Asirios: los auténticos aborígenes de Mesopotamia que resisten con la guerrilla kurda en Irak

Hay un rincón del Kurdistán de Irak que jamás fue ocupado por los musulmanes. Es una comarca salvaje donde resisten e intentan no ser asimilados los bisnietos de los últimos supervivientes del genocidio asiro-armenio cometido por los turcos-otomanos. No son persas, kurdos, turcos o árabes. Viven en la “reserva” de Nahla.

“Lo que pasa con nosotros es que no vivimos mucho”, deja caer un joven guerrillero kurdo en el colmado de una aldea asiria del valle iraquí de Nahla, mientras le extiende a sus camaradas de armas unas latas de Tiger.

“La potencia ha vuelto”, dicen los eslóganes promocionales de esta bebida energética polaca, muy popular en todo Oriente Medio. La beben los milicianos socialistas de las Fuerzas Democráticas de Siria (FDS) que combaten contra el ISIS y los turcos en Rojava; la beben los islamistas a sueldo de Recep Tayyip Erdogan (ni la metanfetamina, ni la taurina son haram o pecado), y la bebe la guerrilla atea y roja del PKK que ha ocupado la franja fronteriza del Kurdistán de Irak que flanquea Turquía por el sur. Pocos saben que el refresco estimulante lleva el nombre del boxeador Dariusz Tigre Michalczewski. Claro que, a quién le importa eso cuando te llueven bombas desde el cielo.

La posibilidad de una muerte prematura a la que se refería el guerrillero kurdo viaja por el aire a bordo de los drones y los cazas F16 o F4 Phantom II, con los que Ankara golpea los búnkeres, almacenes de utillaje, galerías excavadas en las montañas y las viviendas ocupadas por el PKK en los pueblos asirios de Nahla, un valle cristiano del distrito kurdo-iraquí de Acrah conocido por sus plantaciones de sésamo y arroz, y por ser las tierras donde se reasentaron varios miles de supervivientes del genocidio armenio-asirio. La espada que acabó con las vidas de cientos de miles de inocentes fue forjada por los turcos y, a menudo, blandida por tropas auxiliares kurdas.

Cuando comenzó a mezclarse con la población asiria -minoría cristiana de Irak-, la resistencia kurda de Turquía asumió que los turcos no se atreverían a poner en riesgo las vidas de estos civiles tan monitorizados por el Vaticano con sus bombardeos selectivos, pero se equivocaban. Pocos días después de que dejáramos la zona, los turcos volvieron a golpear algunas posiciones situadas en el valle asirio. Ya lo habían hecho antes y lo seguirán haciendo.

Es una historia vieja y conocida. Primero, la guerrilla secesionista kurda del sureste de Anatolia a la que Ankara considera “terrorista” cruzó a Irak para zafarse de las balas de Erdogan, y tomar refugio entre los civiles kurdos y asirios de toda la franja fronteriza que flanquea Turquía por el sur. A renglón seguido, el Ejército del turco le siguió y estableció bases militares con todas las bendiciones de la dinastía tribal de los Barzani, que reina sobre uno de los pedazos de la Región Autónoma del Kurdistán iraquí.

La guerrilla del PKK se halla desde entonces aplastada entre las narices de una pinza formada por la Quinta Brigada turca del Comando que les hostiga, y los peshmerga kurdos de Barzani, que les combaten de una forma cainita, en connivencia con Turquía. Y mezclados con ellos, en Sinyar o el norte de Basur (denominación dada por los nacionalistas al Kurdistán del Sur), se hallan los civiles kurdos, yazidíes y estos asirios de Nahla.

Los “cristianos de Mesopotamia”

¿Pero quiénes son en realidad estas comunidades a las que la prensa occidental denomina “cristianos de Mesopotamia”, en menoscabo de su compleja identidad cultural, étnica y lingüística? A todos los efectos, son los indios del Creciente Fértil, la Tierra entre Dos Ríos, Bilād al Rāfidayn o, si se prefiere en griego, Mesopotamia. Ellos llaman a su patria Beth Nahrain en su lengua vernácula, el siriaco.

En cualquiera de los nombres que recibe, viene a ser toda esa porción de territorio que se extiende entre los ríos Éufrates y el Tigris y de la que, con el paso de los siglos, se enseñorearon turcos, árabes, y kurdos. Suelen decir estos asirios de sí mismos que han terminado convirtiéndose en los huéspedes de su propia patria. Y no les falta razón.

Los asirios no son árabes ni persas; no son kurdos ni turcos. No fueron jamás islamizados. Son los verdaderos aborígenes de Mesopotamia, y a lo largo de los siglos han sido despojados de sus tierras, hostigados, masacrados, diezmados, asimilados, empujados a la diáspora y, finalmente, confinados en reductos aislados como Nahla, que difieren en muy poco de las reservas de indios nativos norteamericanos. Las comparaciones son inevitables. Ellos son los descendientes de las viejas civilizaciones que crearon los jardines de Babilonia, o los famosos zigurat mencionados en la Biblia. Circunstancialmente, son cristianos. Y eso aún hace las cosas más difíciles en un entorno geopolítico tan tribal y tan penetrado a menudo por las visiones más oscuras del Islam.

En las peluquerías del barrio asirio de Ainkawa, en Erbil, las banderas de Mesopotamia y los lamasus -unas deidades con el cuerpo de un león alado y una cabeza antropomorfa a la que sus antepasados confiaban la protección de sus ciudades- son más populares que las nun de Nazareno.

Los nacionalistas asirios detestan que les designen por su religión. Fuera de sus vigorosas comunidades del exilio europeo y norteamericano, buena parte del mundo desconoce todavía que estos mal llamados “cristianos orientales” dicen ser los descendientes de aquellos belicosos pueblos que levantaron ciudades de resonancias casi míticas, como Nínive o Nimrud. Son tan “cristianos de Irak” como los españoles “católicos del Mediterráneo”.

La historia antigua de Mesopotamia se da por terminada con la entrada en Babilonia del rey persa Ciro II, El Grande, 73 años después de que Nínive fuera derrotada y con ella, el imperio neo-asirio. En realidad, sus descendientes siempre han estado allí, aunque fue preciso aguardar hasta el siglo XIX para que reemergiera su hasta entonces nebulosa conciencia nacional, y para que su identidad volviera a articularse en torno a formaciones políticas nacionalistas en franca competencia con las iglesias cristianas.

Las diferencias políticas entre los asirios y sus vecinos han quedado a menudo soterradas bajo el discurso autoritario de los gobiernos sucesivos que, durante casi 2.000 años, han intentado asimilarlos. Lo habitual es que se les tolere como cristianos, pero se reprima su lucha por la defensa de su identidad. Eso es, de facto, lo que ocurre en el Kurdistán de los Barzani, o en la Siria de Bashar Al Asad.

Su religión forma parte de su tradición y su cultura, pero no la agota. Los tiranos prefieren siervos protegidos que hombres y mujeres libres.

A pesar de todo, sobre las casitas sin tejado de dos aguas de los pueblos de Nahla siguen flameando hoy las banderas de Mesopotamia, la enseña del movimiento de liberación asirio. Pocas viviendas hay de cuyas paredes no cuelgue, junto a las imágenes de Cristo, una popular reproducción en cobre de la leona herida, un famoso relieve donde puede verse al rey Ashurbanipal hostigando a un felino desde un carro de guerra.

Cerco a los asirios de Nahla

Ahora son los asirios de Nahla quienes son hostigados. No es raro que los lugareños kurdos de las poblaciones aledañas, apedreen sus coches cuando se dirigen a Dahok por una estrecha pista de tierra. En varias ocasiones, un grupo de matones a sueldo de un terrateniente kurdo se las ha ingeniado para impedirles el acceso a la toma de agua. Como telón de fondo, una disputa por las tierras.

“La presencia del PKK no nos plantea ningún problema, más allá de que nos sentimos utilizados como escudos humanos”, nos diría en 2015 un asirio ya fallecido, Ismael Nano Benjamin. “Es a Barzani a quien le reprochamos que tolere el robo de nuestros comunales. Ha sucedido en Nahla y en toda la gobernación de Dahok. Más de la mitad de las tierras de asirios nos han sido usurpadas por los kurdos con la connivencia del gobierno, y ello incluye vastas extensiones y los términos municipales de muchas de las aldeas que hoy se tienen por kurdas. Ahora nos insultan llamando ‘Kurdistán’ a nuestras comarcas”, nos decía.

Por establecer un símil, es como si los riojanos colonizaran Aragón mediante la intimidación y la fuerza y lo rebautizarán como Riojistán. Ello explica, entre otras cosas, que muchos jóvenes asirios irredentos se resistan incluso a aprender a hablar en kurdo. Aunque aquí nadie haga menhires, Nahla es el valle más irreductible de las Galias de Mesopotamia.

Las tantas veces usurpadas tierras comunales en varias de sus poblaciones, están ahora amenazadas por la codicia de un señor feudal hecho a la medida del sistema tribal de los Barzani. Cuando los aldeanos trataron de viajar en caravana hasta Dahok para protestar por lo ocurrido hace ahora cuatro años, la policía de los dictadores cerró la carretera con el fin de impedirlo, mientras los gerifaltes del gobierno repetían en los foros internacionales que iban a poner un especial celo en “cuidar de los cristianos”. A los asirios, ni mentarlos.

Por el mismo motivo, la yihad a la que apelan los partidos salafistas es con frecuencia solo una coartada para apropiarse de sus bienes y de sus tierras. Ha sucedido también en comarcas iraquíes como Bartella, donde los asirios conviven con una secta islámica denominada chabaquí, que aprovechó la espantada provocada por el ISIS para reclamar sus tierras.

Las diferencias espirituales se han usado a menudo para alimentar rivalidades que enmascaraban el deseo mezquino de usurpar bienes ajenos. Lo que hay en juego es mucho más que el conflicto religioso sin aristas políticas, que a menudo retrata la prensa democristiana de Occidente. Y lo mismo sucede con los yazidíes de Sinyar (Shengal).

Nahla es una comarca salvaje. Aún hoy salen los campesinos a pastorear a su ganado con un kalashikov entre las piernas. Son gentes de las montañas, habituados a la dureza y las hostilidades del entorno. Todavía aúllan por la noche las manadas de lobos y se acercan a las poblaciones los chacales. “¿Y me preguntas si esa serpiente es peligrosa? Todo en este lugar quiere matarte”, dice Esam Yujana tras un encontronazo con una víbora.

Los bombardeos turcos

Hace ahora un año, los turcos bombardearon la casa de la hermana de Yujana, en Tashish, otra aldea asiria del Kurdistán iraquí del valle de Barvari, próxima a la frontera turca, al caer la noche y del modo acostumbrado. Primero se escuchó el zumbido de los drones y, a no tardar mucho, la detonación de las dos bombas que arrojó alguno de los cazas que Ankara tiene en activo, mientras implora a los norteamericanos que le proporcionen sus anhelados F-35.

En las fotos tomadas a la mañana siguiente, se aprecia en toda su magnitud la letal potencia destructiva de esas armas. El edificio -una de esas luminosas casitas de una planta que se levantan sobre el umbroso vergel de las colinas del valle de Barwari- quedó reducido a una montaña de hierros retorcidos y fragmentadas lascas de cemento.

Tan sólo un día antes, el 10 de abril de 2019, la artillería de Erdogan había bombardeado Sharanish, otro enclave caldeo-asirio situado junto a la frontera turca, en el distrito kurdo-iraquí de Zajo. Enviar a los cazabombarderos de misión, o golpear a los civiles con la artillería viene siendo una larga tradición turca. A menudo, cuando cae la noche, desde poblaciones caldeo-asirias como Kanimase (valle de Barwar) es posible ver los fogonazos de la artillería de Ankara parpadeando contra la cruz de la iglesia de Mar Sawa.

Curiosamente, el valle de Nahla se halla no muy lejos de las tierras turcas de Hakari, de las que los asirios fueron despojados y expulsados durante la Primera Guerra Mundial. Algunos de los supervivientes del genocidio armenio-asirio trataron de reconquistar su territorio hace un siglo, pero fueron nuevamente rechazados. Finalmente, se asentaron en el valle.

Lo que hoy son feraces tierras de cultivo con la apariencia de un edén, hace cien años eran una comarca cenagosa e insalubre. Las crónicas de su llegada y de la creación de sus primeros asentamientos mencionan una tasa de mortalidad infantil desaforada. Y mosquitos. Millones de ellos. El hambre y la malaria diezmaron a sus niños. En la época de su llegada, hubo más de 40 asentamientos. Hoy quedan menos de diez, y alrededor de mil personas. Los mosquitos no se han ido.

Con todo, ni un solo musulmán ha logrado hasta la fecha asentarse en los últimos dominios asirios de Nahla. Conviven, ciertamente, con la guerrilla kurda, pero esta se halla secularizada. Y además, las relaciones con los milicianos son cordiales. “Tememos más a los peshmerga de Erbil que al PKK”, dice el tendero asirio del colmado. Los peshmerga que mencionan son los kurdos de Irak, las fuerzas militares de los Barzani, los regentes de la dictadura tribal del Kurdistán.

Ashurbanipal, el “Gran Kasrani”

“Hasta donde me alcanza la memoria, recuerdo haber crecido aquí huyendo de un lado para otro de los aviones y las bombas. Y ese sigue siendo hoy nuestro problema”, comenta por lo bajo Ashurbanipal, uno de sus clientes, tan pronto como los milicianos del PKK abandonan el ultramarinos.

“Son siempre muy cordiales; educados; no cometen abusos y pagan siempre lo que compran”, añade a propósito de los guerrilleros. Ashur, conocido también como el Gran Kasrani, es un artista asirio oriundo de Nahla que ahora ha regresado al valle.

El Gran Kasrani viste como un hippy y tiene una poblada barba que podría confundirse con las de los dandis de Erbil. En realidad, no se inspiró en los hipsters, sino en un viejo y conocido rey de Nínive al que los judíos se refieren en la Biblia como Asinapar, y al que Justino, el historiador romano, hizo popular en Occidente con el nombre de Sardanapalus.

Al igual que los persas, los ancestros caldeo-babilonios y asirios de los lugareños del valle de Nahla hidrataban sus barbas con aceite de oliva y esculpían con tenacillas sofisticados bucles que dejaban caer en escalera. Los monarcas barbados de aquellas civilizaciones mesopotámicas quedaron inmortalizados en los viejos relieves de alabastro del Tigris que ahora replican los asirios para decorar sus casas.

“Yo no soy cristiano porque si lo fuera no podría tomar lo mejor de los budistas, los musulmanes o los judíos. Cada amanecer quemo tabaco y hago hogueras del mismo modo en que mis ancestros organizaban rituales hace miles de años”, dice el Gran Kasrani.

“Creo en Dios, pero mi Dios no es necesariamente el del cura de Nahla. Ni siquiera le llamamos Dios, sino Allaha, que en nuestra lengua semítica significa ‘El más alto’. Somos amigos del cura, sin embargo. Un día se acercó a mí y me preguntó: ¿por qué no vienes a la Iglesia, Ashur? Yo comencé a responderle: ‘Porque Dios…’. Y él me interrumpió, y me dijo: ‘No. Esto no va de Dios. Hay comida allí, y una celebración de nuestra gente. Ven con nosotros’. Y tenía razón: pertenecemos a una tradición en la que, a veces, la iglesia es solo el centro de la vida comunitaria en estos lugares aislados”, explica.

Ashurbanipal, el Gran Kasrani, tiene nacionalidad británica, y pasó media vida viajando por el mundo antes de volver entre los suyos. Es un personaje inspirador para los jóvenes asirios. Es un personaje, a secas; la clase de líder respetado cuya presencia resquebraja de modernidad el conservadurismo de su entorno.

Con él estamos cuando nos encontramos a los chicos del PKK en el colmado. Resulta paradójico que, como consecuencia de esas bombas, hayan terminado conviviendo en Nahla los bisnietos de quienes consiguieron escapar del afilado sable de los otomanos, con los de los kurdos que les masacraron y terminaron ocupando sus feudos tradicionales en las montañas de Hakari. Todos saben que es así, pero hay una especie de silencio tácito que facilita la convivencia.

A diferencia de Turquía, no es la primera vez que la cúpula militar del PKK y sus cuadros políticos reconocen la participación de sus ancestros en los crímenes de lesa majestad contra armenios y asirios, y piden perdón por lo ocurrido. Eso ha allanado el terreno hacia la reconciliación en lugares como la Administración del Norte y Este de Siria (Rojava).

FUENTE: Ferrán Barber / Ronak Press / Público