Miles de desplazados del enclave tomado por Turquía quedan atrapados en un cruce de guerras
Los campos de olivo de Tel Rifat, en el noroeste de Siria, no saben de calendarios, pero sus tierras han dado cobijo a miles de sirios, los últimos llegados de la kurda Afrin, que los han atravesado para bien huir o buscar refugio en esta aldea. “Hemos dado más vueltas que una peonza”, resume la vecina Fadia a sus 53 años. En 2012, y desde la campiña de Alepo, llegaron los rebeldes del Ejército Libre Sirio. Un año más tarde y desde Marea, localidad al este, lo hicieron los yihadistas del Estado Islámico, que, según los vecinos, convivieron con los anteriores hasta que guerras intestinas se saldaron con su expulsión definitiva en 2014. En febrero de 2016 tocó el turno de los milicianos kurdos de las Unidades de Protección Popular (YPG, por sus siglas en kurdo) que entraron desde el oeste, desde Afrin. “Hace dos semanas que el Ejército sirio se hizo con Tel Rifat”, prosigue la mujer en el patio de su caserío y entre sorbos de un café aromatizado con cardamomo.
La geografía ha condenado al pequeño poblado de Tel Rifat, situado a 20 kilómetros al este de Afrin, último enclave kurdo controlado por Turquía, y en pleno cruce de guerras paralelas. Aquí han venido a parar el 20% de los 137.000 civiles que han huido de la invasión turca. Las trágicas vivencias compartidas durante la contienda han acabado por reunir a desplazados de diversas etnias y confesiones en unos poblados que durante siete años han caído sucesivamente en manos de rebeldes, yihadistas y milicias kurdas para retornar hace apenas dos semanas bajo el ala de las tropas regulares sirias.
Las manos de Faida acompañan el relato señalando un boquete en el techo, luego otro en la fachada a la vez que despliega las múltiples documentaciones que le fueron expedidas por insurrectos, kurdos o el gobierno sirio y que hoy abultan su cartera. Borrones de pintura blanca se superponen en los muros de la avenida principal para tachar aquellas frases garabateadas en distintos años por las diversas fuerzas que han reinado en sus calles. Aún se puede leer “Consejo local revolucionario” en un tabique salpicado por metralla y sobre el que han desplegado el retrato de Bachar el Asad. “Cuando los combates se recrudecieron, huimos a Alepo. Pero tampoco era seguro, así que buscamos cobijo en Afrin. Es allí donde conocimos a esta familia”, explica Fadia al tiempo que toca la puerta.
Um Ahmed, junto a su marido, Abdelkarim Momo, en la cincuentena, abren la puerta y abrazan calurosamente a Fadia. Han llegado hace 20 días junto con otros cinco familiares desde la localidad kurda de Jinderise, entrada y salida de Afrin antes de quedar sitiada por las tropas turcas y las milicias locales aliadas. Varios meses atrás, los Momo servían en su patio de Jinderise zumos a la familia de Fadia, entonces desplazados allí. “Se han llevado nuestros tractores a Turquía”, protesta Momo, quien asegura que los insurrectos revenden estas máquinas de tres millones de libras sirias (4.700 euros) por escasas 200.000 (315 euros).
Estos campesinos vivieron una insólita paz durante los siete años de guerra que han desangrado Siria. Al menos hasta que el pasado 20 de enero Turquía lanzara la ofensiva Rama de Olivo para expulsar a los kurdos del YPG de su frontera sur. Estas milicias, que Ankara tilda de grupo terrorista por sus lazos con el PKK turco, son el principal aliado de Washington en la lucha contra el Estado Islámico en Siria.
“Aquí solo quedan 500 de las 6.500 familias oriundas de Tel Rifat”, es el balance que hace en su despacho Hasan Adhan, responsable local de la Media Luna Roja siria (SARC, por sus siglas en inglés). Después de la batalla de Afrin, los kurdos en la localidad son diez veces más numerosos que los oriundos. Los roles han quedado ahora invertidos, con Fadia como anfitriona y Um Ahmed como desplazada. “Aquí nadie cobra alquiler a los refugiados que recibimos en casas de familiares, pero cuando estábamos en Afrin sí que nos hicieron pagar uno”, deja caer Fadia antes de añadir: “Y los milicianos kurdos nos ponían toque de queda y nos imponían sus documentos mientras que el Ejército sirio no”.
Cadena de éxodos y casas saqueadas
La familia Momo recibe mensajes de WhastApp de sus allegados que han quedado atrapados en Afrin que les piden que “no regresen”. La imagen de la estatua de Kawa el herrero, figura de las mitologías kurda y persa destruida por las tropas turcas y las milicias sirias aliadas , preside la galería de fotos en el móvil de Momo. Le siguen las de sus tres sobrinos de entre 17 y 20 años, quienes, asegura, han desparecido en Afrin tras ser interceptados en un control de las fuerzas turco-sirias. En los patios, las mujeres se esmeran jabón en mano en lavar a mano las cortinas y sábanas de las casas antes de habitarlas.
Um Ahmed y su familia pasaron 35 días en un sótano para resguardarse de los bombardeos de la aviación turca. Al menos 600 civiles han perdido la vida en la ofensiva y 137.000 han sido desplazados de Afrin, según el recuento que hace la ONU. Más de 27.000 kurdos han llegado a Tel Rifat y ocupan las casas abandonadas por unos vecinos que previamente han sido desplazados a Idlib, Azaz o Turquía. Ropas esparcidas entre cacerolas oxidadas y fotos de boda pisoteadas son la misma estampa que se repite de puerta en puerta.
“Aquí nadie tiene una cuenta en el banco así que la mayoría guarda sus ahorros bajo las baldosas o en las despensas. Eso es lo que estaban buscando”, comenta Um Ahmed al tiempo que muestra en su móvil una imagen similar de su cocina en Jinderise, también víctima del pillaje. Varios de sus familiares han optado por seguir camino al poblado de Nubel, en dirección a Alepo, y buscar refugio en los centros de acogida habilitados en este poblado de confesión chií que durante cuatro años sufrió un férreo asedio por parte de facciones insurrectas.
Fueron precisamente las milicias chiíes de Nubel, entrenadas por la libanesa Hezbolá, junto con un conglomerado de grupos paramilitares progubernamentales las que el pasado 22 de febrero se sumaron a los kurdos de Afrin para frenar el avance turco. “Uno, uno, uno, el pueblo sirio es uno”, gritaron entonces los civiles que conjuntamente ondeaban las banderas siria y kurda. Y unido ha quedado el pueblo en el éxodo cuando el pasado 18 de marzo, las tropas turcas se hicieron con el control completo del enclave. “El YPG ha demostrado que no ha podido proteger Afrin de los turcos y los terroristas [por las facciones insurrectas sirias aliadas]”, valora el oficial del Ejército sirio a cargo del último retén que precede a Tel Rifat y de donde los milicianos kurdos se han replegado. “No querían que Afrin retornara bajo el control del Gobierno, de ahí que no fuéramos [por el Ejército regular sirio] aunque sí lo hicieron milicias aliadas”, acota.
Lejos de la política y ajenos a los pactos bélicos sellados bajo mesa, los desplazados kurdos tienen impedido el paso a Alepo por el Ejército sirio. Tampoco pueden retornar a Afrin, bajo control turco, por lo que han quedado atascados en este poblado sin acceso a hospitales, clínicas o siquiera farmacias. Al menos 72 casos críticos han sido evacuados a Alepo, mientras que otros 90 son tratados por las clínicas móviles de la SARC que distribuye comida, kits de higiene y ropas. Los desplazados se agolpan ante las ambulancias para recibir tratamientos contra la diarrea. También reciben una negativa como respuesta cuando extienden cajas vacías de medicación para la diabetes o la tensión. “Hay bastantes casos de epilepsia entre los menores y hemos identificado ya dos pacientes con cáncer”, cuenta la pediatra Gafid.
Junto a la ambulancia camina Shihan Suleiman, de 40 años, empujando un carrito cargado con tres niñas. Fatime es la mayor de sus hijas, que a los 15 años aparenta cuatro. Sufre de una enfermedad mental de la que no es tratada. “No hay psiquiatras aquí … y Fátime rehúsa comer más que migas de pan en agua. Ya no sé qué hacer”, musita esta desamparada madre de torcidos andares. En el pequeño poblado, los 27.000 kurdos miran hacia el norte y aguardan el desenlace de la batalla por su ciudad convertida en moneda de cambio entre Turquía y Rusia. Por su parte, los 2.500 oriundos de Tel Rifat miran al sur y siguen con desgana el desenlace de la escalada verbal entre los presidentes ruso, Vladimir Putin, y estadounidense, Donald Trump, para ver si, una vez más, les tocará hacer las maletas.
FUENTE: Natalia Sancha / El País