Internacionalistas en Rojava: la guerra de Artiaga

El miliciano Arges Artiaga, de 45 años, es el más popular de los gallegos que combatieron al Daesh en Siria. Tres veces se trasladó a los frentes de Rojava (Kurdistán sirio); en la última ocasión, para despejar de yihadistas la antaño capital del Califato, Raqqa. Allí sirvió junto a otros tres occidentales en una unidad de francotiradores. Esta es la historia de aquellos días en la primera línea.

Llegó al frente de Raqqa el mismo día en el que las Fuerzas Democráticas Sirias (SDF) comandadas por los kurdos rompieron las defensas orientales de los yihadistas, en el vecindario de Al Mashalab. Durante la víspera, habían martilleado la ciudad los impactos de los bombardeos pesados con los que la aviación norteamericana trataba de allanar el paso a la coalición kurdo-árabe. Después de siete meses de combate, las fuerzas terrestres habían conseguido cercar completamente Raqqa, la llamada capital del Califato, el hasta entonces corazón de aquella distopía urdida sobre el telar de la cosmogonía de un camellero analfabeto. Desde un cuartel de campaña, los oficiales norteamericanos movían a los milicianos como piezas de un tablero polvoriento de ajedrez. Hasta los bien refrigerados centros aliados de mando, alcanzaba una maraña de comunicaciones nerviosas de radio en el inglés trapacero de los revolucionarios kurdos que dirigían la infantería sobre aquel pingajo post-apocalíptico de desierto.

Oficialmente, acababa de dar comienzo la batalla final de Raqqa, fase postrera de una operación militar iniciada en octubre del año precedente, y bautizada, para la historia, como Ira del Éufrates. En los mapas geo-tácticos de aquel 6 de junio de 2017 en que Artiaga llegó al frente, se aprecia un puñado de armas de asalto impresas sobre fichas y apretadas junto a los edificios del lado oriental de la ciudad. Nada, en todo caso, que haga justicia a la dislocada realidad de aquella primera compañía de hombres que logró franquearse el paso desde el Este.

Batalla cyberpunk

Las astrosas botas de los voluntarios árabes crujen sobre la calzada mientras columnas de humo negro se perfilan sobre las grumosas brumas del desierto sirio. Con la cadencia de un jadeo nervioso, llegan los ecos cercanos de un intercambio de disparos hasta el acuartelamiento que improvisa una de las unidades árabes que sirven bajo el mando de las YPG, las milicias populares kurdas. Para evitar las minas, la columna avanza por el centro de la calle y de repente, vira hacia la osamenta de un edificio reventado por la artillería. Unos pocos de ellos morirían emboscados minutos después, tras una escaramuza.

“Jamás saldré vivo de aquí”, pensó Artiaga al saltar del transporte militar que le llevó hasta Raqqa ese 6 de junio y contemplar por primera vez aquella anomalía urbana, aquel delirio bélico que se mostraba ante él como el desvarío cyberpunk de un escritor demente. Habían viajado durante horas desde el norte del país por una intricada telaraña de descosidas carreteras y caminos imposibles. La columna avanzaba con la lentitud de las cosas que reptan por aquella enmarañada red de vías. En un último intento por retrasar la llegada de los aliados, la encolerizada escoria islamista había hecho pedazos los puentes que franqueaban los accesos estratégicos. No les sirvió de nada. Al Thawrah, las presas de Baath y Tabqa, Abba susah… Uno tras otro, fueron cayendo desde octubre de 2016 cuantos obstáculos se interponían en el camino a Raqqa. Y así hasta estrangular a las alimañas en su feudo. A partir de ese momento, habría que pelear por cada metro de avenida, por cada manzana de edificios, por cada una de las vidas de civiles tras los que los yihadistas se parapetaron.

En compañía de Arges, habían llegado a la capital del Califato otros tres camaradas de la unidad de francotiradores con los que serviría hasta el final: un alemán llamado Robin Zane, un americano y el británico Jac Holmes, conocido por el sobrenombre de Sores. Ese mismo día en que dio inicio la ofensiva, Arges y sus hermanos de armas volverían a la retaguardia para pertrecharse y organizar todo el equipo. Un mes les tomó hacerlo para retornar, ahora definitivamente, el 6 de julio. Y esta vez, permanecieron en la ciudad luchando hasta su rendición, el 23 de octubre.

Los hermanos caídos

Cuando terminó todo aquello, de regreso hacia Europa, Holmes ya no estaba entre ellos. El inglés -de 24 años en el momento de su muerte- nunca volvería a Dorset. Lo reventó un chaleco explosivo minutos antes de que se dispusiera a dejar Raqqa para volver a casa junto al grupo de francotiradores occidentales donde servía el gallego -una subunidad conocida con el nombre de la 223, por la fecha de la muerte del primero de sus caídos. “Jamás te olvidaré, hermano”, escribió Artiaga ese mismo día mientras le dedicaba a Holmes el Hurt de Johnny Cash: I hurt myself today to see if I still feel. I focus on the pain, the only thing that’s real (“Hoy me lastimé para ver si todavía siento. Me concentré en el dolor, la única cosa que es real”).

¿Qué había empujado a esas mujeres y esos hombres como Artiaga a zafarse de una vida segura en Europa o Norteamérica? “¿Sabes? -nos dijo Arges una semana antes de la caída de Raqqa mientras tratábamos de conciliar el sueño sobre el suelo de un chamizo, en una polvorienta guarnición situada no lejos de Serekaniye-, muchos hemos venido aquí a redimirnos de algo, cosas de tu pasado de las que quizá no te sientes orgulloso. Somos aventureros, eso es cierto. Gente para la que es más fácil desenvolverse entre el mortero que vivir abrumada por llegar a fin de mes”.

Poco después de su regreso a Galicia, Arges escribió en su perfil de Facebook: “Echo de menos los tiempos en que arrojaba las bolsas de basura por el balcón”. Muchos de aquellos milicianos y voluntarios civiles tuvieron dificultades a su vuelta para habituarse a la anodina rutina de la vida cotidiana. “Nunca es fácil volver. Ya sabes a qué me refiero, cosas como tipos que se te acercan para hablarte de pequeños problemas de mierda y tú que te dices a ti mismo pero qué cojones de problema es ese y qué carajo entiende aquí la gente por problema”.

Desde que comenzó aquel conflicto, coincidieron por los caminos de Rojava una legión de aventureros, brigadistas, cruzados, cowboys anglosajones y anarquistas, llegados desde todos los lugares del planeta y dispuestos a entregar su vida luchando contra el Daesh. No ocurría nada semejante desde los tiempos de Durruti. Aquella no era una de esas guerras convencionales que enfrenta a ejércitos regulares sobre un tablero de combate con frentes rectilíneos trazados con tiralíneas por un general estirado de bigotes engominados. Aquellos hombres y mujeres que combatían en las filas de las milicias de desarrapados no eran ni mercenarios, ni reclutas ni soldados profesionales, sino auténticos creyentes. Estaban allí para luchar por la fuerza de sus convicciones, las que fueren. Y fue su fe en aquella causa lo que marcó la diferencia emocional y la vigorosa impronta de sus pulsiones bélicas, esa moral de hierro tan notoria, especialmente, entre los kurdos y los voluntarios.

La última guerra romántica

Rojava y sus aledaños estaban siendo los escenarios de la última de las guerras románticas, el último de los lugares del planeta donde las mujeres y los hombres han podido proyectar su idealismo. Esa fue la paradoja. De ese modo enrevesado las atrocidades del Daesh y aquella nada polvorienta reverberaron en la poesía y la belleza de la solidaridad humana. Fue el reverso literario de la más mezquina y cruel de las guerras contemporáneas, algo intrínsecamente poético de lo que, para muchos, merecía formar parte.

Mientras Arges estuvo en Raqqa junto a sus compañeros, vivían entre escombros, en un apartamento de un edificio a medio construir -o destruir, según se mire- con la mitad del techo hundido por los bombardeos. “No grabes este cuarto”, nos insistió a nuestra llegada. Pero lo hicimos. Sólo para recordar. Somos periodistas. Sores, el británico, no estaba. Lo habían arrestado por algún asunto estúpido relacionado con una Glock austriaca que tomó para sí de algún yihadista. El alemán dormitaba junto a un puñado de cajas de balas trazadoras. Muy probablemente, ese había sido el problema. Esas malditas balas trazadoras que los gringos le habían dado a Holmes. Favores entre primos anglosajones. Un mando kurdo del cuartel les había pedido algunas cajas y Sores se negó a dárselas. Había que andar con tiento para no despertar envidias. Y Jack, definitivamente, era joven e impulsivo. Cuantos le conocieron terminaron por amarle. Era un muchacho carismático que, por fin, había hallado algún sentido a su existencia: pelear por sus ideales.

“Mira, hazlo así, de este modo, se calienta fácilmente; la pasta está estupenda y la carne, también”, nos dice Robin, el alemán, apuntando hacia las raciones de comida de combate que les dio algún OPS del cuartel gringo. Un michino hiperobeso al que la milicia llama Garfield ronronea entre las piernas del gallego. “Los gatos de Raqqa no pasan hambre”, dice Arges esbozando con sarcasmo una sonrisa. Tiene un sentido del humor indestructible. A seis kilómetros del cuartel, en el frente occidental, un par de días antes, habíamos visto a uno de esos felinos sin problemas de desnutrición acercándose aviesamente a la extremidad de algún yihadista.

A punto de ser quemado

Durante todos aquellos meses en los que las Fuerzas Democráticas de Siria lucharon, metro a metro, por limpiar aquella escoria entre los vericuetos post-apocalípticos de aquella ciudad devastada por los drones, el mortero y los misiles, se tomó por costumbre proteger los accesos a las posiciones que ocupaban las unidades de la coalición con montañas de basura. Los colchones, los muebles y los electrodomésticos se hacinaban en los patios y en las escaleras de los edificios para impedir el paso de los desechos del Daesh que se aventuraban, en frecuentes incursiones, a golpear a traición a los infieles y a sus aliados. Junto a los umbrales de los edificios, se extendía una alfombra de botellas vacías de plástico para impedir que aquellos escurridizos enemigos se acercaran con sigilo. “Es un avance el nuestro desigual, a trompicones, improvisado por todas las carencias que tenemos. No se limpian bien las zonas que ocupamos porque no tenemos medios para ir edificio por edificio y a menudo, quedan rebeldes del lado de nuestras posiciones”, nos advertía Arges. En realidad, era como tratar de desollar a dentelladas a una rata; siempre quedaba atrás algún tejido envenenado o alguna víscera biliosa de bastardo islamista, reductos aislados de desesperados dispuestos a morir matando.

Las pilas de cacharros y basura que los chicos de la coalición amontonaban terminaron, a su vez, por ser utilizadas por la escoria para prender fuego a las posiciones de las SDF y obligar a los aliados a abandonar sus agujeros. A Arges, de hecho, lo intentaron freír en una de esas piras bélicas pocas semanas después de su llegada a Raqqa. No estábamos allí. Nos lo contó por teléfono horas después de que escapara por los pelos de ser quemado vivo junto a Sores.

Lo de entrar en aquella ratonera le pareció al gallego una mala idea desde el principio. Eso fue lo que nos contó aquel día. Sospechaba de algún modo que algo no iba bien. Y estaba en lo cierto. Les rodearon a la mañana siguiente. Nadie más que ellos dos frente a aquellos suicidas. Si lograbas mirarlos a los ojos, estabas muerto. De modo que su presencia era algo casi metafísico, sobrenatural. Algo cuya realidad se daba por hecha, pero de cuya materialidad terminaba dudando uno, como si en verdad fueran asesinos de ectoplasma.

Los yihadistas solían llevar siempre consigo algún bidón con líquido inflamable que utilizaban para prender las pilas de basura. Y en sólo unos minutos, comenzó a llegar hasta ellos una columna de irrespirable humo negro. Arges arrancó el marco de la ventana para agrandar el boquete de un mortero y por aquel agujero, consiguieron saltar hasta la calle desde un segundo piso. Alá estaba ese día de su parte.

Así se peleaba en esa guerra un conflicto mezquino y sibilino, de golpea y escapa, de burla esa emboscada y corre. En Raqqa, el enemigo era capaz de utilizar civiles que obligaban a vestirse con ropas blancas para protegerse de las balas enemigas al atravesar la calle o cambiar de posiciones. A menudo, los islamistas solían servirse también de túneles para cambiar de posición, que siempre confluían en mezquitas, utilizadas por el Daesh como arsenales y para almacenar material médico.

Antediluvianos y letales

¿Qué clase de morralla cognitiva había configurado las perversas mentes de los asesinos? Se sabe que las conductas sicopáticas de los criminales del Daesh no son el resultado de alguna rara forma de demencia, sino de fanatismo religioso. La mayoría de ellos acudían a combatir provistos de un chaleco que hacían explotar sin un leve parpadeo. Sus métodos eran antediluvianos, pero terriblemente letales.

Aun así, muchos flaquearon, y las deserciones y las rendiciones comenzaron a menudear tan pronto como los aliados estrecharon el cerco y los asesinos asumieron que no había modo de burlar aquel asedio. Algunos, también, trataron de ocultarse entre las bolsas de civiles que las unidades árabes de las Fuerzas Democráticas de Siria liberaban en su avance. La Inteligencia kurda no tenía muchas dificultades en identificarlos porque, en primer lugar, eran delatados sin contemplaciones por los mismos habitantes de Raqqa a quienes habían torturado, asesinado y condenado a vivir sin agua y sin comida. Además, se les reconocía, como en Mosul, porque estaban bien nutridos y por el inequívoco y delator aspecto aseado de sus barbas recién rasuradas. A última hora, unos pocos cientos de alimañas se atrincheraron en el hospital y en el estadio de fútbol que algunos meses antes solían utilizar para las ejecuciones. Para entonces, la moral de la manada oscura estaba ya resquebrajada.

En la víspera de la caída de Raqqa, apenas unas horas antes del final, uno de los caudillos del Estado Islámico vino a negociar la rendición con los líderes tribales árabes de la ciudad al acuartelamiento donde Arges y sus camaradas habían sido destinados. Gracias al gallego supimos que, en contra de lo que sostenía el Alto Mando, los americanos negociaron. Para preservar supuestamente la vida de los civiles que tomaron como rehenes, les proporcionaron vehículos a un centenar de ellos con los que escaparon en convoy hasta Deir Ezzor. “Ha llegado doblao, con los ojos vidriosos y la mirada extraviada”, nos escribía por el whatsup refiriéndose al caudillo del Daesh mientras nosotros aguardábamos una oportunidad para volver al frente en un viejo edificio para milicianos jubilados del PKK, situado en las afueras de Kobane. “Viene hasta arriba de algo, muy pasao”, nos explicaba Arges.

Malditos drogadictos

Aquello era lo habitual. Entre las ropas de los cadáveres de los islamistas se hallaba casi siempre un puñado de pastillas de una variedad yihadista de metanfetamina con la que intentaban alcanzar antes de tiempo el jardín de las huríes. Los nazis tenían el Pervitin y las ratas se proveían, gracias a los saudíes y los turcos, del conocido Captagón. A última hora, se popularizó también en ambos bandos una variedad legal de opiáceo listada en los vademecum como Tramadol. Cierto es que su uso fue mucho más restringido entre los aliados. Y aun así, con nuestros propios ojos vimos en el dispensario médico del frente Este centenares de esas cajas y de algunos otros fármacos de propiedades similares.

Sabíamos que algunos milicianos habían terminado enganchados a esas pastillas que los médicos kurdos prescribían con alegría, a falta de recursos o de conocimientos para sanar a los centenares de hombres que acababan en la enfermería o, en el mejor de los casos, para hacer más llevadero el dolor de las mutilaciones o la agonía de los hombres heridos de muerte que las ambulancias de la Media Luna Roja evacuaban desde el frente, a intervalos regulares. En la enfermería oriental pasamos una noche entera en vela escuchando los gritos de los chicos heridos que llegaban con sus andrajos militares desgarrados. Claro que, como solía decirnos Arges, no es de los que dan voces de quienes uno debe preocuparse.

Los únicos francotiradores

La subunidad de Arges Artiaga, la 223, era la única sección de francotiradores que sirvió durante la batalla final de Raqqa. Los árabes carecían de hombres entrenados para ello y los kurdos se hallaban más atrás de las primeras líneas, cuidando de las posiciones conquistadas. Así que cada día, ese pequeño grupo de hombres se turnaban, en parejas, para acudir a proteger el avance de las unidades que se abrían paso hasta los últimos reductos del Daesh. El trabajo de la 223 no consistía en enfrentarse cuerpo a cuerpo con los RPG o con sus armas de asalto, contra los últimos yihadistas, sino pasar horas enteras mirando a través de los visores de sus armas de largo alcance, en busca de algún signo que delatara la posición del enemigo. “Es una misión tediosa que ponía a prueba la paciencia de uno”, nos repetía el gallego. Pero de ese modo salvaron cientos de vidas de civiles; revelando las coordenadas de los yihadistas que los americanos golpeaban luego con los drones o con el fuego de mortero. Y en el desempeño de esas misiones, el intercambio de disparos y los incidentes eran casi diarios.

Justamente en la azotea de la enfermería pasamos nuestra última noche en aquel frente, tumbados sobre el suelo junto a un puñado de milicianos, sintiendo, al igual que ellos, el extrañamiento que producía aquella viscosa luna ensangrentada y aquellas calles vacías donde resonaban, cada vez más apagados, los ecos de los últimos disparos. Y en la distancia, algunas fumatas espiroides de humo gris y los enhiestos minaretes de un millar de mezquitas donde el muecín ya no llamaba a la yihad. Caminar bajo las sombras, entre las ruinas de aquella ciudad devastada, producía un vértigo profundo. “Y esa sensación -nos decía Arges- era todavía más intensa en los primeros días, cuando por las calles de la ciudad por conquistar no se aventuraban aún los blindados y todas las vías estaban cubiertas por dos metros de escombros, y cuando había que caminar hasta seiscientos metros para alcanzar tu posición sobre cascotes que nadie había desminado, a sabiendas de que a lo mejor en tres segundos habrías muerto”.

FUENTE: Ferran Barber / Luzes / Fecha original de publicación: octubre de 2018