En esta primera parte de un ensayo inédito para un próximo libro, David Graeber reflexiona sobre la figura de Abdullah Öcalan, preguntándose por qué su prolífico pensamiento nunca ha sido bien acogido entre otros intelectuales.
Me gustaría decir unas cuantas cosas acerca del estatus de Abdullah Öcalan como pensador. Ha escrito obras muy extensas; pero fuera del movimiento kurdo nadie sabe muy bien qué hacer con ellas. Por lo visto, incluso existe cierta confusión en torno a cuestiones tan básicas como la de qué clase de pensador es.
Su producción ha sido muy prolífica, sobre todo desde que ingresó en prisión, donde ha compuesto un corpus teórico que no encaja en ninguna categoría intelectual clara, oscilando entre ensayos sobre los mecanismos de la democracia directa, la posibilidad de una sociología basada en la física cuántica y una historia mundial en varios volúmenes centrada en el Oriente Medio. La variedad y sofisticación de su obra son asombrosas, especialmente si consideramos que redactó casi todos estos escritos sin acceso alguno a internet, empleando como únicos materiales de investigación los tres libros que sus carceleros permitieron a sus abogados llevarle en un momento dado; o si consideramos que, legalmente, sólo pudo publicarlos presentándolos como testimonio ante un tribunal en el cual se le acusaba de traición.
Y aun así, excepto por algunos círculos radicales muy específicos, su obra ha pasado prácticamente inadvertida. Sus ideas apenas han captado la atención de otros intelectuales. En este ensayo me gustaría reflexionar sobre la causa de esto y, en definitiva, argumentar que las obras de Öcalan incomodan a muchos intelectuales porque representan una forma de pensamiento que no sólo es inseparable de la acción, sino que además se resiste a la noción de ser una forma de pensamiento.
Mi primera pregunta es: ¿qué tipo de pensador es Öcalan?
Indudablemente, siempre hay un matiz ligeramente agresivo detrás del intento de categorizar el pensamiento de otra persona. En la Antigua Grecia, la palabra “categorizar” significaba “acusar públicamente”; e incluso “definir” sugiere un acto de violencia, como el de clavar una mariposa muerta a un panel de corcho bajo una etiqueta escrita a mano. Por lo general, si quieres desdeñar a un intelectual, lo colocas en alguna categoría -“oh, es un simple positivista, o un postmodernista, o un neo-Kantiano”-. Si lo que quieres es ensalzar a esa persona, entonces creas una nueva categoría a partir de su nombre: Foucaultiano, Rawlsiano, etcétera. Como prueba fehaciente del éxito del pensamiento de Öcalan en el Kurdistán y dentro de la diáspora kurda, basta decir que allí todo el mundo sabe lo que significa ser “Apoísta” (1). Sin embargo, no existe ninguna otra categoría de pensamiento más amplia en la que se pueda ubicar a Öcalan.
Esto ha propiciado que, fuera de los círculos kurdos, los intelectuales lo ignorasen aún más si cabe. Si buscas el nombre de Öcalan en JSTOR, el compendio de artículos académicos en inglés más leído, obtendrás 448 resultados de inmediato; pero al abrirte camino a través de ellos descubrirás que ninguno se centra principalmente en sus ideas: casi todos tratan sobre la historia del PKK, la política turca, el asunto del terrorismo, y otras cuestiones legales relacionadas con su encarcelamiento y juicio. Se le considera un objeto de estudio, pero nunca un interlocutor. Y cuando se le considera un objeto de estudio, rara vez es por sus propias ideas: por ejemplo, entre esos 448 artículos, sólo uno menciona su interés por las ideas de Murray Bookchin (y sólo se menciona como un mero factor en la evolución política del PKK). Lo mismo se puede decir de sus más notables conceptos políticos como el “confederalismo democrático” (mencionado en 1 de 448 artículos), la “modernidad democrática” (0 de 448), la “jineología” (0 de 448 -de hecho, en ningún artículo en inglés de JSTOR se ha llegado a reconocer la existencia de la jineología, “la ciencia de las mujeres” del movimiento kurdo), etcétera. El silencio es apabullante, y más teniendo en cuenta que estas ideas han inspirado movimientos que están en el punto de mira de informativos mundiales, provocando acontecimientos que aparecen diaria e incesantemente en la prensa internacional.
Sin duda, ésta es una de las muchas consecuencias de la eficaz campaña del gobierno turco para incluir al PKK en varias “listas de terroristas” internacionales: una de las más violentas categorizaciones posibles hoy en día. Esta campaña coincidió con el momento en el que el PKK, por iniciativa de Öcalan, renunciaba al separatismo y a toda ofensiva militar en un intento de iniciar un proceso de paz con el régimen turco; si aún hace falta probar cuán destructiva puede ser esta categorización, sólo hay que citar el hecho de que nadie, ni siquiera los simpatizantes del PKK, conoce este dato. Parece como si los líderes de opinión occidentales, así como los intelectuales, tuvieran la obligación moral de desestimar las ideas de alguien que ha sido señalado como “terrorista”. El simple hecho de especular sobre los motivos de un terrorista se considera un intento de legitimar sus acciones, que siempre han de representarse como el producto del más ciego e irracional odio. Este hábito de pensamiento ha creado multitud de dilemas para los medios internacionales, sobre todo cuando las guerrillas del PKK consiguieron romper el asedio del Monte Sinyar (Shengal) en Irak, salvando a miles de ciudadanos yezidíes de ser asesinados a manos de ISIS. La prensa occidental, que hasta entonces había estado llenando sus portadas con el genocidio, reaccionó olvidándose repentinamente de la situación, o bien comunicando que los yezidíes habían sido rescatados por cualquier otra organización. Además de en el ámbito de la información, este hábito de pensamiento también parece haber hecho mella en la percepción académica. Al menos en lo que respecta a la política, la mayoría de los académicos son, por naturaleza, una panda de cobardes. En caso de duda, es mejor no abrir la boca.
No obstante, creo que hay fuerzas aún más profundas detrás de todo esto. Los académicos no tienen ni idea de qué hacer con un pensador que no pertenece a la academia, ni participa en “el juego académico”. Cada vez está más claro que la única alternativa es entrar en el juego.
Pero no siempre fue así. Gran parte del pensamiento más innovador del mundo (no sólo de Europa y América, sino también de Asia, África y Latinoamérica) brotó fuera de las universidades. La creatividad suele florecer en espacios intermedios (ésta probablemente sea una de las razones por las que el movimiento kurdo ha sido tan creativo intelectualmente; los kurdos tienden a estar siempre entre dos tierras), y el pensamiento más innovador y memorable, al menos desde los tiempos de la Ilustración francesa, nace más frecuentemente del nexo entre arte, periodismo y política radical que de dentro de las aulas universitarias. Hay una razón por la que empleamos el término “vanguardia” tanto para hablar de los que exploran un nuevo territorio artístico como para referirnos al liderazgo político de un partido o movimiento revolucionario. Ambas acepciones se remontan al debate que tuvo lugar a principios del siglo XIX entre Auguste Comte y Henri de Saint-Simon sobre si los artistas o sociólogos serían los adalides de la nueva civilización industrial, aquellos que la dotarían de su visión y dirección estratégica. Nadie por aquel entonces, ni siquiera Comte, concebía que tales visionarios pudieran ser profesores de universidad.
A lo largo del siglo XX, los campus universitarios se han ido politizando más y más, un proceso que culminó con lo que Immanuel Wallerstein llama “la revolución mundial de 1968”, durante la cual estallaron revueltas universitarias en todas partes, desde Paris a Tokyo o la ciudad de México (grupos como el PKK, obviamente, también se originaron a partir de este caldo de cultivo estudiantil). Lo que ocurrió durante el resto del siglo XX es el resultado de la campaña emprendida por sistemas políticos y académicos para asegurarse de que nada remotamente parecido a aquello pueda volver a ocurrir jamás.
Ya en los albores del siglo XXI se esperaba que prácticamente toda obra de relevancia intelectual naciese dentro de los confines de la academia. Incluso se espera que los artistas y periodistas (al menos los que tengan alguna ambición intelectual) inviertan un mínimo de tiempo en la obtención de premios o cátedras, lo cual implica someterse a la disciplina de las solicitudes académicas y al escrutinio de sus semejantes. Y todo esto coincide precisamente (y este punto es crucial) con el retroceso intelectual de las universidades. Es decir, las universidades se han ido redefiniendo paulatinamente como instituciones que ya no están tan vinculadas a las becas o la vida intelectual: tener tiempo para leer, pensar, y debatir ideas se considera hoy en día, en el mejor de los casos, un lujo que se concede a un profesor como recompensa por su verdadero trabajo, que no sólo consiste en la enseñanza, sino en la recaudación de fondos, la administración, la autopromoción y diversos rituales de tachar casillas.
No es que se espere que los profesores universitarios se abstengan de implicarse en política, es que literalmente no tienen tiempo.
De hecho, el primer enunciado no es del todo correcto. No es que se espere que los académicos se abstengan de tocar la política, sino que deben procurar hacerlo de forma moderada. Llegados a este punto, podríamos dividir a los académicos en dos grandes grupos dependiendo del estudio social al que se dediquen. Por un lado, tenemos las llamadas “disciplinas de poder”, tales como la economía o las relaciones internacionales o cualquier otro campo que aplique “la teoría de la elección racional”. Cualquiera que trabaje en tales departamentos universitarios se dedica mayormente a formar a masas estudiantiles para su futura participación en burocracias nacionales o globales (ministerios, grupos de expertos en política, bancos u otras corporaciones multinacionales, instituciones mundiales como las Naciones Unidas o el FMI, etcétera). Dicho de otro modo, tales disciplinas existen para mantener las estructuras de poder. Aunque los catedráticos que trabajan en dichos campos afirmen ser objetivos o apolíticos, tales declaraciones sobre la neutralidad valorativa al final resultan ser, como recalcó Max Weber, pura estrategia para alcanzar una posición desde la que ejercer una mayor influencia en la política.
No es de extrañar que la mayoría de los intelectuales contemporáneos no tengan ni idea de qué hacer con las ideas de Abdullah Öcalan. Es un pensador que empezó siendo estudiante activista en la universidad, pero que se ha alejado mucho de este contexto desde entonces. De hecho, su trayectoria es diametralmente opuesta a la de la mayoría de las grandes figuras de las Disciplinas Críticas. Ha ido remodelando continuamente sus ideas en función de consideraciones pragmáticas y de la necesidad llamar a la gente a la acción, sin sacrificar jamás su sofisticación teórica. Además, aunque muchos han emprendido tentativas similares, la de Öcalan ha sido extraordinariamente eficaz. En los últimos cincuenta años no ha habido muchos teóricos que hayan empleado ideas filosóficas y científico-sociales para inspirar a millones de personas a cambiar la manera en la que nos tratamos los unos a los otros. Y, aun así, es como si esa fuese justo la razón por la que la clase intelectual es incapaz de tomar sus ideas en serio.
La afirmación de que las ideas de Öcalan, engendradas fuera del contexto académico, parecen desafiar toda categoría conocida es una verdad a medias. A primera vista, Öcalan podría parecer un personaje relativamente común. Después de todo, hubo un momento en su carrera intelectual en la que fue el líder de un partido marxista. Los líderes de los partidos marxistas suelen escribir obras teóricas. Es una de las cualidades más extraordinarias del marxismo: quizás sea el único movimiento social cuyo creador tiene un doctorado, y que está impulsado por una teoría que se organiza en torno a una serie de Grandes Pensadores (curiosamente, a pesar del recelo inicial del marxismo hacia las teorías de grandes hombres de la historia). Esto sigue siendo así hoy en día. Se pueden seguir encontrando leninistas, maoístas, trotskistas, estalinistas, gramscianos, althusserianos e incluso gente que ha dedicado su vida a desarrollar las ideas de Rosa Luxemburgo, Georg Lukács o Henri Lefebvre. Sin embargo, el marxismo ha originado una especie de microcosmos intelectual propio, con sus propios y complejos debates y terminologías, apenas manteniendo un contacto esporádico con la universidad.
Esta cualidad del marxismo lo sitúa en un fuerte antagonismo con su antiguo rival, el anarquismo. Aunque el mismísimo Marx se enfrentó en combates intelectuales contra anarquistas como Proudhon o Bakunin, y aunque en la historia del anarquismo abundan “grandes nombres” como los de Kropotkin, Malatesta, Magon o Voltairine de Clayre, sin olvidar a contemporáneos como Starhawk o Noam Chomsky, ninguno de ellos igualó ni aspiró a alcanzar la misma predominancia intelectual que Marx. Cuando los marxistas se critican entre sí, se “categorizan” los unos a los otros (en el mal sentido del término griego) en función de su simpatía hacia alguna otra escuela rival de pensamiento, casi siempre identificada con algún gran pensador masculino: los leninistas reprueban a los maoístas, los trotskistas llaman a sus adversarios estalinistas… etcétera. Los anarquistas rara vez se tachan entre sí de “bakuninistas” o “malatestianos”.
Lo que lleva a los anarquistas a dividirse en facciones y a atacarse los unos a los otros es su simpatía hacia otras formas rivales de organización o de práctica revolucionaria: ya sea el plataformismo, el insurreccionalismo, el mutualismo, el pacifismo, el individualismo o el sindicalismo, entre otros (2). La misma diferencia se puede apreciar en los debates: los marxistas se recriminan amargamente los unos a los otros sus diferentes posturas acerca de la condición revolucionaria del campesinado o de la importancia relativa de la alienación y la explotación en el análisis marxista del capitalismo, pero cuando los anarquistas se involucran en tan apasionados debates, suelen más bien debatir sobre una forma de acción (¿cuándo se considera lícito romper una ventana?, ¿se debe condenar a alguien que ha asesinado a un jefe de Estado?), o sobre algún asunto de organización revolucionaria o de toma de decisiones (¿deberíamos decidirlo por consenso o por mayoría de votos?). Conozco a gente que ha sido expulsada de grupos marxistas por desviarse de la política del partido en cuanto a los orígenes del lenguaje. No existe ningún caso equivalente en organizaciones anarquistas o inspiradas por el anarquismo, ya que suelen admitir cierta multiplicidad ideológica.
Ésta no es una diferenciación estricta, pero creo que es importante -especialmente porque nos ayuda a entender muchos hechos históricos que no podrían cobrar sentido sin esta distinción. Por ejemplo, aclara cómo estos distintos polos de pensamiento revolucionario acabaron topándose con la universidad. Como he señalado anteriormente, podemos trazar un patrón ininterrumpido de fundadores de escuelas de pensamiento marxistas (leninistas, maoístas, gramáticos, althusserianos…) empezando desde jefes de Estado hasta acabar con catedráticos franceses. Lo cierto es que, desde el punto de vista académico, los primeros se consideran un poco extravagantes. Hoy en día se sigue respetando a Mao Ze Dong en materia de poesía china clásica, pero su pequeño libro rojo es más bien un hazmerreír; así como citar a Lenin como fuente teórica en un artículo académico (ya ni hablar de Stalin o Enver Hoxha) resultaría un tanto excéntrico.
Sin embargo, si se le despoja de toda posibilidad de incidir en el mundo real, el marxismo puede vivir y prosperar en la universidad. Los académicos no tienen ningún problema con las facciones enfrentadas. En muchos aspectos, los sentimientos de los sectarios académicos y el sectarismo revolucionario se han nutrido tanto el uno del otro que muchas veces son indistinguibles. Al contrario que le ocurre al anarquismo, que no es nada sin sus consecuencias reales y que no ha conseguido encontrar su lugar en ese ámbito. A pesar de que casi todos los dioses del post-estructuralismo (un movimiento intelectual que se rige mayormente por el modelo del Gran Pensador) se han declarado como anarquistas en algún punto de su carrera intelectual, ya sea Michel Foucault o Giles Deleuze o Jacques Derrida, sus seguidores actuales no son conscientes de esto; y si lo son, no actúan como si eso guardase algún tipo de relevancia social o política. Sería cínico negar que la tiene, pero ya que estas declaraciones no tuvieron ningún efecto en la acción social o política de nadie, su relación con la universidad no se vio afectada (3).
***
Öcalan no abandonó el marxismo por el anarquismo, aunque está claro que su trayectoria intelectual le ha acercado más a la tradición anti-autoritaria que siempre ha caracterizado al anarquismo. Emprendió su viaje intelectual en la esfera del pensamiento marxista sectario, trascendiéndolo poco a poco hasta dejarlo completamente atrás. Pero al hacerlo (y obviamente, él no fue el único que emprendió tal viaje, aunque cada experiencia sea única), aparece una especie de crisis intelectual personal. Y es que no queda muy claro cuál sería el rol de un intelectual (y menos el de un líder intelectual) una vez que abandona el modelo vanguardista. Si su trabajo no consiste en establecer la política del partido, entonces ¿en qué consiste? ¿En aportar un análisis claro de la situación política, económica o social para que los movimientos democráticos decidan colectivamente qué hacer al respecto? ¿En descubrir formas sutiles de poder y dominación que pasen desapercibidas en la vida cotidiana o en intentar entender el atractivo de los valores o deseos que las apuntalan? ¿En revolver el pasado en busca de posibilidades sociales olvidadas o especular sobre las que podrían existir en el futuro?
Lo que agravaba el problema de Öcalan es que él no estaba precisamente en posición de reinventarse a sí mismo por completo: seguía siendo el líder de un movimiento político, una figura cuya historia y escritos ya eran guía e inspiración para millones de seres humanos. Esto le sumía en una paradoja. No se puede ordenar a la gente que cuestione la autoridad. Por otro lado, tratar de destruir tu propia autoridad (tal y como Louis Althusser ya intentó al confesar que nunca había leído el segundo ni el tercer tomo de El Capital), no le hace bien a nadie (4). Es más, habría sido un acto demasiado egoísta, ya que habría malgastado una oportunidad histórica irrepetible.
Los textos de Öcalan, sobre todo aquellos escritos en prisión, se podrían considerar, en mi opinión, como tímidos esfuerzos para luchar contra este problema común (el de cómo dejar atrás la vanguardia teórica de un movimiento vertical para otorgarle una base intelectual a un movimiento ascendente) de una manera nunca antes vista. Podría ser la primera vez en la historia en la que el líder y primer teórico de un movimiento político organizado verticalmente decide usar sus escritos teóricos como una herramienta para convencer a sus seguidores de rechazar tal modelo. No existía nada igual. Tuvo que ingeniárselas sobre la marcha.
Notas:
(1) A Abdullah Öcalan se le conoce con el sobrenombre de “Apo”, que significa “tío” en kurdo.
(2) Aunque borroso, existe un punto intermedio en ambos bandos: los anarquistas verdes, considerados de los grupos más sectarios, son a veces calificados como “zerzanitas”, aunque no tengo constancia de nadie que se haya autodenominado de tal manera; y los marxistas más anti-autoritarios -como los autonomistas, los situacionistas, o los comunistas consejistas-, suelen identificarse más con prácticas que con el nombre del pensador que fundó el grupo. También cabe mencionar que incluso esas variedades del marxismo que se resisten al “modelo del gran hombre” tienden a reinventarse de acuerdo a tal modelo siempre que se incorporan al debate académico: tal es el caso del post-operaísmo italiano de los años 2000, cuyo mérito se atribuyó únicamente a Michael Hardt y Antonio Negri.
(3) Todavía queda algo de aquellos círculos de lectores radicales que existían fuera de la academia y del marxismo sectario, en los que el arte, el activismo y el periodismo se entremezclan entre sí, y en donde estos autores siguen gozando de mucha popularidad. No obstante, todo aquello ha quedado reducido a una débil llama dentro de la universidad.
(4) De todas formas, la confesión de Althusser no le sirvió de nada. Cuando la gente decide encumbrarte como a un dios, la simple auto-abnegación no basta para disuadirlos.
FUENTE: David Graeber / Texto traducido por Sara Escribano / Edición: Silvia López / El Salto Diario
Be the first to comment