Hasankeyf tenía algo excepcional que hacía que los visitantes se enamoraran del pueblo a primera vista. Adornado con mezquitas y santuarios, yacía debajo de grandes acantilados de arenisca a las orillas del Río Tigris. Los jardines estaban repletos de higos y granadas y locales de té cubiertos de enredaderas se extendían sobre el agua.
Se cree que los acantilados, tapizados de cuevas, fueron utilizados en el período neolítico. Una fortaleza antigua marcaba lo que alguna vez fue el borde del Imperio Romano. Las ruinas de un puente medieval hacían recordar cuando el pueblo era un próspero centro de comercio sobre la Ruta de la Seda.
Ahora todo se ha perdido para siempre, sumergido bajo las crecientes aguas de la represa Ilisu, el más reciente megaproyecto del presidente Recep Tayyip Erdogan, que inundó 160 kilómetros de la parte alta del Tigris y sus afluentes, incluyendo el valle.
El embalse en continua expansión desplazó a más de 70 mil habitantes angustiados. Riquezas arqueológicas no exploradas fueron devoradas junto con granjas y hogares.
Cuando Erdogan encendió la primera turbina de la presa hidroeléctrica, celebrando la conclusión del proyecto en mayo, el presidente la defendió por el desarrollo que traería al sudeste empobrecido y asolado por la insurgencia.
La presa aportaría miles de millones de dólares a la economía e irrigaría miles de hectáreas de tierras de cultivo, afirmó.
Los funcionarios gubernamentales han enfatizado que la energía hidráulica ofrecía la opción más ecológica, cuando decidieron seguir adelante con la presa hace 12 años, permitiendo que Turquía redujera su dependencia en carbón y gas importados.
No obstante, mucha de la gente que perdió su hogar dice que en realidad nunca fueron consultados. Están amargados y traumatizados. Ambientalistas y arqueólogos, en Turquía y en el extranjero, también están enojados y frustrados ante la pérdida del valle y sus tesoros.
Sus esfuerzos por salvar a Hasankeyf se vinieron abajo ante el autoritarismo de Erdogan. El derecho internacional, rezagado ante las actitudes cambiantes en torno al valor de proteger el medio ambiente, fue inadecuado para salvaguardar el patrimonio cultural, afirman.
Zeynep Ahunbay, una arquitecta conservacionista, hizo campaña durante más de una década para salvar a Hasankeyf, no sólo por sus joyas arqueológicas, sino también por el valor de su entorno natural.
El gobierno construyó dos pueblos nuevos para reubicar a los desplazados, y autopistas y puentes nuevos para rodear el embalse. Empresas turcas, aliadas con el gobierno de Erdogan, ganaron los contratos de construcción.
“Gastaron una cantidad terrible de dinero”, comentó Emin Bulut, un periodista y activista local, quien dijo que la factura ascendió a billones de liras. “Podrían haber solucionado todos los problemas del sur del país con eso”.
En 2012, funcionarios gubernamentales comenzaron a valuar propiedades para indemnizar a los que serían desplazados. Pero el dinero se volvió una fuente de resentimiento, dividiendo a la comunidad. Los argumentos dividieron cualquier oposición unificada a la presa.
“Nos rendimos cuando vinieron a tomar medidas de nuestras casas”, dijo Birsen Argun, de 44 años, quien junto con su esposo operaba el Hotel Hasbahce, el único en Hasankeyf, ubicado en un jardín de granados y nogales junto al río. “Nosotros causamos esto”.
Su esposo trató de persuadir a sus hermanos de que rechazaran el dinero y lucharan por un pago más jugoso en los tribunales, pero aceptaron la indemnización.
En diciembre, ingenieros trasladaron la mezquita El-Rizk del siglo XV al otro lado del río. La colocaron sobre una colina artificial junto al nuevo pueblo, donde el gobierno ha montado varios monumentos rescatados y construido una réplica moderna del puente medieval.
A algunos les parece que el nuevo Hasankeyf es artificial y carece de encanto. “La verdadera historia está allá abajo y la estamos ahogando”, dijo Zulku Emer, de 41 años, un maestro artesano.
En agosto del año pasado, el gobierno cerró las compuertas de la presa y liberó las aguas de un embalse río arriba. Las familias salieron en desbandada de las aldeas, abandonando fincas e incluso construyendo apresuradamente casas nuevas y carreteras de acceso sobre terrenos más elevados.
En el pueblo de Temelli, Hezni Aksu, de 60 años, miró hacia abajo donde la casa de granja y las tierras de su familia se hallaban bajo el agua.
“Esta tierra vino de nuestros ancestros”, manifestó con resentimiento. “Nos convirtieron en migrantes”.
FUENTE: Carlotta Gall / The New York Times International Weekly