiene otro componente necesario: la puesta en marcha de una política exterior expansiva, de carácter agresivo, enfocada a reinsertar a Turquía en un juego por la hegemonía regional que, en los últimos años, sólo ha tenido dos competidores, Arabia Saudí e Irán.
Recuperar el “carácter” de Turquía es un elemento intrínseco al nacionalismo auspiciado por Erdogan y, por tanto, es un elemento indispensable para reforzar su férreo control del gobierno del país. Esta estrategia comenzó a desarrollarse contra el enemigo por excelencia de las autoridades de Ankara, el pueblo kurdo. En la Operación Rama de Olivo, llevada a cabo en enero de 2018, Turquía y sus aliados del Ejército Nacional Sirio -escisión pro-turca del Ejército Libre de Siria- invaden la provincia de Afrin, enclave occidental del Kurdistán sirio (o Rojava). Esta maniobra representó una alineación con los intereses del Kremlin y el gobierno de Damasco, y un alejamiento de la órbita occidental, en tanto las fuerzas kurdas son el principal aliado de Estados Unidos en Siria. En octubre de 2019 estos movimientos se intensifican y, después de meses de amenazas en el plano diplomático, Turquía se lanza también a la ofensiva en las provincias orientales de Rojava. Semanas antes, la Secretaría de Estado de Estados Unidos había garantizado la continuidad de un mecanismo de patrullaje conjunto entre las fuerzas de Ankara y Washington a lo largo de la frontera turco-siria, a fin de evitar una nueva invasión contra el territorio kurdo. Pero las presiones de Erdogan hacia la Casa Blanca acabaron permitiendo, finalmente, la conocida como Operación Manantial de Paz.
Sin embargo, las injerencias de Turquía en Siria se desplegaron en diversos frentes. Aunque las autoridades de Moscú se felicitaron por haber favorecido un grave quiebre en las relaciones institucionales Estados Unidos-Turquía, las fuerzas de Ankara también habían penetrado en la provincia siria de Idlib. A raíz de la Cumbre de Astaná (2017), Rusia, Turquía e Irán acordaron asentar sus fuerzas en cuatro zonas de desescalada dentro de Siria, quedando Idlib bajo el tutelaje momentáneo de Ankara. No obstante, ya en 2020 y con Al Assad recuperando el control del territorio sirio, el gobierno de Erdogan ha convertido lo momentáneo en permanente, negándose a finalizar la Operación Proteger Idlib y retirar sus tropas del área. Lo cual, a efectos prácticos, ha supuesto el choque militar de fuerzas turcas y sirias, lo que obligó a Rusia a establecer una mesa de negociación entre ambos países.
El posicionamiento del Kremlin en favor del gobierno de Siria ha motivado un nuevo movimiento por parte de Erdogan. En lo que representa un reacercamiento a las posiciones estadounidenses, Ankara ha iniciado una intervención militar en Libia en apoyo a las fuerzas del Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN, respaldado por Naciones Unidas). Dicha intervención ha tenido como consecuencia el freno a lo que parecía un imparable avance de las fuerzas del general Haftar -líder del Ejército Nacional Libio, bajo mando del gobierno de Tobruk, enfrentado al GAN- hacia el control del país. Más aún, la injerencia turca ha representado un duro golpe a los intereses geoestratégicos y económicos de Egipto, Emiratos Árabes Unidos y Rusia; tríada que constituye el principal apoyo de Haftar en Libia.
La proyección de poder de Turquía se ha extendido también a otros territorios y ha implicado otro tipo de desaires diplomáticos. Por un lado, el gobierno de Erdogan ha mantenido una estable campaña de bombardeos e incursiones terrestres en la provincia iraquí de Nínive, con el objetivo de atacar las bases del Partido de los Trabajados del Kurdistán (PKK) en el área. Por otro lado, a finales de agosto de este año, Ankara ha abierto un nuevo frente por el control del Mediterráneo oriental, enfrentándose a Grecia por la soberanía marítima de un vasto territorio con reservas de gas natural. Ello ha derivado en una escalada de tensiones en la que se han visto implicados altos cargos de la UE y la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte).
De tal manera, Erdogan juega a las alianzas variables. Si primero actúa en Siria contra los intereses de Estados Unidos, posteriormente lo hace contra los intereses rusos. Mientras se sitúa en oposición a Moscú en Libia, favoreciendo los intereses de Washington, torpedea la unidad de la OTAN, realiza compras de armamento al Kremlin y amenaza a la Casa Blanca con clausurar Incirlik, la principal base militar estadounidense en territorio turco. Al mismo tiempo que ataca los intereses de Riad y Teherán en Oriente Medio, adopta una estrategia agresiva contra los intereses de la Unión Europea y amenaza con provocar una crisis en el Mediterráneo Oriental.
La fotografía final es clara: Erdogan está llevando Turquía hacia una situación insostenible. Su apuesta por el neo-otomanismo, ligado al fomento de un fuerte nacionalismo identitario, como fórmula para permanecer en el poder tiene graves implicaciones internas y externas. El que se ha erigido como el nuevo califa de Turquía ha corrompido con autoritarismo el sistema político-institucional del país, mediante estrategias disruptoras propias del populismo iliberal. En paralelo, sus actuaciones expansivas por el liderazgo en Oriente Medio no hacen sino añadir conflictividad a una región ya dañada por batallas internas e internacionales. Y, finalmente, su juego en el panorama internacional sólo agrega confrontación a un escenario cada vez más tensionado por la competición entre Washington, Moscú y Pekín.
FUENTE: Lluís Torres / El Salto Diario / Publicado originalmente el 10 de septiembre de 2020
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