Rojava: siempre joven

Hace ya tres meses que duermo con pijama. Bueno, con algo parecido a lo que sería un pijama. Me pongo ropa cómoda y hasta me quito los calcetines. Después de mucho tiempo de dormir con la ropa puesta, preparada por si toca levantarse de golpe porque nos atacan los turcos, o sus bandas de yihadistas, al principio me costó un poco. Lo fui haciendo poco a poco. Una semana pantalones de chándal. Al cabo de unas pocas más, liberé mis pies durante la noche.

Después de haber pasado muchos meses con el Movimiento de Jóvenes (de Rojava), una idea me ha quedado clara: hay que estar siempre preparadas. Y preparadas en un territorio en guerra, como poco, significaba dormir vestida y con un bolígrafo en el bolsillo para no quedarse sorda, si llegabas a ponerlo a tiempo en la boca antes del hipotético estallido de los bombardeos. Al principio parecía una exageración. “Cosas de los jóvenes, que les gusta la acción”. Pero pensaba en las capuchas de las manis en Barcelona, que para muchas podían parecer “cosas de las jóvenes, que les gusta la acción”, hasta que llegó la batalla de Urquinaona y las capuchas se volvieron imprescindibles ante el tsunami represivo que llevó a tantas compañeras a prisión.

No era el hecho de dormir con calcetines o llevar el boli. Era que como jóvenes, frente a la situación que se diese, no nos quedaríamos en la cama. Tomaríamos partido. Para ello estábamos atentas. Para ello nos preparábamos. Para ello nos concienciábamos hablando sobre qué significaba eso de ser jóvenes, del espíritu juvenil, que no era bien lo que nos habían hecho creer.

Porque cuántas veces habéis escuchado, o incluso dicho, que las jóvenes no nos interesamos por nada, que pasamos de la política, que no nos gusta trabajar, o que sólo pensamos en ir de fiesta. Nos lo han repetido tantas veces que incluso a veces nos lo hemos creído, y hemos pensado que teníamos que ir de fiesta y no preocuparnos demasiado, no ser responsables, para seguir sintiendo la juventud en nuestras venas.

En estos meses con ellas, he podido redescubrir que lo del espíritu juvenil no es aguantar de fiesta hasta las tantas, sino ir las primeras allá donde hiciese falta, cuando hiciese falta, las veces que hiciese falta. Ir contentas a la primera línea de frente, la cual depende del momento del conflicto, y de la táctica y la estrategia, toma diferentes formas (organizar charlas, manifestaciones, acciones, campañas de concienciación, okupaciones, sabotajes… y aquí, también, la primera línea de la guerra), pero no deja de ser el frente desde el cual nos defendemos como sociedad de un sistema que nos esclaviza.

Porque no sólo tenemos las mejores condiciones físicas. Es que su asimilación liberal aún no ha completado la faena, aún no nos han engullido la esperanza, aún no nos ha ahogado los sueños. Como jóvenes aún no nos han dado ningún pedacito de migajas, ningún espacio de poder, por el que vayamos a renunciar a luchar. Ni tenemos una familia sobre la cual mandar (aunque eso en el caso de las mujeres nunca llega), ni una ilusión de propiedad (ya sea una casa por pagar, un coche que mantener). No tenemos aún aquello con que el sistema trata de comprar nuestra objetiva necesidad de acabar con el capitalismo, con que intenta desviar nuestro sueño de una vida libre hacia la pesadilla de nuestra pequeña parcela de “poder” y responsabilidad sobre este.

Quizás ser joven precisamente significa responsabilizarse, aunque no de la manera que nos han hecho creer, responsabilizándonos de proteger aquello que nos hace entrar en el mundo de los adultos, el círculo del capitalismo, y acabar defendiendo y responsabilizándonos por tanto del capitalismo en sí mismo y su curso. No “teniendo un trabajo estable” (¡si es que existiera la posibilidad aún!), teniendo una pareja duradera con la que tener hijos, y yéndose a la cama temprano para levantarse pronto e ir hacia el trabajo. He visto pocas jóvenes tan responsables como las que he conocido aquí, y su responsabilidad era con una organización estable, cuidando del grupo fuese duradero o no, y yéndose a la cama tarde para tomar la guardia que hiciese falta y levantándose pronto para ir a hablar con las familias sobre la situación política, para organizar seminarios para jóvenes, o para envolver a los comerciantes en un boicot a los productos turcos. Se responsabilizan del bienestar de su sociedad, que es mucho más que responsabilizarse de gestionar nuestra propia miseria. Si pasar a entender la responsabilidad como nos cuentan es hacerse adulta, espero que siempre me pueda considerar joven.

Y ahora que vemos como una pandemia se lleva a nuestros mayores (no solamente, pero sobre todo), mientras la otra pandemia, la capitalista, se lleva por delante todo lo que puede en su huida hacia delante infinita, salen las jóvenes a pararles los pies. Porque no sólo es que se puedan exponer más al virus, es que han decidido que se van a exponer más a lo que haga falta porque es su deber como jóvenes. Y por eso montan grupos de apoyo y queman peajes. Por eso dan sus números a las mujeres que lo necesiten para defenderse de sus agresores. Por eso montan decenas de charlas para seguir concienciando y seguir conectadas entre nosotras. Porque son jóvenes y han entendido que su papel es el de tirar de la cuerda que haga salir del ahogo a su gente, aunque todo parezca caer en el pozo más oscuro. Aunque la cuerda sea débil. Aunque acechen mil peligros. El espíritu juvenil precisamente es el de tomar los retos más difíciles con la sonrisa más generosa, y que las futuras victorias eclipsen las derrotas pasadas.

En pleno invierno, siempre que íbamos a una casa a visitar una familia y casi nos obligaban a ponernos al lado de la estufa, les decíamos: “¡No, nosotras somos jóvenes, no tenemos frío!” Porque de eso iba el espíritu juvenil, de sacrificarse por las demás, de que tus mayores no pasen frío -ni cualquier otra penuria a las que nos condena este sistema-, de que si atacan a tu pueblo no dudes en ir a defenderlo, de que estés dispuesta a llegar allá donde sea necesario.

Y también, de proteger nuestro camino de las renuncias, de los cantos de sirenas del conformismo y la apatía, del rechazo a la radicalidad por el miedo a perder lo poco que tenemos. Porque las jóvenes, igual que a las mujeres -a las que aún cuesta más incluso que nos den esas migajas de poder ilusorio-, aún sentimos el vínculo con la vida real, la que escapa de sus esquemas, con la intensidad que nos permite defenderla a muerte. Y quizás de esa manera, sintiendo la juventud como tal, podremos convertir esos “aún” en “nuncas”. Y yo me podré quedar tranquila pensando que aún no he dejado de ser joven, y nunca lo voy a dejar de ser.

FUENTE: Aurora Picornell / Buen Viaje / El Salto Diario