Ir a la boda de tu hermana y volver huyendo de un bombardeo de la OTAN, con los tacones en la mano. A Jihan le entra la risa cuando recuerda la imagen de los comensales, todos muy elegantes, mirándose unos a otros con incredulidad en la trasera de un camión de ganado. Luego vuelve a llorar.
Ya noté algo extraño en la ciudad aquel día. Pregunté y la gente decía que era lo de siempre, una amenaza más de Erdogan (presidente turco) de atacar, que no había que tomárselo en serio. Luego cayó la primera bomba y todo el mundo gritaba y lloraba. Queríamos huir pero no sabíamos cómo, no había coches. Al final mi padre consiguió aquel camión. «Mira cómo se te ha corrido el rímel»; «¿Fuiste a la peluquería hoy a la mañana? Pues vaya pelos tienes ahora», nos decíamos unos a otros para animarnos.
Un amigo común nos la ha presentado en el campus de Qamishli (noreste de Siria) de la Universidad de Rojava. En otra vida, Jihan estudió Traducción en Damasco; en esta da clases de inglés a chavales que se resisten a arrojar la toalla en una guerra, la de Siria, que dura ya más de ocho años. Jihan no quiere dejarse retratar ahora, pero eso no será un problema casi tres semanas más tarde. Durante ese tiempo, esta kurda de treinta y seis años será nuestra guía por un mundo distópico que veremos a través de sus ojos. Son negrísimos, de esos en los que se pierden las pupilas pero que parecen condensar el drama de un relato que se salda ya con cientos de civiles muertos y el éxodo masivo de los que corren por su vida.
Fue el pasado 9 de octubre cuando las bombas de la aviación turca extinguieron la alegría en aquella boda y los sueños de cientos de miles en el norte de Siria. De su casa en Serekaniye —así se llama su ciudad— Jihan dice no saber gran cosa. «Nos dijeron que los mercenarios la saquearon, poco más». «Manantial de paz» es el nombre con el que Ankara ha bautizado su última operación militar sobre el noreste de Siria. Los drones y los tanques eran de bandera turca, pero las botas de Ankara sobre el terreno pertenecían a yihadistas del Estado Islámico y de las mil facciones de Al Qaeda en Siria a las que Ankara ha regalado armas, uniformes y un nombre para despistar: «Ejército Nacional Sirio». Ya hemos dicho antes que esto va de distopías. Como que la excusa turca para justificar la limpieza étnica de los kurdos de Siria sea reubicar a más de tres millones de refugiados árabes en sus tierras; eso o mandarlos a Europa, que dijeron en Ankara. Bruselas calla.
«No pararán»
Jihan acepta trabajar para nosotros de traductora siempre y cuando pueda compaginar el trabajo extra con sus clases. Para ir a Hassaka, setenta kilómetros y docenas de checkpoints más al sur, no le queda otra que pedir permisos de un día, aunque eso no será un problema. Muchos de sus antiguos vecinos se refugian en casas de familiares a una distancia prudencial de la frontera turca, aunque la mayoría ha acabado varada en escuelas abandonadas donde sillas y pupitres se apilan en los pasillos, como si alguien les fuera a dar fuego. Se trata de hacer sitio para las familias. Tampoco es algo de los últimos meses. En la escuela de primaria Abdul Hadd Mosa nos dicen que llevan recibiendo refugiados de todos los frentes de Siria desde 2011: Alepo, Homs, Raqqa, Deir Ezzor… La última remesa es la de Serekaniye y alrededores, doscientas personas de una riada de casi trescientos mil desplazados internos (ONU) tras la ofensiva. Solo en Hassaka hay ochenta escuelas como esta. El hedor en las zonas de los baños encaja con lo que uno puede esperar de un lugar público sin agua. ¿Queremos hablar con los desplazados? La primera es Gariba, una kurda de veintiocho años que tiene que bregar con cuatro hijos sobre las baldosas de una clase que comparten con otros dieciocho. Como todos se queja del frío, de la falta de agua pero, sobre todo, del ruido. «No paran, ¿los ves? No hay manera de que los críos estén quietos un solo momento. Desde que abro los ojos cada mañana solo pienso en que caiga la noche para volver a cerrarlos», dice esta kurda. Le han dicho que ahora vive gente en su antigua casa, «probablemente árabes de Idlib (oeste del país)». Su cuñado volvió hace tres días a Serekaniye y los yihadistas le pidieron dinero para poder entrar. Luego pensaron que sacarían mucho más secuestrándolo y ahora no bajan de los cien mil dólares. La familia sigue intentando juntar el dinero.
Las historias son recurrentes, tarifas incluidas. Como lo de los tractores requisados por los yihadistas. La suma que han de abonar sus dueños para recuperarlos oscila entre dos mil y tres mil dólares. También está lo del saqueo sistemático de las casas del que no se suele librar ni el cableado eléctrico. ¿Y lo de las mujeres que se ensuciaban la cara con barro para que no las violen los yihadistas? No siempre funciona. Jihan se afana en no perder detalle y traduce concentrada, esquivando el impacto de testimonios demasiado familiares. «Yo también soy de Serekaniye», suelta de vez en cuando aquí y allá. No habrá manera más eficaz de mostrar cercanía en tan solo cinco palabras. Seguimos clase por clase. Ya en el segundo piso, Zekia asegura haber perdido a cuatro de sus hermanos desde que empezó la guerra en 2011: dos en las filas del ejército sirio y otros dos en las de la milicia kurdo-árabe. El último murió bajo los drones del pasado 9 de octubre. «Nos odian porque estamos con los kurdos en esta guerra y no pararán hasta acabar con todos nosotros», dice esta árabe que tendrá diez o quince años menos de los que aparenta. Siempre es así. Zekia era la líder de la comuna de Serekaniye. El proyecto político puesto en marcha en el noreste de Siria desde 2011 pasa por la atomización del poder hasta ese nivel. Aún lejos de ser perfecto, no deja de ser una apuesta por los derechos humanos y la igualdad entre géneros, etnias y confesiones sin precedentes en la región.
«Conozco un restaurante muy bueno en Hassaka pero no tenemos tiempo para quedarnos», dice Jihan, tras más de tres horas juntando las piezas de una pesadilla colectiva que también es la suya. Son casi las tres, y a las cuatro empieza a oscurecer. Evitar los desplazamientos nocturnos por carretera es una de las condiciones a las que nos plegamos desde el primer día. No hemos acabado nuestro sándwich de pollo cuando nos cruzamos con un convoy de blindados rusos circulando por el carril contrario. Una hora más tarde será una caravana de tropas estadounidenses la que ralentiza el tráfico a la entrada de Qamishli. «¿Veis qué importantes somos?», bromea Jihan.
Si hay un lugar donde las placas tectónicas de la geopolítica chocan hoy con más virulencia, ese es el noreste de Siria. A los contingentes de las principales potencias internacionales súmenle la presencia del régimen sirio en el centro de Qamishli y Hassaka y la hegemonía kurda en los anillos exteriores. En el restaurante Mal de la calle Corniche no es difícil ver a rusos y a americanos beber cerveza turca en mesas contiguas. Comparten la estancia libertarios kurdos y árabes leales a Damasco, todo bajo la atenta mirada de un internacionalista occidental que se acerca a fumar narguile a eso de las seis de la tarde. Otra alternativa de ocio es la cafetería Rotana, uno de esos lugares que siempre esconden sorpresas entre la densa cortina de humo de las pipas de agua. En la noche del Real Madrid-Barcelona, el pequeño Ahmed no da abasto limpiando las mesas, soplando la ceniza y cambiando los carboncillos del narguile. Tiene trece años. Tras varias visitas, el dueño del local nos enseña en su teléfono móvil las imágenes de un cuerpo sin vida despedazado. «Es mi tío, el padre de Ahmed. Lo mataron los yihadistas cuando intentó volver a su casa en Serekaniye. Solo quería recuperar objetos personales, ropa, cualquier cosa». Unos días más tarde volvemos con Jihan. Le hemos hablado del crío y dice estar segura de que le conoce, de que fue uno de sus estudiantes de inglés en Serekaniye. A Ahmed se le ilumina la cara cuando ve a su antigua profesora. Será ella la que nos cuente la historia completa. El padre de Ahmed se hizo cargo de su sobrino, el actual dueño de la cafetería, tras morir el padre de este en un accidente de tráfico. Hoy es el hostelero el que le devuelve el favor cuidando de Ahmed y sus dos hermanas.
En el decimocuarto día, Jihan pide un nuevo permiso en la universidad antes de enfilar de nuevo hacia el sur, esta vez hasta el campo de refugiados de Washokani. A doce kilómetros de Hassaka, la administración kurdo-árabe del noreste de Siria ha levantado una ciudad de plástico sobre un barrizal. No hay ni casas de familiares ni escuelas suficientes para contener la riada de desplazados. Tampoco busquen a la ONU porque la mayoría de su personal abandonó el país en octubre. Fue el repliegue en la zona de las tropas de Damasco el que provocó una estampida de cooperantes y periodistas internacionales que habían accedido al territorio desde Irak, y sin un visado oficial sirio en su pasaporte. Hoy la Media Luna Roja Kurda hace lo que puede para asistir a los más de cuatro mil habitantes de Washokani, una cifra que, dicen, sigue creciendo cada día que pasa. Hemos visto una docena de excavadoras trabajar sin descanso para hacer sitio a los recién llegados. Como en días anteriores, Jihan saluda a antiguos vecinos y alumnos; al panadero donde compraban a diario; al que vendía tarjetas de recargo para el móvil, o al del taller de coches a pocos metros de su casa. «¿Por dónde empezamos?». Da igual. Le dejamos elegir entre un laberinto de tiendas de campaña idénticas en el que solo la ropa colgada de una familia nos avisa de que hemos caminado en círculos. Desde su nuevo hogar, Alia habla de una huida a pie con su marido y sus siete hijos. «Fuimos de pueblo en pueblo, huyendo a medida que se acercaban, hasta llegar aquí». Desde la tienda justo enfrente, Hussein dice que también huyó andando. Y Abdulrazaq. Y Fatma.
Amnistía Internacional habla de «crímenes de guerra por parte de Turquía y sus aliados» y nosotros llevamos ya más de dos semanas escuchando las mismas historias de boca de las víctimas. Cambian los nombres y las fechas, y a veces ni eso. A sus ochenta y dos años, Omar Hamud yace postrado bajo tres mantas de las que asoma la bolsa de plástico en la que orina. Dice que los turcos no temen a Dios. Eso también lo hemos oído. Algo novedoso es la noticia del nacimiento de tres criaturas en este mar de plástico. Son Ayan, Mahmud y Suriya, los primeros naturales de Washokani, que no es sino el antiguo nombre siríaco de Serekaniye. ¿Queremos verlos? Poco después, Jihan tropieza con una antigua compañera del instituto y su familia al completo. Hay abrazos y risas, como si nada de todo esto fuera con ellas. Una foto de grupo en la que todos sonríen da fe de que el drama parece quedar dentro de las tiendas. La temperatura fuera es de cuatro grados. Una niña preciosa nos da la mano antes de despedirse. La tiene caliente.
Hemos acabado pronto y nos da tiempo de parar en el restaurante de Hassaka que mencionaba Jihan. Se llama Shattoo. Somos los únicos clientes y nos invitan a sentarnos en unas sillas doradas que rodean una mesa de cristal. El mobiliario recuerda al de la escena final de 2001 pero en medio de una fantasía de colores chillones. Jihan pide una selfi de grupo. Sonreímos.
Un dormitorio
«Mañana vamos al frente, Jihan. No te preocupes porque lo tenemos todo atado con la milicia cristiana. No tienes por qué venir». Nos imaginamos que la kurda insistiría en acompañarnos y le recordamos que lo más probable es que no pase nada, pero que siempre hay una posibilidad de que algo se tuerza. Tampoco sabemos cómo decirle que no. En vez de enfilar hacia el sur como en días anteriores, seguimos por la carretera rectilínea hacia el oeste, con la frontera turca siempre a nuestra derecha. El escaso tráfico circula en dirección contraria. Ya vimos a esas familias enteras huyendo en una sola moto el pasado mes de octubre, o a las que caminan por el arcén en mitad de la nada. También a las que viajan dóciles en las traseras de camiones de ganado sentadas sobre sacas de arroz. Son imágenes congeladas en el tiempo que incluyen a esos pastores guiando a sus rebaños. Siempre parecen los únicos ajenos al desastre.
A veinte kilómetros de Tel Tamer —la última parada antes de la zona cero—, el conductor quita el seguro del Kalashnikov que descansa junto a la caja de cambios. Ya en la ciudad, la milicia cristiana nos espera en su cuartel general para llevarnos a su posición a siete kilómetros de allí, en la aldea de Tel Tawil. De una población en torno a mil habitantes apenas queda medio centenar, la mayoría viejos que no tienen ya fuerzas para huir. Nos lo cuenta Adai, un chaval de veinte años y que comanda este destacamento a un kilómetro de las posiciones yihadistas.
«Están justo en ese pueblo. ¿Veis ese coche circulando por la carretera? Son ellos», explica, señalando con su brazo derecho. Tiene su nombre, su fecha de nacimiento y un rosario tatuados en el antebrazo. Tres de sus hombres cayeron prisioneros hace cuarenta días y no saben nada de ellos. Como siempre, será una cuestión de dinero que nadie podrá pagar. Oímos fuego esporádico de mortero en la lejanía, pero nada preocupante. Adai nos invita a dar una vuelta por el pueblo hasta la escuela. Isha Esheia, profesor de primaria, es uno de los que se niegan a abandonar tanto su casa como su lugar de trabajo. «¿Queréis que os enseñe el colegio?». Caminamos por pasillos en los que no hay niños, ni tampoco familias de desplazados como en Hassaka. Solo silencio.
Realmente cuesta creer que aún quede medio centenar de habitantes en Tel Tawil, pero es que hay que buscarlos dentro de sus casas. Hoshab tarda en abrir la puerta. Cuando finalmente lo hace, intenta educadamente evitar el contacto. Solo es un viejo sin educación, repite desde el umbral; no sabe nada de la guerra ni entiende lo suficiente para contarnos algo que nos pueda interesar. Jihan le explica lo obvio: su testimonio como uno de los últimos residentes de Tel Tawil es valiosísimo. Luego le explica que ella es de Serekaniye. Pasamos hasta la cocina para descubrir que les hemos interrumpido a él y a su mujer, Hadare, en mitad de la comida (pasta con tomate). Hadare parece contenta por la inesperada visita. Chapurrea algo de árabe, pero su lengua materna es el suroyo, la versión moderna del arameo. Jihan la entiende con dificultad, aunque lo suficiente para descubrir que la anciana desconoce siquiera que haya una guerra en curso.
«Seguimos haciendo las compras en Tel Tamer como siempre, todo es normal, ¿sabes?», le suelta a Jihan justo después de que esta la bese y la abrace. Así se hace siempre con la gente mayor en Oriente Medio. La única decoración en la estancia es el retrato de un primo muerto hace años y una imagen de la virgen María en la cubierta de un calendario de 2007. Entre ambos hay una ventana con vistas a la aldea de Daudie, hoy en manos de los islamistas. Hoshab sonríe como el que intenta quitarle hierro al asunto de la guerra y se vuelve a disculpar por no saber nada y no poder ayudarnos. «No tenemos hijos, ¿a dónde íbamos a ir?», dice, antes de despedirse con esa sonrisa que ha de protegerle del infortunio. Dejamos atrás la casa y una hermosa villa con piscina justo al lado. Ya nos habían dicho en Qamishli que los pueblos de esta zona eran preciosos. «Siempre parábamos por ahí antes de llegar a Tel Tamer», nos dijo nuestro amigo Masud. Jihan incluso habla de comprarse una casa aquí «cuando todo acabe».
Cincuenta metros más adelante encontramos otra villa, pero está destripada por los proyectiles que llegaron desde la aldea de enfrente. Hay que caminar sobre el escombro en la cocina y la sala de estar para llegar al dormitorio: una cama con un cabecero en forma de abanico en madera blanca, armarios y cajoneras a juego. Otro hogar del que se extirpó la vida.
No hemos visto llorar de nuevo a Jihan tras aquel primer encuentro en la universidad aunque hoy parece agotada. Se sienta a descansar y le pedimos que nos deje sacarle una foto. Adelante. Es lo más cerca que puede estar hoy de su casa. Casi le preguntamos qué siente.
JOTDOWN – Karlos Zurutuza
Este reportaje es un avance de Éxodo, huir entre el escombro, un proyecto de investigación periodística de Euskal Fondoa.