De vuelta a casa

No recordaba que en mi ciudad el sonido de las campanas de la iglesia se confundía tan a menudo con el sonido envolvente del queroseno quemando de los aviones que la sobrevolaban. Quizás por el coronavirus han reajustado los vuelos y ahora pasan más por aquí, pensaba.

Echaba de menos el sonido de las campanas, a pesar de mi incredulidad y de la carga histórica y demasiado actual de represión, misoginia y robo del pueblo por parte de la iglesia. Pero no todo es blanco ni negro, y ahora, después de tanto tiempo escuchando unos cantos religiosos que ni entendía ni reconocía, me resultaba, como poco, uno de los detalles de los que se conformaba la realidad que me hacían sentir que había “vuelto a casa”.

Después de más de un año fuera, me sorprendía que, fuera de esto, pocas cosas me sorprendían. Al final, son muchos años viviendo en una ciudad europea -a pesar que se sitúe en un sur mediterráneo bastante alejado del ideal europeísta, del sueño del capitalismo del bienestar-, y apenas uno en Oriente Medio. Sentía el regreso a la “modernidad” de las calles asfaltadas, las tiendas por doquier y las casas sin boquetes de bala, no como una extraña que vuelve a un lugar que no reconoce, sino como aquella que vuelve a su casa, con todas sus cosas buenas y sus cosas malas, pero que no puede distanciarse de ellas, sino que en ellas se reconoce a ella y a su historia colectiva. Pero claro, cómo no iba a reconocerme habiendo crecido aquí, teniendo todos sus elementos enraizados, que me han dado forma a mí y a mi manera de entender el mundo.

Del viaje de vuelta recuerdo perfectamente el momento de entrar en el territorio nacional, que no coincidía con la frontera estatal, precisamente, ni tampoco era una línea, ni un segundo exacto. Salses, Elna, Argelès, Colliure, Portbou… Pueblos que guardan, entre la niebla de las montañas y la brisa del mar, miles de historias de resistencia de personas anónimas que construyeron con sus vidas lo que somos. Son las historias de esas personas las que construyen la historia misma de un pueblo troceado por los estados francés y español, que lucha como el Kurdistán contra la imposición de unos trazos en el mapa que insisten en negar su propia historia y composición, basada mucho más en montañas que en muros o aduanas fronterizas.

Desde las ventanas del autobús dirección al sur, estallaba ante mi vista el verde que tanto habíamos echado de menos en Rojava. Y qué reencuentro más bonito, cuando lo haces con aquello que nos pertenece a todas. Porque después de más de un año formando parte como internacionalista de la revolución del norte y el este de Siria, no tenía casa o trabajo a los que volver; casa o trabajo que nunca habían sido míos, ni nuestros, y tampoco los iba a reencontrar ahora. En cambio, sí volvía a una geografía que nos había tejido como pueblo, y que me emocionaba aún encontrarse rota su belleza por un área de servicio de carretera: sus pinos, sus cipreses, sus matojos verdes y sus montes frondosos de árboles, el aire fresco y húmedo de una playa que se hacía evidente aunque a ratos estuviese demasiado lejos para verla con los ojos.

Me reencontraba con amistades, personas magníficas que me han hecho también ser quien soy, y me reencontraba de ese modo conmigo misma; pero era el reencuentro con la juventud organizada, con el colectivo, en un ambiente militante y de camaradería –al acudir a unas jornadas formativas que estaban realizando cuando regresé -, aquello que me hacía regresar a lo que soy de manera profunda, que va mucho más allá de mi historia concreta de personas a las que he conocido, de calles que he recorrido, de anécdotas que repito una cantidad de veces proporcional a los años que voy metiendo en la mochila. La historia de las que luchan y que se funden en un propósito que viene y va mucho más allá de nuestros nombres y apellidos, las que han escrito las páginas que nos preceden y escribirán las que vendrán, las que nos han hecho ser quien somos ya que sin nuestra historia colectiva y nuestro contexto –nacional, geográfico, cultural -, no seríamos.

Y a partir de una historia y una comunidad, ligada a un territorio, y de una voluntad colectiva organizada, ligada a nuestro pueblo, podía sentir lo que significaba volver a casa. Consciente de que las revolucionarias luchamos en cualquier parte del mundo, porque nuestra lucha es por la humanidad entera, pero consciente también de que si no somos capaces de amar  nuestra tierra como nuestra casa que es, nunca seremos capaces de defenderla, ni a esta ni a ninguna otra en ningún lugar del mundo.

FUENTE: Aurora Picornell / Buen Camino / El Salto Diario / Edición: Kurdistán América Latina