Por qué Rusia también opera como una potencia imperialista en Siria

El 19 de enero Turquía lanzó milicias yihadistas desde su frontera a la invasión de Afrin, el cantón autónomo kurdo del norte de Siria. La operación fue acompañada de la intervención del Ejército turco -el segundo más grande de la OTAN- por tierra, con numerosos vehículos blindados y fuerzas especiales, y aire, con despiadados bombardeos sobre localidades kurdas e incluso la propia ciudad de Afrin.

Semejante escalada bélica no habría sido posible sin el beneplácito de Rusia, que abrió el espacio aéreo a Turquía, desactivando los sistemas antimisiles que, supuestamente, velan por la soberanía siria y que tampoco han entrado en acción ante las insistentes incursiones de aviones israelíes, ni tampoco estadounidenses.

La implicación rusa fue tan evidente en ese sentido que, después de que combatientes yihadistas derribaran un avión de combate ruso en Idlib durante la denominada por Turquía “Operación Rama de Olivo”, este país detuvo sus bombardeos en Afrin varios días para que los militares rusos implementaran tecnológicamente sus sistemas defensivos y no sucediera ningún otro derribo en el enclave yihadista de Idlib.

Esta alianza, que convierte a Putin en cómplice de Erdogan, puede parecer contra natura, pero no difiere demasiado de la actitud que Rusia ha mantenido en Siria y que se funda en dos ejes: asegurar su papel como relevante actor político internacional y sacar toda la rentabilidad geopolítica y económica, al mismo tiempo.

La pertinencia de este artículo nace de la campaña de descrédito, en unos casos sutil y otras insultante, que pequeños sectores de la izquierda han lanzado contra las fuerzas políticas y militares kurdas, a quienes acusan de ser títeres de los Estados Unidos. Esta campaña que se desliza hacia la kurdofobia a menudo, exalta el régimen baazista sirio, sin reparar en que es un gobierno dinástico y critica unas formas de imperialismo, mientras pasa de puntillas sobre el carácter de la intervención rusa en suelo sirio.

Obviamente, ante la evidencia de que la voracidad imperialista estadounidense ha conducido a catástrofes espeluznantes -desde Iraq hasta Venezuela-, la tentación de pensar que su contrapeso internacional -Rusia- actúa en favor de los pueblos es poderosa. Sin embargo, la realidad es notablemente más compleja y tortuosa que ese automatismo mental.

Rusia no va a liberar Siria, ni Estados Unidos, Kurdistán

En primer lugar, para hablar de política internacional, hay que partir de la premisa básica de la geopolítica: no existen socios y amigos, sino intereses.

La principal razón de Rusia para involucrarse en la guerra de Siria, al principio, fue afianzar su base militar en Latakia. Un lugar privilegiado, teniendo en cuenta que le permite incidir en el Mediterráneo, punto estratégico en las rutas marítimas y el mercado energético.

Sin embargo, una vez envuelta en la espiral del conflicto, Rusia descubrió que podría incrementar su peso en la política internacional sacando provecho de las contradicciones y errores palmarios de sus contrincantes, con una inversión militar relativa (al menos comparada con las que otras potencias, sobre todo Estados Unidos o Arabia Saudí, han hecho en la conflagración siria, Yemen o en Iraq). Su actuación diplomática en Alepo, Al Bab o los Altos del Golán le ha permitido reivindicarse como interlocutor razonable del régimen assadista ante Turquía e Israel, a sabiendas de que estos países raramente entablarían contactos directos con Assad, las milicias iraníes o Hezbollah, en el caso israelí, o las fuerzas kurdas y el régimen sirio, en el caso turco.

Esta predisposición al pacto y la negociación, independientemente de la voluntad siria, ha consolidado su prestigio diplomático y debilitado la ascendiente de Estados Unidos ante sus “socios naturales” (principalmente Turquía, pero también Israel).

Erdogan y Putin, del odio al romance

Si los grandes amores surgen de inicios accidentados, el caso de Turquía y Rusia tiene visos de convertirse en un gran romance. Pocos podían sospechar lo que iban a mejorar sus relaciones cuando en 2015 el Ejército turco derribó un aparato de combate ruso en la frontera con Siria. Seguramente, la intención de Erdogan era destruir un avión sirio en defensa de las milicias islamistas que patrocina en territorio sirio, pero el resultado de la acción fue inesperado.

A resultados de ello, Rusia inició una serie de sanciones económicas y diplomáticas contra Turquía y avisó de que sus sistemas antiaéreos estarían dispuestos ante cualquier violación del espacio aéreo de Siria. Este encontronazo hizo más fácil que entre fuerzas kurdas y rusas hubiera cierto entendimiento. Por ejemplo, el PYD (partido político kurdo hegemónico en Siria) abrió una sede en Moscú.

En cualquier caso, Rusia nunca ha renunciado a jugar todas las cartas posibles en el tablero sirio, independientemente de que el Gobierno de Assad lo viera con buenos o malos ojos. Durante la extenuante batalla de Alepo -en la que el Gobierno baazista y también los barrios kurdos se enfrentaron a las milicias islamistas- esto fue evidente en los parones que la aviación rusa realizaba cuando las fuerzas rebeldes parecían a punto de sucumbir. Sin duda, esto tenía que ver con los canales de comunicación abiertos entre Turquía y Rusia.

Estas conversaciones se cristalizaron en el momento en que las prioridades turcas variaron en Siria. Cuando las fuerzas kurdas y sus aliadas de las Fuerzas Democráticas de Siria (SFD) cruzaron el Éufrates y se dirigieron a Manbij, amenazando con unir los tres cantones (Afrin, Kobanê y Qamishlo), a través del cinturón árabe, Turquía resolvió que la autonomía kurda era la mayor amenaza a la que se podía enfrentar. Mayor que el Gobierno de Bashar Al Assad.

En ese sentido, Erdogan se armó de todo el cinismo que pudo y anunció que lanzaría una operación -Escudo de Éufrates- para preservar su frontera ante amenazas terroristas: Estado Islámico y las SDF. Hay que señalar que hasta que las SDF no se expandieron hacia el oeste, la colaboración de Turquía con el Estado Islámico había sido manifiesta (tal y como denunció la propia Rusia) y solo cuando el califato le sirvió de excusa para atacar a las SDF, tomó medidas contra el Estado Islámico.

La operación Escudo de Éufrates pudo desarrollarse con la mediación de Rusia, que permitió al Ejército turco intervenir en el espacio aéreo sirio y en su suelo, sin problemas ni oposición por parte de la tecnología y las fuerzas rusas. El premio de Rusia en esta maniobra no fue pequeño.

Por una parte, acercó posturas con Erdogan, creó fricciones entre Turquía y Estados Unidos, ayudó a Assad a conquistar Alepo y emergió como protector del proyecto de los kurdos en Afrin, al mismo tiempo que ejercía como obstaculizador de sus avances en Manbij.

Paso a paso, la intrincada maniobra fue la siguiente: por una parte, Rusia dio luz verde a Turquía para anexionarse, de facto, con ayuda de milicias islamistas, una parte de Siria (Al-Bab, Jarablus…). Para ello, Erdogan retiró efectivos “rebeldes” de Alepo y esto ayudó a que las defensas opositoras cedieran y no pudieran llevar a cabo ofensivas lo suficientemente robustas para retomar posiciones perdidas ante Assad en la capital más importante del norte sirio. Con ello, el sueño neo-otomano de expansión turca en Siria condujo al segundo Ejército de la OTAN a apropiarse de una franja importante de suelo sirio, suficiente para frenar la hipotética unión de los tres cantones kurdos.

Por otra parte, las fuerzas turcas y sus milicias penetraron en Jarablus -de donde el Estado Islámico se retiró sin disparar una sola vez- y esto generó choques armados directos entre las SDF, milicias yihadistas y el Ejército turco, hasta el punto de que los Estados Unidos colocaron fuerzas de interposición entre ambos, con la intención de desescalar posibles conflictos. De la mano de esta medida, si ya el golpe de Estado contra Erdogan hizo que este elevara la retórica antiamericana, con estos sucesos fue a mayores.

En cualquier caso, la ambivalencia con que Rusia administró ese movimiento no acabó ahí, dado que, tras impedir la conexión kurda a lo largo de la frontera sirio-turca, también estableció puntos de observación y control entre las tropas turcas y los milicianos salafistas y las SDF, permitiéndose aparecer también como defensor del proyecto kurdo. Así, en el oeste de Manbij se acantonó junto al Ejército Árabe Sirio y con su Policía Militar en Afrin.

De esta manera, parecía que Rusia iba a mantener todas las posibilidades abiertas eternamente, surgiendo como gran interlocutor en Oriente Medio. Posteriormente acordó con Irán y Turquía una zona para desescalar hostilidades en Idlib (feudo turco y yihadista), y también ha evitado a toda costa activar sus sistemas de defensa antiaérea ante los reiterados bombardeos israelíes, ha desarrollado salas de operaciones conjuntas con las SDF en Deir Ez Zour y llegado a acuerdos con Estados Unidos al este del Éufrates para evitar choques directos.

En todos estos ejercicios de diplomacia política, Rusia ha mostrado tanta inteligencia como escaso apego por la soberanía siria o el bienestar de sus socios iraníes (no olvidemos que Irán y Rusia son potencias regionales en pugna bastante próximas). Algo que ha quedado de manifiesto en su desidia a la hora de alzar la voz ante las insistentes agresiones de Israel. En el caso de las propias estructuras militares del Ejército Árabe Sirio, al menos en una ocasión el Ejército estadounidense puso sobre aviso a las fuerzas rusas, sin que estas hicieran nada por prevenir esas operaciones de castigo. En otras palabras, la preocupación de Trump por no escalar el conflicto con Rusia era proporcional a la visión instrumental que los rusos tienen de su presencia en Siria.

Rusia y Turquía sellan su alianza

Este largo lapso en el que todas las posibilidades parecían abiertas ha tenido un abrupto final en enero. Pese a que pocos meses antes las SDF dejaran en manos rusas a ciudadanos de esa nacionalidad descubiertos en territorio bajo su control y relacionados con el Estado Islámico -principalmente familiares-, la balanza parece haber caído definitivamente del lado de Erdogan, en detrimento de las SDF.

En esta decisión que ha conllevado una limpieza étnica en Afrin. De hecho, si Turquía ya ha alterado la composición étnica en la zona del Escudo de Éufrates, lo está haciendo también en Afrín a marchas forazadas, reubicando allí a la población yihadista que ha evacuado de las bolsas resistentes de Damasco: Ghouta o Yarmuk. El pacto ruso-otomano ha tenido que ver los acuerdos económicos relativos a un gaseoducto en Turquía, los negocios armamentísticos entre ambos países, los tratos en Idlib, así como un acuerdo para la construcción de una central nuclear en Turquía o la apertura de un mercado de productos agrícolas entre ambos países.

Por supuesto, habrá quien alegue que Rusia y Assad ofrecieron a la autoadministración kurda ceder el control de Afrin a las autoridades baazistas; lo que suelen pasar por alto es que la medida hubiera ido acompañada de la disolución de todas sus estructuras autónomas (políticas y militares) y la obligación de realizar el servicio militar a las órdenes de Bashar Al-Assad.

En este contexto, quienes aplauden a Rusia con entusiasmo y acríticamente parecen haberse empachado de geopolítica y alegan que las conversaciones entre una parte de la oposición siria (que no incluye a las fuerzas kurdas) en Sochi son el complemento a la presencia turca en Siria, de modo que una vez Turquía y sus lacayos yihadistas dominen Afrin, habrá un proceso de reconciliación de la mano de una nueva Constitución. Un escenario ideal que ignora que Turquía nunca se apodera de un territorio para cederlo pacíficamente. Antecedentes no faltan. Una parte de Chipre está bajo su control desde los años 70 y ya en la década de los 30 se anexionó la provincia siria Alejandreta, actualmente la provincia de Hatay.

Pese a ser conscientes de ello, entre el bloque leal al Gobierno, tan solo unos cientos de milicianos de las Fuerzas de Defensa Nacionales (NDF) de las localidades chiíes de Nubl y Zahara acudieron en auxilio de Afrin durante la invasión turca y yihadista. Estos voluntarios trataban de devolver el favor que las YPG les prestaron durante su asedio, pues mientras los grupos yihadistas los rodearon, los grupos de autodefensa kurdos los asistieron. Dicho sea de paso, el precio que estos voluntarios pagaron fue muy alto en sangre.

Estados Unidos y las fuerzas kurdas

Nadie puede poner en duda el carácter imperialista de los Estados Unidos, pero tampoco se puede poner en tela de juicio el espíritu revolucionario, feminista, multiétnico, social y ecológico del Confederalismo Democrático kurdo en suelo sirio.

Kurdistán nunca ha elegido estar bajo dominio sirio, turco, iraní o iraquí. Mucho menos eligió verse envuelto en la guerra mundial por delegación que tiene lugar en Siria. Solo su determinación por construir su propia autonomía social y política y su audacia contra el Estado Islámico hizo a las fuerzas kurdas entrar en las agendas internacionales.

En esa tesitura, las organizaciones políticas y militares que han liderado Rojava, y más tarde zonas de mayoría árabe, han tratado garantizar su supervivencia y conjugar la diplomacia con Estados Unidos y Rusia, a sabiendas que ambos los abandonarán cuando sus intereses difieran. Como un viejo dicho afirma: solo las montañas son amigas de los kurdos.

Aun así, han tratado de mantener una línea política independiente que les ha valido las acusaciones de los baazistas de ser aliados de Estados Unidos y de una oposición cada vez más yihadista que los ha tildado de compañeros de viaje del régimen (con quien ha colaborado y chocado en más de una ocasión).

La decisión rusa de estrechar lazos con Turquía coloca el proyecto kurdo en una difícil tesitura, pues entre tantas fuerzas internacionales operando en Siria (voluntarios yihadistas de numerosas nacionalidades, milicias progubernamentales paquistaníes y afganas, Ejército de Rusia, Irán, Francia o Estados Unidos) la supervivencia no reside en la soberanía nacional, completamente secuestrada en territorio sirio. De hecho, las amenazas de Turquía de invadir también Manbij, Kobanê y Qamishlo solo se han detenido, de momento, por la interposición de militares estadounidenses y, en menor medida, de Francia (otra fuerza imperialista con un perfil más bajo, pero no menos criminal y responsable en los conflictos de África y Oriente).

Lo ideal, sin duda, sería alguna clase de acuerdo político entre régimen y las SDF, no obstante, la multitud de intereses en juego hace que la pervivencia de la guerra siria sea provechosa para muchas de las partes contendientes, incluidas Turquía y Rusia. Erdogan jamás permitirá, mientras le sea posible, ninguna clase de estatus para el pueblo kurdo en Siria. Puede que lo haga en Iraq, pero las SDF no son sus lacayos, como el clan Barzani y su partido -PDK- en el Gobierno regional de Kurdistán iraquí. En este lance, Rusia se ha valido de su posición para sacar a Turquía del eje atlántico y acercarlo al suyo, todo gracias a la sangre kurda.

La izquierda en la nueva guerra siria

Ahora la guerra en Siria parece adentrarse en una nueva fase, no menos terrorífica; con una reserva artificial yihadista al norte del país y tensiones imperialistas (entre Rusia, Francia, Inglaterra y Estados Unidos) y de corte regional (Irán, Arabia Saudí, Israel…). En este contexto, sería muy fácil ceder a un falso discurso antiimperialista y vender a Bashar Al Assad como un baluarte ante el empuje de la yihad y las potencias internacionales. Obviamente, esa presión imperialista existe (y es de reseñar que mientras un coro de voces clamaba por una intervención militar, a resultas del supuesto bombardeo químico en Ghouta, ninguna voz kurda se sumó), pero también existe la manipulación rusa del conflicto sirio en beneficio propio, un aspecto que se tiende a obviar y camuflar.

Asimismo, no hay que olvidarse de que la guerra en Siria nació no solo de la confabulación extranjera, sino también de condiciones objetivas (régimen de partido único con oposición permitida y domesticada, represión de las aspiraciones kurdas, políticas liberales desastrosas, una sequía que provocó migración interior y miseria en las periferias urbanas donde arraigaron las milicias yihadistas…), y la labor de la izquierda es poner todo eso sobre la mesa y ayudar a desentrañar la maraña de intereses y no poner la alfombra roja al Gobierno de un oftalmólogo residente en Londres (Bashar Al Assad) que fue elegido por su padre para gobernar el país. Desde luego, si el papel histórico de la izquierda (o de una parte) es ejercer de cheer leader de esta clase de proyectos políticos, bien se mantiene en la marginación.

FUENTE: Aitor Aspuru / El Salto