La música no termina con la guerra, pero ayuda a exorcizarla. De Kobane, ciudad kurda en el norte de Siria, queda poco en pie. Sobre esas ruinas hay algunos músicos y decenas de chicos que vuelven a tocar instrumentos que, al menos por un rato, reemplazan los ruidos de la guerra. El músico kurdo Gani Mirzo, radicado hace décadas en Barcelona, impulsa una campaña -de la que participa Músicos Sin Fronteras- que ya llevó y repartió 250 instrumentos en la zona.
Las peripecias de la cruzada derivaron en un documental realizado por los argentinos Pablo Tosco y Miguel Roth. Mirzo creció en Qamishlo, en el Kurdistán, con los sonidos del buzuq, del tambur y del laúd; dejó su ciudad primero para estudiar música en Alepo y, hace 25 años, para seguir su vida en Barcelona. “El país era un cárcel grande; no podía hacer música kurda e irme a aprender era una manera de escaparme y, a la vez, de desarrollarme más”, cuenta a La Nación.
Mirzo tiene un quinteto con el que hace música de fusión (flamenco, Oriente Medio, jazz) y junto a la banda catalana Les Comediens realizó Las Mil y Una Noches -a punto de reeditarse-, una mirada musical particular sobre ese clásico texto. En 2013 realizó una visita al campo de refugiados Domiz, en el norte de Irak, cerca de la frontera con Siria y entre los 50.000 desplazados que están allí hay parte de su familia.
Esa visita cambió sus prioridades artísticas: “El drama humano me golpeó”. De regreso en España hizo un CD y lo recaudado lo donó al campo. “Mucha gente de mi ciudad está allí, con la que había crecido, con la que había vivido. Me hacía ilusión poder ayudar”. Volvió una vez más y profundizó su decisión de seguir colaborando; allí nació la idea de recolectar instrumentos para -a través del arte- ayudar a cicatrizar las heridas de la guerra.
Los ocho años de guerra en Siria dejaron un país devastado: 500.000 muertos y unos 12 millones de desplazados, casi un millón más que la población que queda en el país, de los que ocho millones también dejaron sus lugares habituales. Los combates siguen en determinadas zonas y hay problemas para acceder a distintos puntos del país. Destrucción, hambre y miseria.
Para los kurdos la música es la “resistencia, la historia cantada porque siempre estuvo prohibido escribirla; cuentos de amor, de batallas”. Por eso insiste Mirzo -porque “gracias a la música estamos vivimos”- organizó junto a la ONG Músicos Sin Fronteras, una colecta de instrumentos musicales. “Arrancamos y en pocos meses reunimos una tonelada de instrumentos musicales y hasta equipos de sonido -se entusiasma el vasco Jesús María Aledría, presidente de la ONG-. Donaron empresas, la escuela de música del Ayuntamiento de Vitoria y otras del país vasco. Y ya estamos preparando el segundo envío. Mandamos desde instrumentos de percusión a otros con mucha entidad, como chelos y contrabajos”.
Un camino difícil
-¿Qué ilusión tienes en tu vida?, preguntó Mirzo a Mustafá, un muchacho ciego al que escuchó hacer música junto a su hermano Ahmed.
-Mi deseo es tener un violín. Cuando salí de Kobane no lo pude llevar y, a la vuelta, no quedaba nada.
Meses después Mustafá tocaba -sobre las ruinas- un violín que el músico vasco Fran Lasuen había comprado en un anticuario pero que no dudó en mandarle; un instrumento del siglo pasado, una “verdadera joya”.
La llegada del contenedor con los instrumentos al Kurdistán fue una odisea. Desde el País Vasco fue a Alemania en una empresa de transporte y, desde allí, en un camión hasta la frontera entre Iraq y Turquía. “Empezaron las demoras, las autoridades discutían y querían cobrar impuestos pese a los sellos que certificaban la donación; pagamos pero la preocupación era creciente”, describe Mirzo.
Otro camión cargó la música en el Kurdistán iraquí hasta el límite con Siria que fue más difícil de atravesar. “Ni siquiera son fronteras legales, hay inseguridad, hay miedo, no hay lógica”. Hubo llamadas de último minuto, contactos reservados para cuando fuera necesario. Es que cruzar depende, en buena medida, de la suerte. Una odisea.
Cuando pasaron el cielo era negro, de tormenta. Seis horas transitaron un camino angosto y difícil, siempre mirando el cielo porque la carga no estaba cubierta. “Llegamos, bajamos los instrumentos y empezó a caer agua”. La casa del hermano de Mirzo fue depósito mientras se hizo el reparto en ocho ciudades del norte sirio.
Hubo un violín también para Haroun, un joven armenio católico de 22 años que nació y vivió en Raqqa, ciudad que debió abandonar cuando la ocupó el Estado Islámico. “Lo encontraron tocando, lo amenazaron, le rompieron el instrumento. Se fue a 500 kilómetros donde instaló en un centro de enseñanza que recibió una parte de la carga solidaria”, explica Mirzo.
Acompañado de los documentalistas y con mucho miedo, Haroud regresó a Raqqa cuatro años después de haberse ido. Su ciudad, su barrio y su casa están destruido; allí volvió a hacer música.
“Buscamos que los niños olviden por un rato, que escuchen otros sonidos diferentes a los bombardeos, que jueguen con la música, que descubren la belleza. La música hace bueno al ser humano, que su historia no sólo sean bombas y tanques”.
Mirzo y Músicos sin Fronteras -que hace tiempo lleva adelante la campaña “Los derechos humanos, a bombo y platillo”- siguen buscando instrumentos y tejiendo redes con diferentes organizaciones del mundo. Invitan a todos a participar, a sumarse con lo que puedan. “Que los chicos sepan que hay unos locos en otros países dispuestos a ayudarlos”.
FUENTE: Gabriela Origlia / La Nación