Amor y revolución en tiempos de guerra, y de pandemia

Los mensajes que recibo últimamente, como los de todo el mundo, hablan del coronavirus. Aquí a Rojava también ha llegado la situación de emergencia, aunque el caos del que me hablan las compañeras desde casa hace años que está presente por medio de la guerra.

“La cosa aquí está muy mal, mucha gente está enferma y los hospitales a punto de colapsar. Así que hoy hemos sentido con todo el cuerpo y todo el alma cómo de frágil es la vida. Sin quererlo ni esperarlo de repente en la Europa ombligo del mundo hemos visto nuestra realidad temblar. Hemos visto qué fácil se tuercen las cosas. Y nada, que eso me ha hecho pensar en ti y en tus compañeras de allí todo el día”, me escribía una compañera.

Recuerdo varios momentos en Rojava que me hicieron sentir esa fragilidad. Tres especialmente.

El primero, que ya os lo conté, fue escuchando a una compañera cuando nos explicaba cómo se relacionaban desde el amor, porque eran conscientes que cada momento que compartían quizás era el último. Y no eran palabras vacías. Recuerdo a otra compañera enseñándome fotos de su educación en las montañas, y cómo señalaba la fotografía de grupo, resiguiendo una a una sus caras con los dedos, como si las acariciase, y decía: “La mayoría han caído mártires”. No fue la única; era una escena que se repetía cada vez que alguna compañera nos compartía sus fotografías u otros recuerdos.

El segundo, aunque parezca una anécdota curiosa, chocó totalmente con mi idea europea de nuestros cuerpos, de la vida, de la muerte. Les preguntaba a mis compañeras del movimiento de mujeres jóvenes, por qué se depilaban. No lo entendía, ya que iban siempre con pantalones largos, nadie les iba a ver si tenían pelos o no. La compañera me respondió que era por si caían șehîd (mártires), y toda mi concepción del mundo se hacía añicos frente a esa joven de 19 años, que contemplaba de una manera tan tranquila la posibilidad de morir, que se depilaba para ello sin darle mayor importancia.

El tercero, fue cuando volví a Kobane, y al cabo de poco tiempo enterramos al compañero que un par de meses antes nos había explicado la historia de la resistencia de la ciudad frente a Daesh. Sin duda, habíamos enterrado a decenas y decenas de compañeras, pero el hecho de haberlo conocido fue un golpe de realidad. Volvía a la muerte algo más cercana, nuestra vida algo más frágil, y a la vez lo afrontamos con una entereza, e incluso un orgullo, que nos hacía sentir cómo de fuertes éramos si veíamos más allá de nuestra existencia individual.

Porque en estos tiempos oscuros, de guerra y de pandemias, de enterrar compañeras demasiado jóvenes, de miedo, caos y desesperanza, podemos sumirnos en ello o agarrarnos de la mano y convertir esa fragilidad en el amor más fuerte, en la fortaleza más invencible.

El mensaje de mi compañera seguía: “Hemos sentido miedo por nuestra gente, y por toda la gente que nos rodea (que también es nuestra gente)”.

Podemos afrontar ese miedo, esa posibilidad de acariciar a nuestras amigas sólo en fotografías, construyendo relaciones de amor más profundo, no abandonándonos delante de la posibilidad de desaparecer. Frente a unas vidas que se pueden hundir de repente, sólo un vínculo de amor profundo puede tirar de nosotras para mantenernos a flote.

“Delante de la fragilidad de la vida hemos sentido el deber de protegerla”.

Como las jóvenes que convertían el hecho de poder morir cualquier día como individuos, en el sentido histórico de luchar por defender su tierra. Porque quizás como personas nuestra vida es frágil, pero la historia de nuestro pueblo continuará siempre que la defendamos.

“Hemos visto cómo de pequeñas somos por separado. Y cuantas ganas tenemos de darle la vuelta”.

Porque el día que enterramos a nuestro compañero, tres jóvenes prometieron dar la vida por la revolución, no dejar de luchar ni un instante por la libertad. Y así el compañero no murió, sino que su lucha continuaba en la vida de tres jóvenes que, a su vez, no morirán porque impulsarán la lucha de otras tantas, volviendo la debilidad de nuestra existencia en una fortaleza colectiva.

Sí, le podemos dar la vuelta. Como hoy en Rojava, dándonos la mano al lado de una hoguera para celebrar el Newroz*, para no dejar que el miedo nos separe sino que nos siga uniendo entre nosotras y a nuestra historia colectiva; delante de un fuego que nos caliente frente al frío con que nos quieren congelar los corazones. Como también se mantiene viva y fuerte la llama revolucionaria, el calor de las manos que se unen, en todo el mundo. Cuidémonos y querámonos. Aunque cuidarse a veces signifique que nos separemos, porque la mejor manera de quererse es luchar por un futuro en que nuestras vidas valgan por sí mismas, y la lucha a veces nos lleva lejos, incluso al otro mundo; sólo ese vínculo de amor nos permite seguir conectadas pase lo que pase.

Porque no es que las compañeras no valoren sus vidas, sino que siendo la vida de una tan frágil, podemos ver que lo importante va más allá de nosotras, que es lo que viene de antes y sigue después. Y que solas no somos nada, pero con nuestra gente, a la que amamos y por la cual luchamos -nuestras familias, nuestras amigas, nuestras vecinas…-, nos convertimos en esa comunidad que se defiende y se convierte en los pueblos que escriben la historia y ya nunca mueren.

Nota:

*Año nuevo del pueblo kurdo y otros pueblos originarios de Mesopotamia. Se celebra la noche del 20 al 21 de marzo.

FUENTE: Aurora Picornell / Buen Viaje / El Salto Diario / Edición: Kurdistán América Latina