Objetivamente, a nadie, salvo a los sectores más radicalizados de ambos bandos, le interesa una guerra abierta entre Estados Unidos e Irán. Donald Trump ha basado buena parte de su programa en reducir las intervenciones militares en el exterior y en “traer a nuestros chicos de vuelta a casa”, refiriéndose así a los miles de soldados norteamericanos desplegados por todo el mundo.
Irán es un país extenso -más de tres veces España-, con más de 80 millones de habitantes y una compleja orografía que haría extremadamente difícil una guerra convencional, como las que hemos visto en los últimos años en Irak y Siria. Una operación de este tipo acabaría con la presidencia de Trump. La opinión pública jamás le perdonaría que, tras prometer “la vuelta de sus chicos a casa”, cientos de jóvenes regresaran envueltos en bolsas de plástico.
Tampoco a las máximas jerarquías del régimen iraní les interesa un choque abierto, que sería desastroso para la República Islámica en un momento en que vive una verdadera expansión de su modelo político por todo Oriente Medio. Ni siquiera en los ámbitos de la oposición, que suele pedir la solidaridad internacional para derribar el régimen, domina la apuesta por una intervención extranjera. Solo un grupo importante -los Muyahidines del Pueblo- avala tal escenario bélico.
Pero eso tampoco quiere decir que la oposición esté dispuesta a cerrar filas en torno al gobierno de Hasan Rohani si finalmente se produce un ataque. Buena parte de la opinión pública y de los grupos opositores consideran que el régimen es el principal responsable de la escalada de tensión en la zona debido a su política expansionista, apoyando a grupos integristas en Siria, Irak, Palestina y Yemen. Por lo general, exigen que se detenga esta agresiva política exterior y se normalicen las relaciones con la comunidad internacional, incluso retomando el diálogo con los Estados Unidos.
La clave de la actual escalada que nos ha llevado a las puertas de un nuevo conflicto bélico, está en el protagonismo que en la actual coyuntura han adquiridos esos sectores radicales, tanto en la administración norteamericana como en la iraní.
Por parte de Estados Unidos, y tras la cadena de dimisiones de altos cargos poco partidarios de “aventuras” y debido a la errática política exterior de Trump -James Mattis y Dara White en el Pentágono; Brett McGurk en Oriente Medio; Nikki Haley en las Naciones Unidas, e incluso Tex Tillerson como secretario de Estado-, ese vacío habría sido ocupado por los “halcones”.
Entre ellos, está destacando la figura de John Bolton, cuya estrella ha vuelto a resplandecer en la Casa Blanca. Bolton es un viejo asesor en materia de seguridad que ya participó en la campaña contra las famosas armas de destrucción masiva que derivó en la invasión de Irak en el año 2003. Ahora se ha convertido en el principal asesor de Trump, encontrando su gran oportunidad para imponer su línea dura, tendiente a llevar la presión sobre Irán hasta el límite.
Se da la circunstancia de que, en este sentido, ha encontrado el apoyo del general Kenneth McKenzei, nuevo jefe del Comando Central de las fuerzas armadas, igualmente proclive a “pasar a la acción”. Tampoco es ninguna casualidad de que Bolton haya participado en las jornadas “Por un Irán libre”, que organizan anualmente los Muyahidines del Pueblo, el único grupo importante de la oposición iraní que desea una intervención estadounidense.
De alguna forma, se habrían juntado, como se suele decir, “el hambre con las ganas de comer”. El resultado habrían sido los actuales planes para desplegar barcos, bombarderos, misiles y tropas en el Golfo Pérsico, al parecer tras recibir informes de los servicios de inteligencia israelíes sobre hipotéticas amenazas contra intereses norteamericanos a manos de grupos pro-iraníes en la zona. Los recientes atentados contra petroleros y dos oleoductos de Arabia Saudí y los Emiratos Árabes no habrían hecho más que confirmar la inminencia de estas amenazas.
Sin embargo, nadie más justifica tal escalada. El ministro iraní de Exteriores, Javad Zarif, ha declarado que es totalmente innecesaria; los Emiratos Árabes han quitado importancia a los atentados; Arabia Saudí señala a los rebeldes hutíes de Yemen, y el general británico Chris Ghika, portavoz de la Coalición Internacional para Siria e Irak, por su parte, ha asegurado que ni se han producido cambios en los niveles de amenazas ni esperan un ataque por parte de Irán.
Por lo tanto, el problema estaría en esos sectores de la República Islámica que podrían aprovechar el actual despliegue de tropas para desencadenar un conflicto bélico, pensando que la población iraní volvería así al redil del régimen, además de aprovechar la ocasión para redoblar las medidas represivas contra la oposición.
El general Qasem Suleimani, una especie de “ministro de Exteriores” de los Pasdaranes (Guardianes de la Revolución y verdadero Ejército iraní), representaría en Irán la línea dura que Bolton personifica en Estados Unidos. Es Qasem Suleimani quien marca la política exterior iraní en Oriente Medio y no Javad Zarif, quien, en la práctica, no tiene potestad real sobre las decisiones de Suleimani. Es en este sentido más que significativo que, al contrario de lo declarado por el gobierno de Teherán, los mandos de los Pasdaranes hayan declarado que están ante una buena ocasión para medir sus fuerzas con Estados Unidos.
El expeditivo cierre de la revista Seda, de orientación reformista, por haber publicado la portada con una foto del despliegue naval norteamericano y un artículo bajo el titular “En la encrucijada: guerra o paz”, apostando por retomar el diálogo con Estados Unidos, indica con claridad quién tiene realmente el poder en Irán.
El verdadero peligro de la actual escalada estriba en que alguno de estos sectores radicales termine provocando un enfrentamiento que tendría consecuencias imprevisibles para ambos países. Alí Jamenei, Guía de la Revolución y máxima autoridad en la República Islámica, se ha sumado a las declaraciones contra la guerra y, al parecer para controlar la situación, ha destituido a varios altos mandos de los Pasdaranes. Algunos analistas norteamericanos igualmente consideran que ha llegado la hora de John Bolton, cuyas posiciones maximalistas habrían puesto en un serio aprieto a las posiciones defendidas por el propio presidente Trump.
FUENTE: Manuel Martorell / Cuarto Poder