Una venganza a la altura

No me lo puedo quitar de la cabeza. Mi hermana me ha enviado un mensaje. Mi abuelo está en el hospital con Corona. Mi abuelo es mayor, tendrá problemas para salir de esta y más cuando no hay suficientes camas, suficientes respiradores, suficiente personal sanitario… De momento tiene un sitio, hasta que llegue alguien que también lo necesite y su perspectiva de futuro sea más larga. Es normal, es mayor, y la hora nos llega a todas. Pero no se permiten visitas. Allí dentro no hay cobertura, y ya no ponen teléfonos en los hospitales porque todo el mundo tiene móvil. Aunque sin cobertura, que mi abuelo también lo tenga ahora no sirve de nada. Me he imaginado cómo estaría allí, solo. Y he pensado que bueno, al menos recibirá el contacto de las enfermeras. Pero las enfermeras deberán llevar todo tipo de protecciones, obviamente. Y la imagen de estar en una cama, sabiendo que quizás son tus últimos días, sin poder ver ni hablar con tu familia, y que la única visita humana que recibes quizás no le puedes ni ver los ojos, ni tocar las manos, no se me va de la cabeza…

No hay suficientes camas…

Por un rato se me había pasado, pero miro el móvil. Me ha escrito una compañera. Su tío ha muerto y su tía tiene síntomas. Su hermano también tiene fiebre. Y su madre sufre porque su hermano acaba de morir y no puede ir a verlo. También mi amiga doctora me ha respondido el mensaje en que le preguntaba cómo estaba. No ha podido ni disimular en la respuesta, como hace habitualmente para no preocuparme porque estoy en Rojava, y aquí “no estamos para tonterías”, ni tampoco ha podido continuar la conversa de Signal más allá de responderme que “la verdad es que estoy muy mal”. La notificación de Telegram me informa que en las cárceles y los Centros de Internamiento para Extranjeros, se dan motines y huelgas de hambre.

No hay suficientes respiradores…

No paro de ver imágenes de la policía y los militares por las calles, deteniendo y golpeando a las personas que caminan sin preguntar siquiera si están siendo obligados por sus capataces a ir al trabajo, si van a hacer la compra para su abuela que es una persona de riesgo, o si van a ejercer de personal médico en algún centro hospitalario. Me recuerda un día que sentí por primera vez algo muy diferente al ver en Twitter la imagen de un soldado turco. Nunca me habían gustado, claro está, pero quizás por todos los entierros a los que fui, por el sonido de la artillería cayendo en los pueblos de al lado, por las niñas y niños en los campos de refugiados enseñándonos sus heridas de metralla, que algo se me revolvió bien dentro al ver la foto del militar. Un odio y una rabia profundos.

No hay suficiente personal sanitario…

Hoy he sentido el golpe de la tristeza en la distancia, y unas ganas de volver de inmediato, aunque la frontera está cerrada y es imposible. Luego ha venido la rabia. Porque sí, es cierto que se trata de un virus, igual que es cierto que la manera inhumana como se está afrontando no es fruto del azar. Sabemos quién son quienes quitaron las camas, las máquinas de respiración, el personal sanitario. Sabemos quién saca a los policías y militares a la calle de la misma manera que saca su pecho engalonado en las ruedas de prensa. Sabemos quién se lucra de las fronteras y las leyes que mantienen a personas encarceladas por su origen. Sabemos quién está obligando a coger las vacaciones o está despidiendo a cientos de miles de personas a través de los ERTOS. Sabemos quién ha aprobado los ERTOS. Sabemos que son decisiones que son tomadas por personas… Y quisiera dirigir mi rabia hacia todos ellos, pero estoy lejos y no puedo dar esa respuesta rápidamente. Me toca esperar.

Mis compañeras ven que no estoy bien. Había empezado el deporte triste, ahora ven que me empiezo a mover de un lado para otro. Sacan patatas fritas y un refresco, que siempre es bueno para el estado de ánimo. Voy a fumar un cigarro, los nervios se calman, la rabia no desaparece, toma otra forma.

Me viene a la mente todas las veces que hemos enterrado a un mártir aquí. Las compañeras, cuando alguien estaba muy afectada y pretendía dejarse caer, no comer o no salir de la cama, se lo recriminaban: “Nosotras no nos quedamos llorando, nuestra respuesta es seguir luchando. Esa es la venganza que más temen.” Ese pensamiento me llena de energía. Apuro el cigarro y me vienen más recuerdos:

Una vez nos explicaron cómo se fundó el Partido de los Trabajadores del Kurdistán, el PKK, como venganza al asesinato de Haki Karer. Esa fue su respuesta, esa fue su venganza. Nos explicaron que cuando la gente se enteró que había muerto, quisieron ir al hospital donde se encontraba. Fue su primera reacción, querían mostrar la rabia. Pero Abdullah Öcalan vio claro que se trataba de una trampa del Estado turco, y les emplazó a que no lo hicieran. Había muerto, querían ir a verlo y no podían, lo que aún aumentaba más su rabia y deseo de vengarse. Pero poniéndole inteligencia, les tocaba esperar.

En su momento me suscitó muchas ideas esa cuestión. Dar respuestas que estén a la altura de los ataques que recibimos no quiere decir que se den del mismo modo. Una venganza a un asesinato no es sólo otro asesinato, sino aquello que nos acerque más al objetivo final del cese de las agresiones que recibimos, y por las cuales sufre y muere nuestra gente. Puede ser una acción, puede ser un cambio organizativo, puede ser la construcción de una academia formativa. El abanico de opciones es amplio, hay que ser imaginativas.

Mientras comemos patatas, e intento aclararme las ideas una vez me encuentro más tranquila, le pregunto a mi compañera acerca de la venganza. “Es lo que más teme el Estado. Nunca quieren que los presos hagan acciones de autosacrificio, porque saben que impulsará que otras tantas personas tomen fuerza para luchar aún más contra ellos, cada compañero muerto aumenta su deseo de venganza”.

El concepto de “venganza”, de un modo casi inconsciente, me producía rechazo. La venganza no es algo bueno según nuestros ideales, ¿no? Pero, ¿qué es la venganza? Si es dar respuesta a un daño recibido, ¿qué es lo contrario de la venganza? ¿Poner la otra mejilla? Sin duda eso es lo que nos lleva a aguantar lo que aguantamos… ¿Entonces quizás nos han querido desactivar las ganas de venganza, de dar respuesta a las agresiones que recibimos, y por eso me produce rechazo? ¿Se puede entender la venganza aislada, fuera de contexto?

Quizás ahí está la cuestión, la diferencia sobre cómo entendemos y practicamos la venganza es también la diferencia de cómo entendemos el mundo y cómo lo llevamos a la práctica. ¿Cuál es el motivo de nuestra venganza, qué objetivos persigue? Y por muy paradójico que resulte a nuestra moral cristiana veo que nuestro deseo de venganza nace del amor. El amor a nuestras personas cercanas, a nuestras vecinas, el amor a nuestro pueblo, el amor a nuestra tierra, el amor a la vida. Si sentimos amor, también sentimos ganas de protegernos unas a las otras, también sentimos ese deseo de venganza cuando alguna de nosotras es atacada. ¿Podemos no sentir rabia frente a tanta violencia? ¿Podemos quedarnos quietas con todo lo que le están haciendo a nuestra gente? No puede no importarnos…

¿Y de qué sirve entonces la venganza? Porque puede ser la manera de dar salida a esa rabia, puede ser la manera de dejar claro que no vamos a poner la otra mejilla, puede ser la manera de dar un paso más para que dejemos de ser constantemente atacadas y poder poner fin a una vida con odio. Es decir, no tiene por qué ser la continuación del círculo infinito de violencia, como nos han contado siempre, sino que puede ir encaminada a lo contrario, a poner fin a la violencia. Entonces la venganza cobra todo el sentido. Porque puede cumplir una de esas funciones o puede ser, como muchas de las cosas en esta vida, un poco de todo. La manera de dar salida a tanta rabia acumulada. La manera de mostrarnos como sociedad dispuesta a defenderse y parar los pies a los que nos oprimen. La manera de continuar con la lucha de las que cayeron, de construir un futuro en el que más personas no tengan que sufrir lo mismo.

Su violencia no es porque sí, nuestra venganza tampoco. Su violencia sirve para mantener un orden en que ellos tienen el poder, sirve para que claudiquemos a su servicio y dejemos de sentir ese amor por nuestra gente y ese odio por los que la oprimen, para que dejemos de pensar que podemos construir un mundo diferente. Nuestra mejor venganza es dar los pasos que nos llevan a seguir construyendo ese mundo, es continuar con la ilusión de construirlo. Nuestra venganza es que aunque nos quieran sumir en el mundo de la apatía y la indiferencia sigamos sintiendo de una manera tan fuerte que nos lleve a sentir el dolor de todos aquellos golpes que no recibimos en nuestro cuerpo. Es la manera de que la violencia infligida no consiga su objetivo, es la manera de hacer que el sacrificio de nuestra gente tenga sentido, es continuar hasta el final con una sonrisa en los labios en medio del gris tedioso que nos quieren ahogar.

Y entre tantos pensamientos revoloteando en mi cabeza se ha hecho tarde y mis compañeras se van a dormir. Necesito que las dudas reposen para hacerlo yo también, así que me pongo a escribir mientras sigo preguntándome cómo responder a que mi abuelo, como tantas otras miles de personas, quizás muera porque no hay suficientes camas, suficientes respiradores, suficiente personal sanitario… Sin duda, la venganza tiene que estar a la misma altura del desastre a que nos han empujado, y no por llevar a cabo las mismas crueldades sino por ser la respuesta que nos haga ir más alto, más lejos del modelo que construye el mundo en el que vivimos, que cada día demuestra que no ha podido caer más bajo.

FUENTE: Amparo Navarro Giner / Buen Viaje / El Salto Diario