Abuelita

Abro la puerta de la habitación haciendo malabares con dos teteras, una para el agua caliente y otra para el çay (té), una bandeja con siete vasos y la azucarera con dos cucharas. En realidad, no es una azucarera sino un bol metálico que me recuerda bastante a los platos que se llevan a los campamentos la gente de “cau”. Se levanta un compañero a ayudarme y servimos el çay.

Es el primer día de confinamiento. No tenemos mucho que hacer, así que nos bebemos el té con tranquilidad mientras conversamos sobre el coronavirus, pues en la tele casi no hablan de otra cosa. Salen noticias de Madrid, van a meter a los muertos por el virus en la pista de patinaje sobre hielo. Cuando les explico que no hay entierros y que la gente se está muriendo en los hospitales sin recibir visitas, se quedan perplejos. No logran entender cómo puede ser que no dejen recibir visitas a los enfermos, o cómo se puede aceptar dejar morir a alguien sólo. No es algo fácil para nadie.

(Un par de meses antes)

Hemos venido a visitar una noqte* de la línea de frente de Kobanê. Se alarga la visita más de lo previsto, pues sabemos que la moral no está muy alta tras meses esperando un ataque turco sobre la ciudad. Cuando cae el sol, nos llega una llamada.

-¿Qué pasa?

-Soy Zana. ¿Sabes esa moto que siempre daba problemas?

-Sí.

-Pues mientras volvíamos a nuestra nocta han fallado los frenos y nos hemos comido un bordillo, yo estoy bien pero Nafdar igual se ha roto una pierna.

-Vamos para el hospital, ¿estáis ahí verdad?

-No sé si os dejaran entrar, acabamos de llegar y tienen que hacerle pruebas a Nafdar.

-¿Cómo no nos van a dejar entrar? Ahora nos vemos.

Acto seguido salimos hacia el hospital, dos en moto y el resto andando. Por suerte todo está bien, no es nada grave, pero tendrá que hacer reposo absoluto durante 28 días. Dos días de hospital y el resto en casa con compañeros.

(Estamos en Madrid hace varios años)

Hemos llegado a casa de mis abuelos en Madrid. Hace como dos años que no venimos, la vida en Barcelona es muy ajetreada entre estudios, trabajos y demás quehaceres. Mis abuelos están bien, aunque a mi abuelo ya le empieza a fallar la memoria, repite las historias una y otra vez. Mis tíos le dicen que se está repitiendo pero a nosotros, la familia de Barcelona, tampoco nos molesta, creo.

Mientras tanto mi abuela está echando la quiniela. Le han regalado un bolígrafo que tiene incorporada una especie de dado que, al azar, da 1, X o 2. Lo que dé el dado es lo que ella escribirá. “A ver si esta vez hay suerte, ¡que en la de navidad sólo me tocó el reintegro!”. No sé cuánto tiempo hace que el pasatiempo preferido de mi abuela es la quiniela, la bonoloto y demás cosas de las loterías del Estado.

Como los de Barcelona venimos poco, la casa de los abuelos se llena de vida cuando estamos aquí. Vienen los tíos y los primos, aunque no seamos muchos, a mí siempre me ha parecido que es una alegría. Por todos es sabido que toda la familia es de izquierdas, aunque mis abuelos de tanto ver Telemadrid son cada vez más de derechas. Pero por eso siempre se habla de política, aunque cuando se llega a alterar mi abuelo se frena la conversación. Hace algunos años tuvo un infarto así que no conviene que se altere mucho. Mientras no discutimos de política o no vemos la tele, mi abuelo y mi abuela son de izquierdas.

Sabiendo que yo estoy empezando a organizarme en mi instituto, me empiezan a contar la historia de cómo mi abuelo fue a Cuba a vender libros de escuela y acabó teniendo una foto con Fidel Castro. Aunque ahora Cuba no sea un “régimen” que guste especialmente a mi abuela, saca la foto y me la enseña con orgullo. Han tenido muchos amigos que son históricos comunistas, como Andrés Fierro. Me dicen que sus amigos han escrito libros y que me los tengo que leer. Su amigo Andrés fue condecorado como héroe de guerra por la Unión Soviética al derribar un avión nazi con la técnica del Tarán, escribió un libro con el mismo nombre. Me impresiona mucho esa historia. Mis abuelos eran amigos de gente que sale en Wikipedia.

(Volvemos a Kobanê)

No pueden entender que en el Estado español se tenga que pagar por morir. Les cuento que los entierros son carísimos y que mucha gente mayor se había hecho seguros cuando aún era relativamente joven para que la muerte no le diera maldecaps** económicos a la familia. También les cuento que es bastante caro enterrar a una persona en el suelo y que la mayoría de las familias optan por esa especie de armarios empotrados que hay en los cementerios. Y me preguntan qué pasa con la gente que no tiene dinero. Les digo que aunque normalmente si la persona tiene red de amistades y familia se apaña un entierro aunque sea austero, también hay gente que es echada a una fosa común. Eso les despierta ira.

Otra cosa más que les hace pensar que en Europa estamos todos locos. Y a veces ver lo absurdo de ciertas cosas que tenemos normalizadas también me lo hace pensar a mí. Tras esto bajamos a “autoeducarnos” al jardincito que hay en la casa donde nos estamos quedando. Autoeducarnos hoy querrá decir leer sentaditos al sol. Vamos haciendo pausas cada cierto tiempo para hablar, bebernos un café o así.

En una de estas pausas miro el móvil. Mi padre me ha escrito un mensaje y me hace bastante ilusión. Aún no he visto el mensaje. La abuelita murió anoche en el hospital con una insuficiencia respiratoria. Los médicos dicen que no es coronavirus. Desde entonces no puedo parar de pensar que haya muerto sola en un hospital y que quizás estará en la pista de patinaje de Madrid, que no se le podrá hacer un entierro. Y que, aun estando yo a miles de kilómetros, el confinamiento hace que esta distancia con mi familia sea a la vez más grande y más pequeña. “Ahora además no podemos ir a Madrid a verlos”, me dicen tanto mi hermana como mi padre. Pienso: “Yo tampoco”.

Notas:

*Lugar de descanso nocturno para las unidades militares.

**Preocupaciones.

FUENTE: Albert Gutiérrez / El Buen Camino / El Salto Diario