Raqqa era una ciudad sencilla y tranquila a orillas del río Éufrates, una ciudad más de Siria, cuando las fuerzas yihadistas y opositoras al régimen de Bashar Al Assad irrumpieron en ella en 2013. En 2014, el autoproclamado califato del Daesh la convirtió en su capital, y centro económico y financiero. Y entró en los años más negros de su reciente historia. La vida para sus habitantes se convirtió en un infierno de miedo, horror y terror. Hoy es una ciudad llena de heridas que quizás nunca sanen del todo.
“Fuimos obligadas a vestir niqab con guantes islámicos, de negro. Si veían a alguna mujer sin niqab, la detenían y la llevaban a prisión inmediatamente y era castigada”, recuerda Rim Al Bardi, de 43 años. Está divorciada y tiene dos hijos, vive con su madre después de que su casa fuese ocupada por los terroristas yihadistas, y luego bombardeada por los norteamericanos durante la liberación de la ciudad.
Ella y el resto del medio millón de habitantes de la ciudad intentan reconstruir sus vidas y sus negocios, en medio de las ruinas en que quedó la ciudad arrasada. En cada esquina, se puede encontrar un drama, una tragedia, una víctima del horror vivido. Suria Al Hassan, de 45 años, tiene a su cargo a sus cuatro sobrinos. No ha vuelto a ver a su hermano, el padre de los menores, desde que militantes del Daesh se lo llevaron. Su cuñada murió de un ataque al corazón cuando los bárbaros yihadistas se presentaron en su casa.
“Llegaron a su casa y le dijeron que tenían su voz grabada criticando al Daesh, que alguien lo había grabado y se lo llevaron. Dijeron que le iban a dar educación religiosa durante 10 días y después lo liberarían. Un día nos llamó y nos dijo que le habían juzgado y desde entonces no sabemos nada de él. No sé exactamente qué pasó, porque no lo vi con mis ojos, nos dijo que lo habían juzgado y que le habían puesto un castigo y que le perdonásemos. Algunas personas dijeron que lo decapitaron en algún lugar cercano”, relata Suria su tragedia.
“No pudimos hacer nada, ni ir a comprobarlo, porque si íbamos, nos mataban. Yo fui para preguntar por él y me pegaron –continúa-. No nos entregaron su cuerpo, cada vez que alguien de nuestra familia iba a preguntar, decían que lo habían matado y punto. Tengo todavía cicatrices y secuelas en la cara, la cabeza y la vista de cuando me pegaron”.
El horror de la plaza del infierno
Se necesitan muchos fondos para la reconstrucción de la ciudad y de sus infraestructuras, y no llegan. Sus habitantes se quejan de las difíciles condiciones de vida, de la falta de ayudas y del paro. Hacen lo que pueden para volver a levantar sus hogares y sus negocios, mientras las células durmientes del Daesh, cada vez más activas, son un factor desestabilizador en esta ciudad con el alma rota, plagada de cicatrices de la guerra que se ven por doquier. Pero la resiliencia y los deseos de seguir delante de sus habitantes son reflejo de la esperanza en un futuro mejor.
La plaza El Naim, El Paraíso, recibe a propios y extraños con un gran “I love Raqqa”. Se intenta así devolver vida y color a un lugar que fue símbolo de muerte y oscuridad, porque los bárbaros del Daesh colgaban aquí las cabezas de sus víctimas decapitadas como escarnio público y castigo ejemplarizante para todos aquellos que disintieran del autoproclamado califato. El lugar pasó a ser conocido como la plaza del infierno.
“Naturalmente que vi personas decapitadas, en la plaza de El Naim, y a gente a la que habían dado latigazos como castigo -recuerda Rim-. No puedo describir lo que sentía, mi sentimiento era como el de una madre que ve que su hijo está siendo asesinado delante de sus ojos. Sentíamos miedo, no podíamos hablar ni oponernos porque quien hablaba o se oponía, era detenido o asesinado”.
También Ismail Mansur recuerda haber visto muchos casos en esa plaza y asegura que les obligaban a verlo: “Cerraban la calle para que la gente viese las decapitaciones y luego la volvían a abrir”. Ismail tiene 24 años, estaba en el instituto cuando el Daesh ocupó Raqqa. Trabajaba también en el comercio. Ahora está en paro. Cuando no aguantó más el horror, huyó, pero la mala suerte quiso que pisase una mina.
“Llegaron bajo el nombre de la religión, pero no la respetaban, lo que hacían no es el islam. Y escapé porque nos obligaban a hacer cosas que no podía aceptar y al final vi que atacaban también a los civiles. Pisé una mina en la huida y explotó. Me desmayé y cuando recuperé el sentido, vi que mis dos piernas estaban heridas y que no podía moverme”, relata.
Tampoco su vecino Nasser Jadoaa al Ali se salvó del horror. A sus 25 años, él y su familia sobreviven de lo que encuentra en las basuras. Antes era vendedor ambulante, pero ahora no puede empujar ni tirar del carro porque le falta una mano, la que le cortaron los terroristas del Daesh porque alguien le acusó de ser un ladrón.
“Fui torturado. Estaba en la cárcel. Un día vinieron con el instrumental de cortar. Me dijeron que me iban a cortar la mano, me preguntaron si tenía miedo y les dije que no, que solo tenía miedo de quien me creó y que no tenía miedo de las consecuencias de lo que no había hecho. Me llevaron a un sitio, reunieron a la gente y me cortaron la mano. Me desmayé y me llevaron al hospital y después de nuevo a la prisión. Y encima me hicieron pagar una multa”, explica. A Nasser todavía le resulta muy duro recordar lo sucedido.
Las víctimas a la espera de que se haga justicia
El lugar que el Daesh utilizó para las torturas y sus juicios de postín fue el estadio municipal de Raqqa. En él instalaron su principal centro de detención. Cuando lo visitamos, reinaba un silencio sepulcral. Quizás nunca recupere la alegría de antaño ni vuelva a ser escenario de acontecimientos deportivos. En sus sótanos, el grupo terrorista juzgaba y dictaba sentencia contra quienes se le opusieran. Sus muros fueron sin duda testigos mudos de torturas y peticiones de clemencia nunca atendidas.
Los yihadistas del Daesh fueron expulsados de la ciudad en octubre de 2017 por una alianza de fuerzas kurdas y árabes, apoyadas por los bombardeos de la Coalición Internacional liderada por Estados Unidos. Más de 1.500 civiles murieron en la batalla de Raqqa y la ciudad quedó reducida a escombros, recordando a otras ciudades mártires como Sarajevo, Grozni o Dresde.
Las víctimas intentan recuperarse de los traumas vividos. Los niños juegan en los parques, ajenos al horror vivido. Son la esperanza en el futuro de esta ciudad donde muchas personas todavía tiemblan cuando escuchan nombrar al Daesh. Y quieren que se haga justicia y que los autores de los bárbaros crímenes sean juzgados y condenados.
“Hay que detenerlos y dejarlos en la cárcel y que luego reciban el mismo castigo que ellos han aplicado a la gente, que los decapiten”, pide Nasser. “Deseo que los juzguen y que los jueces hagan su trabajo para que dejen de asesinar y maltratar a la gente”, añade Suria.
La lucha de las mujeres kurdas por la liberación y la igualdad de género
Cuando salimos del estadio, todavía impactados por el recuerdo del terror que allí se vivió, vemos una especie de monolito con una inscripción realizada por las que fueron esclavas sexuales yazidíes: “En este lugar, las mujeres fueron objeto de la más horrible exterminación. Pero en este mismo lugar las mujeres de las Unidades de Protección kurdas (YPG/YPJ) combatieron al enemigo, lo vencieron y nos vengaron a todas nosotras. Aquí se izó la bandera de la libertad en lugar de la bandera de la esclavitud. Aquí la historia de gloria y dignidad fue escrita con las manos del luchador por la libertad”.
¿Quiénes son esas luchadoras kurdas que fueron tan importantes en la derrota del Daesh? No hay que olvidar que para los combatientes yihadistas morir a manos de una mujer supone no ir al paraíso que les prometió el autodenominado estado islámico, es una humillación y una vergüenza.
Visitamos a un grupo de estas jóvenes combatientes en el lugar donde entrenan y viven. Una iglesia en ruinas recuerda que se trata de un antiguo pueblo de mayoría cristiana, que fue abandonado por sus habitantes cuando fueron atacados por el Daesh. Avindar, Shilan o Ferashin son jóvenes kurdas de Siria que un día decidieron unirse a la brigada femenina de las Unidades de Protección del Pueblo para luchar contra los yihadistas del Daesh. Algunas de ellas combatieron en los duros frentes de Raqqa o Baghouz, codo con codo con los hombres. Quieren contribuir a la igualdad de género en una sociedad muy patriarcal.
Como explica Avindar Shirvan, para ella unirse “a la unidad de defensa femenina representaba un gran sueño, porque, como mujer y ser humano, significaba y significa mucho poder luchar por mi país y por mi gente”. Y añade que no tiene miedo: “Nuestro enemigo es un bárbaro y quiere matarnos y para protegernos y proteger a nuestra gente, tenemos que luchar. Quieren destrozarlo todo y por eso los combatimos y no les tenemos miedo, tenemos que combatirlos, matarlos y eso nos hace más fuertes”.
Algo en lo que incide, junto a la cuestión de género, su compañera Shilan Sidar: “Estar en esta unidad es por la igualdad y los derechos de las mujeres. La sociedad pensaba que éramos débiles e indefensas y que no somos suficientemente fuertes física y mentalmente. Así demostramos que no es cierto”. Nos cuenta que su familia apoyó y apoya su decisión de entrar en esta brigada femenina y que están muy orgullosos de ella.
No bajan la guardia, sobre todo desde que Estados Unidos, su aliado, retiró sus tropas y dejó el camino libre a los turcos para su ofensiva contra los kurdos en Siria, en octubre de 2019. Esto permitió a Turquía ocupar una zona de seguridad en la frontera turco-siria. El frente se encuentra a apenas cinco kilómetros de este pueblo. Mientras entrenan, escuchan el ruido de un dron y corren a esconderse bajo los árboles. Nos comentan que los turcos las vigilan y espían con drones.
Para la comandante de la unidad, Ferashin Efrin, “si observamos la historia, esta es la primera vez que tenemos una organización femenina. Esto tiene un gran impacto en la sociedad kurda. La sociedad espera que nosotras la liberemos, nos miran como una unidad de protección. Y nosotras y la sociedad vamos juntas de la mano”.
Ferashin nos explica que las unidades femeninas de protección kurdas empezaron con apenas un puñado de mujeres en 2012, y que ahora ya son entre 7.000 y 10.000. Estas mujeres tienen entre 18 y 40 años, y se suman al grupo militar voluntariamente. Al igual que entre los hombres, también entre ellas hay mártires, como llaman a las caídas en el campo de batalla.
Aunque esta brigada femenina ha sido establecida en Rojava, como denominan al Kurdistán sirio, ellas insisten en que luchan por todas las mujeres del mundo y que son un símbolo y el camino hacia la libertad de las mujeres. No ocultan su orgullo al luchar por la liberación de su pueblo y contra los bárbaros del Daesh y por los derechos y la igualdad de las mujeres. Nada que ver con las mujeres del Daesh.
FUENTE: Pilar Requena / RTVE