Si algo ha demostrado la actual escalada bélica entre Estados Unidos e Irán es la capacidad destructiva que está en manos del Sepah Pasdarán (Cuerpo de los Guardianes de la Revolución), el ejército y principales fuerzas armadas de Irán que solo dependen, en sus decisiones, de Alí Jamenei, máxima e indiscutible autoridad del país, por encima del propio gobierno y parlamento. De los Pasdaranes depende el sistema defensivo y, de forma especial, el ambicioso programa de misiles balísticos, que los Guardianes nunca han ocultado.
De hecho, suelen hacer gala de su permanente desarrollo, presentando en conferencias de prensa o exhibiendo en los desfiles conmemorativos de la Revolución que en 1979 puso fin a la monarquía, las distintas clases de cohetes autopropulsados que van perfeccionando, desde los tipos Shahab-1 y Fatah-110, con alcance de 300 kilómetros, hasta los de tipo crucero -Soumar-, que podrían alcanzar los 3.000.
Y también ha demostrado en la práctica, se hayan equivocado o no a la hora de seleccionar el blanco, como han hecho con el avión ucraniano derribado, la gran probabilidad de que esos misiles alcancen el objetivo a destruir.
Lo mismo se podría decir de la andanada que lanzaron contra algunas bases utilizadas por los norteamericanos en Irak, en respuesta al asesinato de Qasem Suleimani, el “ministro de Exteriores” de los Pasdaranes y director de la estrategia expansionista iraní en Oriente Medio. Todos los analistas coinciden en que, de forma intencionada, no se ha buscado causar bajas reales entre las tropas estadounidenses sino solamente daños materiales.
Este hecho solo tiene una explicación: si en un primer momento el sistema de misiles iraní puede causar verdaderos estragos en las instalaciones norteamericanas en la zona o en la flota desplegada a lo largo del Golfo Pérsico, en ningún caso los Pasdaranes podrían resistir la correspondiente respuesta del Pentágono.
Está fuera de duda que, en el caso de guerra abierta, Estados Unidos podría destruir no solo su vasta red de infraestructuras militares, sino también el amplio complejo económico e industrial sobre el que se sustenta su poderío, el más importante de la República Islámica, monopolizando sectores clave de la economía en el campo energético, de las telecomunicaciones, las nuevas tecnologías, la industria nuclear, militar, el comercio o la construcción.
Cuando los Pasdaranes han querido hacer daño, lo han hecho. Un buen ejemplo fue el ataque el 8 de septiembre de 2018 contra las bases del Partido Democrático del Kurdistán de Irán (PDKI), uno de los principales grupos de la oposición, miembro de la Internacional Socialista. Entonces se utilizaron cohetes de la clase Fatah-110, que impactaron de lleno en la sede de su Comité Central, un viejo cuartel del Ejército iraquí próximo a la ciudad de Koysanjak.
Además de los grandes destrozos, los misiles lanzados provocaron la muerte de dieciséis cuadros y dirigentes del partido, incluidos varios integrantes de la dirección, como Mohamed Hasanpur, Ibrahim Ibrahimi, Mohamed Qadir, Soheila Kaderi y Nasrin Hadad. Estas dos últimas dirigentes eran las encargadas, dentro del Comité Central, para los programas de desarrollo dirigidos a la mujer.
Parece claro, por lo tanto, que en esta escalada bélica, tanto el régimen iraní como la administración norteamericana han optado por bajar la tensión. Para la cúpula de la República Islámica, una guerra abierta podría poner en peligro su propia subsistencia, mientras que para el presidente Trump supondría incumplir las reiteradas promesas de sacar a Estados Unidos de esas guerras tan costosas y lejanas guerras tribales, como gusta explicar.
Lo que realmente está en juego en esta “guerra” es si Estados Unidos, con su escalada militar, solamente quiere realizar una demostración de fuerza para doblegar al régimen iraní, instándole a respetar su “autoridad” internacional, o si busca derribarlo, aprovechando que se encuentra en los niveles de popularidad más bajos desde su instauración por el ayatolá Jomeini hace cuatro décadas.
Si de verdad Estados Unidos, o cualquier otra potencia, incluidos los países de la Unión Europea (UE), quisieran acabar con este sistema político integrista, sería suficiente en estos momentos con respaldar de forma decidida a los movimientos populares de oposición, reconociendo, por ejemplo, el “status” legal o diplomático a las fuerzas que llevan décadas luchando contra el régimen. Lamentablemente, las últimas instrucciones internas de la Secretaría de Estado pidiendo que se limiten los contactos con las distintas fuerzas opositoras van en sentido contrario.
La escalada bélica, nuevos ataques militares o el aumento de las sanciones no harían más que permitir que la República Islámica recupere la popularidad perdida reactivando su maquinaria propagandística, como ha ocurrido con las impresionantes y multitudinarias concentraciones durante las exequias del general Suleimani. En este sentido, se podría decir que su asesinato ha supuesto un balón de oxígeno para el régimen, dando la imagen ante todo el mundo que conserva el apoyo de la población.
Un efecto parecido tendrían las anunciadas nuevas sanciones económicas, que, como suele ser habitual, solo repercutirán en las ya empobrecidas clases medias y populares, mientras las élites del poder, y especialmente de los Pasdaranes, siguen amasando los impresionantes ingresos de la industria petrolífera.
Pero la recuperación del apoyo popular solo era un espejismo que se ha desvanecido al reanudarse las protestas contra el régimen en varias ciudades, cuando todavía está muy presente la salvaje represión, a lo largo y ancho de Irán, del pasado mes de noviembre. En las nuevas concentraciones, no solo se sigue acusando al régimen de mantener la agresividad internacional que le caracteriza y de empobrecer el país con sus aventuras exteriores sino sencillamente de mentir a la población porque ni ha dado una “bofetada” a Estados Unidos matando a decenas de soldados norteamericanos como ha llegado a decir, ni el derribo del avión ucraniano se había debido a un accidente, como ha mantenido durante días.
En definitiva, todo indica que el verdadero objetivo de esta “guerra USA-Irán” no es acabar con la República Islámica respaldando a un pueblo cansado de cuarenta años de dictadura teocrática, sino “domesticar” al régimen iraní y normalizar, con esta “llamada de atención”, las relaciones entre ambas partes.
FUENTE: Manuel Martorell / Cuarto Poder