En la región del Kurdistán sirio, donde Estado Islámico hizo estragos, músicos y escritores apuestan por una reconstrucción a través el arte. Sus historias y sus sueños.
Un niño pastorea chivas bajo el sol ardiente frente a un puesto vigía, en un campo seco, austero, tacaño, a pocos kilómetros de la frontera iraquí-siria.
La sensación de indefensión crece proporcional a la distancia que nos separa de Erbil, la ciudad que funciona como capital comercial de la Región Autónoma Kurda y que representa un oasis ante tanta devastación. La ruta 2 –única arteria directa que vincula con Mosul– es angosta, emparchada a discreción y está flanqueada por una extensa trinchera. Gani señala hondonadas a la vera del camino y dice que sirvieron como escondites para las tropas, pero que también eran puntos de avanzada en la guerra que se libró pueblo a pueblo contra el grupo islamista radical Estado Islámico.
Gani es un músico kurdo que vive en Barcelona exiliado desde 1993; él organizó junto a Músicos Sin Fronteras y el pueblo de Euskadi una colecta de instrumentos musicales con el propósito de traerlos a las zonas arrasadas por la guerra en Rojava, el Kurdistán sirio.
Gani cree que la música es trascendental para el pueblo kurdo. Retorna con un proyecto tan valioso como admirable, porque cree (entiende, está convencido) que el arte no sólo ayudará a disminuir la ansiedad y la frustración de personas refugiadas, sino que será parte fundamental de la reconstrucción cultural y emocional de todos ellos. Viene a buscar, también, a los artistas de la resiliencia. El primer paso es reencontrarse con un viejo amigo que pasa sus días en el campamento de refugiados de Gawelan.
Qasim se emociona al ver a su viejo amigo. Lo saluda con un abrazo y tres besos, se miran y vuelven a abrazarse, sonriendo. En la casa que construyó en Gawelan, su esposa y una de sus hijas ultiman los preparativos para agasajar a la visita. Su hijo menor colabora con ellas para servir el almuerzo. La regla es la hospitalidad en su máxima expresión. Sentado, Qasim explica por qué huyeron. La historia –que se repite en cada campo– habla de bombardeos, hogares destruidos, falta de comida, muerte y dolor interminable.
En los conflictos, en las crisis y en las guerras, siempre hay un par de responsables o razones que hacen detonar la injusticia. En esta región, son tantas y tan complejas que uno opta por reducirlas o intenta sintetizarlas en términos como religión, petróleo, partidos políticos o enemistad histórica –y supuestamente irreductible– entre clanes. Y es cierto; tan cierto como insuficiente para entender la brutal desigualdad y el sufrimiento propagado.
Qasim es, sobre todo, artista: bailarín folclórico –devenido maestro de danza–, pintor –actualmente sin tintas, lienzos ni pinceles– y poeta. Su talento está al servicio de activar la esperanza a través del arte en cuanto evento se organice en el campo. Cuenta que estuvieron casi dos años en una tienda de campaña hasta que una agencia alemana, una ONG francesa y ACNUR los ayudaron a construir dos cuartos, el baño, parte de la cocina y los asistieron con enseres básicos. Está agradecido (no diría feliz) por el lugar de refugio que les permite estar con vida.
Qasim lee poesía. Escribe poemas de puño y letra; lee y recuerda. Sus poemas son odas con acento femenino: alabanzas a una tierra amada que ha sido usurpada. Son también diatribas contra la persecución. Su esposa Lleida, luego de ofrecer otra taza de té dulce, se sienta a su lado, oye y asiente. Lleida es originaria de Afrin, cantón kurdo del noroeste de Siria que fue un territorio relativamente pacífico durante los años de conflicto. Sin embargo, desde principios de año, las Fuerzas Armadas de Turquía, con apoyo de sus aliados del ejército sirio y facciones islamistas, comenzaron una ofensiva inédita sobre la zona con el argumento de que las milicias kurdas asentadas allí suponían una amenaza para Turquía. El grupo armado kurdo PKK permanece en la lista negra de organizaciones terroristas de la capital turca y norteamericana, aunque la facción del lado sirio combate contra el Estado Islámico de la mano de los Estados Unidos. Contradicciones bélicas que dejan por saldo familias sin hogar; miles de personas –los cálculos del Observatorio Sirio de los Derechos Humanos habla de más de doscientas mil– que debieron huir de combates y bombardeos. La paz huidiza, la venganza siempre renovada.
Safuan y sus maderas
Qamishlo es un bastión custodiado por las fuerzas kurdas, una ciudad siria poliétnica y multirreligiosa que bien podría servir como verificación de que es posible la convivencia pluricultural: hay un barrio cristiano aledaño a la mezquita referencial de los musulmanes de la zona; calles de asirios, calles de armenios, casas de la religión preislámica yazidí, casas de drusos, casas de chiíes cerca de casas de suníes. Y reductos con banderas celestes donde se atrincheran las agencias de Naciones Unidas. Una de las zonas más pobres de Qamishlo es Hlayliye, un barrio en las afueras de la ciudad. Allí hay un pequeño local donde penden veintinueve tanbures (un instrumento similar a la mandolina) en proceso de fabricación, reparación y coloración. Es el recinto de Safuan, un luthier que resiste en el medio del caos y la miseria.
Safuan conversa animoso con Aran, su cuñado, quien le da una mano lijando; en eso llegan dos niños corriendo para pedirle por favor afinar un sitar. Safuan charla, sonríe y sigue en su labor como maestro artesano: con los cinco sentidos puestos al servicio de la música: calcula a ojo y no falla, roza las cuerdas y las ajusta, oye la afinación, siente el aroma de la madera y luego toca para gusto de su familia y amigos del barrio.
“Hago instrumentos desde hace muchos años –dice en tono pausado–. A los quince tenía un buzuq que me regaló mi primo y que aguantó buen tiempo. Vine a la ciudad para que lo arreglaran, pero no encontré a nadie que supiera. Volví a casa e intenté hacerlo por mi cuenta y resultó bien. Entonces probé armar uno nuevo, pero no quedó bonito. Armé otro, y tampoco. Pero el tercero y el cuarto estuvieron bien. Así se convirtió en mi afición”. Safuan tiene mirada dócil y carácter perseverante, pulidos en una infancia signada por la enfermedad. Dice que arregla todo tipo de instrumentos, “aunque sólo construyo buzuqs, baglamas, laúdes y tanbures. Podría hacer guitarras y violines, pero los piden poco”.
El espacio de trabajo es pequeño. Sobre la puerta de entrada cuelga un amuleto contra el mal de ojo. Letras gastadas en tipografía árabe de color naranja y borde blanco dan la bienvenida desde la ventana, aunque anuncian el nombre de un viejo almacén de antes de la guerra.
“Al principio estaba sorprendido: no daba crédito de que funcionara, de que yo hubiera armado un instrumento. Ahora, construirlos me hace bien y cuando toco me siento mejor. Pero la guerra afectó mi trabajo: no hay electricidad, no hay materiales o son de mala calidad. Me faltan máquinas, alguna sierra y lijadora; todo es manual. Cuesta mucho esfuerzo. Las autoridades han abierto centros culturales y tengo más encargos; pero la guerra nos frena y se acumula el trabajo. Con máquinas podría hacer mucho más. Me encanta ver a niños venir con instrumentos. Se los arreglo, les ayudo y les doy todo lo que puedo. Es mejor verlos con instrumentos, que cargando armas. No queremos que sea una generación violenta”, dice Safuan.
Un año atrás no habríamos podido recorrer este mismo tramo sin ser prisioneros de Estado Islámico. Pero hace unos meses liberaron la ciudad de Al Raqa (uno de los últimos bastiones del Daesh en la zona) y la presión cedió. Ahora la ruta angosta que une Qamishlo con Kobane –una senda deshecha sin demarcar– volvió a ser transitada en ambos sentidos, y los camiones de crudo rozan los espejos retrovisores.
Parwin: la guardiana de las palabras
“Esta es una de los pocas construcciones que quedó de pie”, dice Parwin, profesora en literatura y trabajadora del Centro Cultural de Kobane. Años atrás, el mismo edificio estuvo ocupado por el régimen baazista, pero tenía poca actividad o permanecía vacío. Artistas kurdos lo recuperaron después de que la milicia lograra expulsar al Estado Islámico, y hoy es un hormiguero de grandes y chicos que pasan por las aulas para aprender pintura, teatro, danza, instrumentos musicales tradicionales y clásicos; hay un estudio de grabación que funciona muy bien, armado con viejas consolas de sonido donadas; en otra planta brindan clases de comunicación y “tenemos un espacio para que la memoria y la palabra de nuestro pueblo no se pierda”, dice Parwin hablando de la biblioteca.
“El noventa por ciento de la ciudad quedó en ruinas y quemaron todo lo que les pareció pecado –recuerda Parwin–. Los yihadistas encendían fogatas enormes con instrumentos y libros porque decían que eran fuentes del mal”.
La biblioteca está en la planta baja del Centro Cultural, a mano de cualquier interesado. En los estantes reclaman atención lomos con títulos en diferentes colores e idiomas. “Luego de la liberación, nos juntamos con amigos y comenzamos a rescatar libros. Al principio logramos conseguir unas 600 obras en kurdo. Fue una tarea difícil porque la expresión de nuestro pueblo siempre fue censurada. Antes, el aprendizaje sólo era en árabe. El Baaz –partido político sirio al poder– requisaba y prohibía manifestaciones de la cultura kurda. Imagínese el trabajo que significó restaurar, reunir y buscar para comprar más de doce mil ejemplares”.
Desactivado el califato, se encienden decenas de nuevos conflictos que suenan con más intensidad y titilan en rojo. Ante las niñas y los niños se abren senderos cada vez más definidos: la senda de la venganza y el yihadismo; o el camino de la recuperación que intentan abrir con el arte personas como Parwin, a través de los despojos y los restos lacerantes de la guerra. Impulsan la reconciliación y la recuperación emocional a pesar de tener recuerdos vivos del dolor, algunas en su aspecto más provocador: a pocas cuadras del centro, en su versión de hormigón, el muro que levantó el presidente turco, Recep Erdogan.
Entornos frágiles
De los 911 kilómetros de frontera con Siria, el muro ya cubre más de dos tercios: placas de cemento de tres metros de altura con alambres de púas, una red de torres de vigilancia con artillería, trincheras y/o terraplenes que lo rodean. Erdogan paga, además, soldados extra entrenados para reacción rápida. En Kobane, sin embargo, la población se esfuerza por acomodarse a entornos frágiles: recientemente abrió un local de telas que también vende pañuelos de uso típico en la milicia y camisetas de fútbol europeo; una tienda modesta de celulares liberados, nuevos y usados; incluso un falso Starbucks.
Parwin, docente perseverante, cuida y mejora la única biblioteca de la zona, como una guardiana de las palabras. “Estamos promocionando la lectura en escuelas y centros educativos. Nos ilusiona la idea de que salgan escritores desde Kobane. Sería magnífico –dice sonriendo– tener más libros y apoyo para que, por ejemplo, que se escriba más poesía en nuestro idioma.” Ella organizó y catalogó las obras de la Biblioteca sola, por momentos a oscuras: Kobane, como otras ciudades liberadas del norte sirio, tiene pocas horas de electricidad por día. Por ese esfuerzo debió operarse de la vista, pero se la ve radiante: “Más allá de las dificultades, seguimos luchando y cuidando nuestra cultura. Estamos recuperando nuestra voz. Y nuestras palabras ahora tienen lugar”.
FUENTE: Migue Roth / Revista Viva